viernes, 26 de julio de 2013

Un día perfecto para el pez banana - J.D. Salinger

En el hotel había noventa y siete publicitarios neoyorquinos, y monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia de tal manera que la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina de bolsillo leyó una nota titulada El sexo es divertido... o infernal. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada al lado de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era una chica a la que una llamada telefónica no le hacía gran efecto. Daba la impresión de que el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que ella alcanzó la pubertad.
Mientras el teléfono llamaba, con el pincelito del esmalte se repasó la uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del asiento junto a la ventana un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de luz, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya tendida y –ya era la cuarta o quinta llamada– levantó el tubo del teléfono.
—Hola —dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que tenía puesto, salvo las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora.
—Gracias —contestó la chica, e hizo lugar en la mesita de luz para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no llamaste? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos acá han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó un poco más el ángulo entre el auricular y su oreja.
—Estoy perfectamente. Con calor. Este es el día más caluroso que ha habido en la Florida desde...
—¿Por qué no llamaste? Estuve tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Puedo oírte perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegaron?
—No sé... el miércoles, a la madrugada.
—¿Quién manejó?
—El —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Manejó él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el camino, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacerse el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que manejó muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... podía notarse. Entre paréntesis, ¿papá hizo arreglar el auto?
—Todavía no. Piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. No hay motivo, entonces...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás...
—Muy bien —dijo la chica.
—¿Siguió llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo.
—¿Cuál?
—Mamá... ¡qué importancia tiene!
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Acuérdate... esos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Tú lo tienes.
—¿Estás segura? —dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había lugar en la... ¿Por qué? ¿El te lo pidió?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el auto. Me preguntó si lo había leído. —¡Pero está en alemán!
—Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
—Espantoso. Espantoso. En verdad es triste. Anoche dijo tu padre.
.. —Un segundito, mamá —dijo la chica. Cruzó hasta el asiento junto a la ventana en busca de sus cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, exhalando el humo.
—Muriel... mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Ajá? —dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, así me dijo... ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo.
—¿Y entonces...? —dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta en el hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad... una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la cabeza. Te lo juro.
—Aquí en el hotel hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
—Nunca lo oí nombrar.
—De todos modos dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de cablegrafiarte que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma...
—Muriel... palabra... El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la valija y volver a casa porque sí —dijo la chica—. De cualquier modo, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te quemaste mucho? ¿No usaste ese bronceador que te puse en la valija? Está...
—Lo usé. Me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te quemaste?
—Me quemé toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿le hablaste a ese psiquiatra? —Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Tocó el piano las dos noches que hemos pasado aquí. —Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! El fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al Bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour no había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por qué te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y qué sé yo —dijo la chica—. La cuestión es que después de jugar al Bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en la vidriera de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un chico, chiquísimo...
—¿El verde?
—Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour estaba emparentado con esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—¿Pero él qué dijo? El médico.
—¡Ah! sí... Bueno... en realidad, mucho no dijo. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No abundé en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablarle de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... tú sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, el ruido era tal que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le aliviané un poco el forro.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas —dijo la chica.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es un espanto. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio estás bien?
—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de hacerse cargo si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una flor...
—Cuando pienso cómo estuvieste esperándolo a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que...
—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No dije nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la salida de baño.
—¿No se quita la salida de baño?¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzarse de piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel. Hazme caso.
—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en el mismo momento en que haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Cariños a papá —colgó.
Ver más vidrio (*)(*) —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su mamá—. ¿Viste más vidrio?
—Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada en una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Usaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más.
—En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosura.
—Por lo que usted me dice, parece precioso —asintió la señora Carpenter.
—Quédate quieta, Sybil, gatita...
