por David Foster Wallace
traducción de Javier Calvo
Feliz cumpleaños. Tu decimotercer cumpleaños es importante. Tal vez sea tu primer día realmente público. Tu decimotercer cumpleaños es la ocasión para que la gente se dé cuenta de que te están pasando cosas importantes.
Te han estado pasando cosas durante el último medio año. Ahora tienes siete pelos en tu axila izquierda. Doce en la derecha. Espirales duras y amenazadoras de pelo negro y encrespado. Un pelo crujiente, animal. Alrededor de tus partes íntimas te han salido más pelos duros y rizados de los que puedes contar sin perderte. Y otras cosas. Tu voz es llena y rasposa y se mueve entre octavas sin previo aviso. Tu cara empieza a brillar cuando no te la lavas. Y dos semanas de dolor profundo y temible la pasada primavera hicieron que algo se te descolgara desde dentro: tu saco se ha llenado y se ha vuelto vulnerable, un articulo de lujo que tienes que proteger. Levantado y amarrado por unos suspensorios prietos que te dejan rayas rojas en las nalgas. Te ha brotado una nueva fragilidad.
Y sueños. Durante meses has tenido sueños que no se parecían a nada que hubieras visto antes: húmedos, trepidantes y distantes, llenos de curvas cimbreantes, de pistones frenéticos, de calor y de un vértigo tremendo. Y te has despertado con los párpados convulsos al ritmo de una descarga, un borbotón y un espasmo que te ha sacudido desde el cuero cabelludo hasta los dedos de los pies procedente de una zona en las profundidades de tu interior que nunca imaginabas que tuvieras, estremecimientos producidos por un dolor profundo y dulce, las farolas del otro lado de las persianas de tus ventanas proyectando estrellas brillantes en el techo negro del dormitorio, y una gelatina blanca y densa rezumándote entre las piernas, goteando y pegándose, enfriándose sobre ti, endureciéndose y aclarándose hasta que no queda nada más que nudos retorcidos de pelo animal duro y pálido en la ducha matinal y en esa maraña húmeda persiste un olor dulce y limpio que no puedes creer que proceda de nada que tú hayas creado en tu interior.
Más que a ninguna otra cosa, el olor se parece a esta piscina: una sal dulce mezclada con lejía, una flor de pétalos químicos. La piscina tiene un fuerte olor azul claro, aunque ya se sabe que el olor nunca es tan fuerte como cuando uno está dentro del azul, como tú ahora, recién salido del agua, descansando en la parte menos profunda de la piscina, con el agua a la altura de las caderas lamiéndote esa zona que te ha cambiado.
La terraza de esta vieja piscina pública situada en el extremo occidental de Tucson está rodeada por una verja Cyclone del color del peltre, decorada con un enredo brillante de bicicletas sujetas con cadenas. Detrás de la verja hay un aparcamiento negro y caluroso lleno de líneas blancas y coches resplandecientes. Un prado indistinto de hierba seca y matojos duros, cabezas aterciopeladas de viejos dientes de león que estallan y flotan como copos de nieve en el viento que se levanta. Y más allá de todo esto, doradas por un redondo y lento sol de septiembre, están las montañas, dentadas, con los ángulos agudos de sus picos recortándose contra una luz cansina de color rojo intenso. Sobre el fondo rojo sus picos afilados y conectados trazan una línea serrada, el electrocardiograma del día que agoniza.
Las nubes se tiñen de color en el borde del cielo. Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, a esa temperatura cálida propia de las cinco de la tarde, y el olor de la piscina, igual que el otro olor, conecta con una niebla química que hay dentro de ti, una penumbra interior que desvía la luz hacia los bordes y difumina la distinción entre lo que termina y lo que empieza.