—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando quedó en libertad, Sybil corrió de inmediato hacia la parte asentada de la playa y echó a andar hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo inundado y derruido, y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia las arenas flojas. Se detuvo al llegar al sitio en que un hombre joven estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? —dijo.
El joven se sobresaltó, y se llevó la mano derecha, instintivamente, a las solapas de su salida de baño. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te estaba esperando —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué? —dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en avión —dijo Sybil, pateando la arena.
—No me tires arena a la cara, nena —dijo el joven, tomando con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto.
—¿Dónde está la señora?
—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Haciéndose teñir el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su habitación.
Poniéndose boca abajo cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Tienes un traje de baño muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un traje de baño azul.
Sybil lo miró fijo, y después contempló su barriga sobresaliente.
—Este es amarillo —dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio, si quieres saberlo. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. —Necesita aire —dijo.
—Es verdad. Necesita más aire de lo que estoy dispuesto a reconocer —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy linda. Es un gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia adelante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricorniano.
¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente.
Le soltó los tobillos, encogió los brazos y recostó el costado de la cara en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía sacarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—!Ah!, no. No era posible —dijo el joven—. Pero, ¿sabes lo que hice, en cambio?
—¿Qué?
—Hice de cuenta que eras tú.
Sybil inmediatamente bajó la cabeza y empezó a cavar en la arena.
—Vamos al agua —dijo.
—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo arreglarme para hacerlo.
—La próxima vez, sácala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que saque a quién?
A Sharon Lipschutz.
¡Ah!, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —repentinamente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Vamos a tratar de pescar un pez banana.
—¿Un qué?
—Un pez banana —dijo, y desanudó el cinto de su salida de baño.
Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el pantalón de baño era azul eléctrico. Plegó la salida, primero a lo largo, después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la salida plegada. Se agachó, recogió el flotador y lo sujetó bajo su brazo derecho. Luego, con la mano izquierda tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces banana —dijo el joven. . —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé —dijo Sybil.
—Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe donde vive, y no tiene más que tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón arrancó su mano de la de él. Recogió una conchilla común y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. —Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, tomó el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No te imaginas cómo eso aclara todo —dijo él.
Sybil soltó su pie: —¿Has leído El negrito sambo? —dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció? —le preguntó.
—¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis —dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices nada más?
—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué? —dijo el joven.
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza. —¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.
—Sí. Sí, me gusta. Lo que me gusta más que nada de ella es que nunca le hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas nenas que se divierten mucho molestándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
—¡Ah!, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Caracoles! Está fría. —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más afuera.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la depositó boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorra de baño ni nada de eso? —preguntó.
—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Sólo ocúpate de ver si aparece un pez banana. Hoy es un día perfecto para peces banana.
—No veo ninguno —dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua no le alcanzaba al pecho.
—Llevan una vida muy triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella meneó la cabeza.
—Bueno, te diré. Entran en un pozo que está lleno de bananas. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero una vez adentro, se portan como cochinos. ¿Sabes?, he oído hablar de peces banana que han entrado nadando en pozos de bananas y llegaron a comer setenta y ocho bananas —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más cerca del horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que no pueden volver a salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces banana.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantas bananas que no pueden salir del pozo?
—Sí —dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué? —preguntó Sybil.
—Contraen fiebre bananífera. Es una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
—La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos. —Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente en posición horizontal, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: —Acabo de ver uno.
—¿Un qué, mi amor?
—Un pez banana.
—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía alguna banana en la boca?
—Sí —dijo Sybil—. Seis.
El joven de pronto tomó uno de los empapados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te divertiste bastante?
—¡No!
—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la salida de baño, cruzó bien sus solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaloso y lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. —Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—¡Cómo dijo! Casualmente estaba mirando el piso —dijo la mujer, y se dio vuelta enfrentando las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso por favor.
Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su salida de baño.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a valijas nuevas de cuero de vaquillona y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las valijas, la abrió y extrajo una automática debajo de una pila de calzoncillos y camisetas –Ortgies calibre 7.65–. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Corrió el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se descerrajó un tiro en la sien derecha.




(*)Se refiere a Seymour Glass (pronunciado simor glas) y confunde el sonido con la expresión see more glass (ver más vidrio).

El largo adiós (fragmento) - Raymond Chandler


Antecedentes: La escena ocurre en la ciudad de Los Angeles. El detective Philip Marlowe ha sido citado en el bar de un hotel por un futuro cliente. El fragmento que sigue narra el momento en que Marlowe va a encontrarse con él en el hotel.



Capítulo 13


A las once de la mañana me encontraba sentado en el tercer comportamiento del lado derecho, al entrar desde el comedor anexo. Tenía la espalda apoyada contra la pared y podía ver a cualquiera que entrara o saliera. Era una mañana clara, sin neblina ni alta nubosidad, y el sol deslumbraba la superficie de la pileta de natación que comenzaba inmediatamente después de la pared con azulejos del bar y se extendía hasta el extremo opuesto del comedor. Una muchacha con malla blanca de piel de tiburón, de deliciosa silueta, subía la escalera del trampolín alto. Observé la franja de piel pálida que aparecía entre la piel quemada de sus muslos y la malla. La observé carnalmente. Luego desapareció de mi vista, oculta por la inclinación del techo. Un momento después la vi descender como una flecha haciendo un uno y medio. La salpicadura subió lo suficiente como para alcanzar el sol y hacer varios arcos iris tan hermosos como la muchacha misma. Luego volvió a la escalera y se sacó el gorro blanco y sacudió el pelo. Bamboleó su trasero hacia una mesita blanca y se sentó junto a un leñador de pantalones blancos de algodón y anteojos ahumados y tan quemado que no podía ser otra cosa que el cuidador de la pileta. Este se inclinó y le dio una palmada en el muslo. Ella abrió una boca del tamaño de una boca de incendio y rió. Aquello terminó con mi interés en ella. No oía su risa, pero la sima abierta en su rostro cuando abrió el cierre relámpago sobre su dentadura me bastaron.
El bar estaba bastante vacío. Tres asientos más allá, un par de graciosos se estaban vendiendo mutuamente trozos de películas de la Twentieth Century Fox, utilizando movimientos de ambos brazos en vez de dinero. Tenían un teléfono sobre la mesa, entre ellos, y cada dos o tres minutos, jugaban al juego de quién llamaba primero a Zanuck para ofrecerle una idea genial. Eran jóvenes, morenos, ansiosos y llenos de vitalidad. Desplegaban tanta actividad muscular en la conversación telefónica como la necesaria para subir a un hombre gordo por una escalera hasta el cuarto piso.
Había un tipo triste junto al mostrador del bar, hablándole al encargado del bar, quien limpiaba un espejo y escuchaba con esa sonrisa plástica que usa la gente cuando trata de no gritar. El cliente era de mediana edad, bien vestido y estaba borracho. Quería hablar y no habría dejado de hacerlo aunque realmente no hubiera tenido deseos de hablar. Era amable y amistoso, y cuando yo lo oí no parecía tartamudear mucho, pero uno se daba cuenta que se agarraba a la botella y sólo la dejaba cuando se quedaba dormido por la noche. Así sería para el resto de su vida, y su vida era todo eso. Nunca se sabría cómo había llegado a ello, porque aunque él lo contara, no sería verdad. Cuando más, una distorsionada versión de la realidad, tal como él la conocía. Hay un hombre triste como aquél en cada bar tranquilo del mundo.
Miré el reloj y comprobé que el poderoso editor llevaba veinte minutos de atraso. Decidí esperar media hora y después irme. Nunca conviene dejar que el cliente establezca las reglas. Si él lo trata a los empujones supondrá que otra gente también puede hacerlo y no lo contrata a usted por eso. Y precisamente en aquel momento yo no tenía tanta necesidad de trabajo como para permitir que algún ricachón del lejano Este me usara como silla de montar, uno de esos directores importantes con oficinas revestidas de madera en el piso ochenta y cinco, una hilera de botones y teléfonos internos y una secretaria del Instituto Hattie Carnegie para Oficinistas Especiales, con un par de ojos grandes, hermosos, prometedores. Este era el tipo de explotador que le diría a usted que lo espera a las nueve en punto, y si a usted se le ocurriera no estar sentado y quietecito, con una sonrisa amable en la cara, cuando él apareciera dos horas más tarde, en un inmenso Gibson, sufriría un paroxismo de ultrajada capacidad ejecutiva que requeriría una estadía de cinco semanas en Acapulco antes de poder ocuparse nuevamente de sus asuntos.