Tu fiesta es esta noche. Esta tarde, la tarde de tu cumpleaños, has pedido permiso para venir a la piscina. Querías venir solo, pero un cumpleaños es un día familiar, tu familia quiere estar contigo. Es amable por parte de ellos, no sabes explicar por qué querías venir solo, y la verdad es que tal vez no quisieras estar realmente solo, de manera que han venido. Están tomando el sol. Tu padre y tu madre toman el sol. Sus hamacas han estado señalando la hora toda la tarde, siguiendo la curva del sol a través de un cielo despejado y tan recalentado que ha adquirido la textura de una película gelatinosa. Tu hermana juega a Marco Polo cerca de ti en la parte menos profunda con un grupo de niñas flacas de su curso. Le toca a ella quedar, dice «Marco» y ha de perseguir a ciegas a quienes le replican chillando «Polo». Tiene los ojos cerrados y va dando vueltas al compás de un coro de gritos, girando en el centro de una rueda de niñas chillonas con gorros de baño. De su gorro sobresalen flores de goma. Los pétalos de color rosa viejos y flácidos tiemblan cada vez que ella se abalanza en dirección a los ruidos invisibles.
En el otro extremo de la piscina están el «tanque», la zona destinada a saltos, y la torre elevada del trampolín. En la terraza de detrás está la CAF TERÍA, y a ambos lados de la misma, atornillados sobre las entradas de cemento de las duchas oscuras y húmedas y los vestuarios, están los megáfonos de metal gris que emiten el hilo musical de la piscina, ese ruidito metálico y mortecino.
Caes bien a tu familia. Eres inteligente y callado, respetuoso con los mayores, aunque no te faltan agallas. Te portas bien en general. Vigilas a tu hermana pequeña. Eres su aliado. Tenías seis años cuando ella tenía cero y estabas enfermo de paperas cuando la trajeron a casa envuelta en una manta amarilla muy suave; le diste un beso de bienvenida en los pies por miedo a contagiarle las paperas. Tus padres dijeron que aquello era un buen augurio. Que marcaba la tónica. Ahora creen que tenían razón. Están orgullosos de ti y satisfechos en todos los sentidos y se han retirado a esa distancia afable en la que se mueven el orgullo y la satisfacción. Os lleváis bien.
Feliz cumpleaños. Es un gran día, tan grande como la bóveda del cielo del suroeste. Lo has estado cavilando. Ahí arriba está el trampolín. Pronto querrán marcharse. Súbete y hazlo.
Te sacudes de encima la limpieza azul. Estás lleno de cloro, suave y resbaladizo, reblandecido, con las yemas de los dedos arrugadas. La niebla de olor demasiado limpio de la piscina se te ha metido en los ojos; descompone la luz en colores suaves. Te golpeas la cabeza con la base de la mano. En un lado de la cabeza suena un eco fofo. Inclinas la cabeza hacia ese lado y das un saltito, un calor repentino en tu oído, delicioso, mientras el agua calentada en tu cerebro se enfría en el nautilo exterior de tu oreja. Ahora oyes la música más nítida y metálica, los gritos más cercanos, mucho movimiento en mucha agua.
La piscina está llena para ser tan tarde. Hay chicos flacos, hombres peludos como animales. Chicos desproporcionados, todo cuello, piernas y articulaciones huesudas, estrechos de pecho y vagamente parecidos a pájaros. Como tú. Hay ancianos que se mueven a tientas por la parte menos profunda con las piernas rígidas como patas de palo, palpando el agua con las manos, fuera de todos los elementos a la vez.
Y niñas-mujeres, mujeres, curvilíneas como instrumentos o como frutas, con la piel barnizada de color castaño oscuro, la parte superior de sus bañadores sostenida por frágiles nudos de cordón de colores delicados que aguantan el peso de cargas misteriosas, la parte inferior encabalgada sobre las suaves prominencias de unas caderas totalmente distintas a las tuyas, hinchazones desmedidas y giratorias que se funden bajo la luz con un espacio circundante que sostiene y acomoda sus curvas suaves como si fueran objetos preciosos. Casi lo puedes entender.