El mozo pasó a mi lado y dirigió una mirada suave al débil whisky con agua de mi vaso. Sacudí la cabeza y el mozo siguió de largo. Fue entonces cuando entró en el bar un verdadero sueño en forma de mujer. Por un instante me pareció que todo sonido habíase apagado en el bar, que los dos graciosos habían cesado de negociar y que el borracho sentado en el taburete había dejado de mascullar; fue como cuando el director de orquesta golpea con la batuta en el atril, levanta los brazos y mantiene a todos en suspenso. Era delgada y bastante alta; llevaba un traje sastre de hilo blanco con un pañuelo de pintitas blancas y negras alrededor del cuello. El cabello era de color oro pálido como el de las princesas de los cuentos de hadas. El pequeño sombrero y el cabello dorado alrededor recordaban un pájaro en su nido. Los ojos eran de un color extraño, azul violáceo, y las pestañas largas y quizá demasiado claras. Se dirigió hacia la mesa de enfrente y empezó a sacarse los guantes blancos. El mozo se acercó en seguida y le apartó la mesa en tal forma y con tanta deferencia que no existe mozo en el mundo que me la hubiera apartado a mí de esa manera. La joven se sentó, aseguró los guantes con una cadenita de la cartera y agradeció al mozo con una sonrisa tan suave, tan exquisitamente pura, que el hombre casi quedó paralizado por la emoción. Ella dijo algo en voz baja y el mozo, después de inclinarse hacia adelante, salió casi corriendo. He ahí un tipo que realmente tenía una misión en la vida.
Le clavé la vista y ella captó mi mirada. Levantó los ojos media pulgada y me pareció haber dejado de existir. Casi perdí el aliento.
Hay rubias y rubias, y hoy en día es casi una palabra que se toma en broma. Todas las rubias tienen su no sé qué, excepto tal vez las metálicas, que son tan rubias como un zulú por debajo del color claro, y en cuanto al carácter, tan suave y blando como el empedrado de la vereda. Está la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Está la rubia que lo mira de arriba abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga de su brazo y está siempre muy, muy cansada cuando usted la acompaña a su casa. Ella hace ese gesto de impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y a usted le gustaría aporrearla, aunque esté contento de haber descubierto lo del dolor de cabeza antes de haber invertido en ella demasiado tiempo y dinero y esperanzas. Porque el dolor de cabeza siempre estará ahí, un arma que nunca deja de usarse, tan mortífera como la espada del asesino o el frasco de veneno de Lucrecia.
Está la rubia dulce y dispuesta y aficionada a la bebida, a quien no le importa lo que lleva puesto –siempre que sea visón– o adónde va –siempre que sea el Starlight Roof y haya mucho champaña seco–. Está la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común, y sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review. Está la rubia pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo “La tierra perdida” o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la música y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir que son dos.
Y, por último, está la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en el cabo de Antibes, un coche Alfa Romeo completo con chofer y acompañante y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa de un anciano duque que dice buenas noches a su criado.
Aquel sueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable, tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color. Todavía la miraba, cuando oí junto a mí una voz que decía:
—Me he retrasado en forma imperdonable. Le ruego que me disculpe. Mi nombre es Howard Spencer. Usted es Marlowe, por supuesto.

Di vuelta la cabeza y lo miré. Era de mediana edad, más bien regordete, vestido en forma un tanto despreocupada, pero bien afeitado, y el pelo muy fino peinado hacia atrás con todo cuidado. Usaba un llamativo chaleco cruzado, prenda que muy pocas veces se ve en California, como no sea llevada por algún visitante de Boston. Llevaba lentes y bajo el brazo un portafolio viejo y gastado.