La piscina es un sistema de movimientos. Aquí y ahora se ven: chapoteos, combates de salpicaduras, zambullidas, acorralamientos en las esquinas, Tiburones y Sardinas, caídas desde lo alto, Marco Polo (tu hermana todavía Lo es, medio llorosa, hace demasiado rato que Lo es, el juego rayano en la crueldad, pero no te compete defenderla ni avergonzarla). Dos chicos de color blanco brillante con toallas de algodón atadas como si fueran capas corren por el borde de la piscina hasta que el socorrista les hace detenerse en seco gritando por el megáfono. El socorrista es de color castaño como un árbol, el vello rubio le forma una línea vertical sobre el estómago, lleva un sombrero de explorador de la selva y su nariz es un triángulo blanco de crema. Una niña rodea con el brazo una de las patas de su torreta. Está aburrido.
Ahora sales y pasas junto a tus padres, que están tomando el sol y leyendo y no te miran. Olvídate de tu toalla. Detenerse a recoger la toalla significa hablar y hablar requiere pensar. Has decidido que el miedo lo causa básicamente el hecho de pensar. Sigue adelante, hacia el tanque que hay en el extremo hondo de la piscina. Al borde de tanque hay una torre enorme de hierro de color blanco sucio. Un trampolín sobresale de la alto de la torre como una lengua. La terraza de cemento de la piscina es áspera y está caliente al tacto de tus pies llenos de cloro. Cada una de las huellas que dejas es más fina y tenue. Va menguando detrás de ti sobre la piedra caliente hasta desaparecer.
Flotan hileras de salchichas de plástico alrededor del tanque, que es un mundo en sí mismo, ajeno al ballet convulsivo de cabezas y brazos del resto de la piscina. El tanque es azul como la energía, pequeño y profundo y perfectamente cuadrado, flanqueado por las calles de la piscina y por la CAF TERÍA y la terraza áspera y caliente y la sombra inclinada bajo la luz del atardecer de la torre y el trampolín. El tanque está silencioso y tranquilo y quieto en el lapso entre dos zambullidas.
Tiene un ritmo propio. Como la respiración. Como una máquina. La cola de quienes esperan para subir al trampolín forma una curva que retrocede desde la escalera de la torre. La cola se tuerce gradualmente y se endereza al acercarse a la torre. Uno por uno, van llegando a la escalera y suben. Uno por uno, separados por un latido del corazón, alcanzan la lengua del trampolín que hay en lo alto. Y una vez en el trampolín, hacen una pausa, siempre exactamente la misma pausa que se prolonga durante un latido del corazón. Sus piernas los llevan hasta el extremo, donde todos dan el mismo bote para impulsarse y trazan una curva con los brazos como si estuvieran dibujando algo circular y total. Pisan con fuerza el extremo de la tabla y hacen que esta los lance hacia arriba y afuera.
Es una máquina de descensos en picado, de líneas de movimiento discontinuas a través de la dulce neblina de cloro del atardecer. Uno puede contemplar desde la terraza cómo golpean la superficie fría y azul del tanque. Cada zambullida crea un penacho blanco que se eleva, se desploma sobre sí mismo, se extiende y se deshace en forma de espuma. Luego aparece un azul puro en medio de la mancha blanca y crece como un pudín, hasta limpiarlo todo de nuevo. El tanque se cura a sí mismo. Tres veces mientras tú recorres el camino.
Estás en la cola. Mira a tu alrededor. Tienes que parecer aburrido. En la cola casi nadie habla. Todos parecen ensimismados. La mayoría miran la escalera y parecen aburridos. Casi todos tenéis los brazos cruzados y estáis congelados por un viento vespertino que se está levantando y que golpea las constelaciones de partículas de cloro azul puro que cubren vuestras espaldas y vuestros hombros. Parece imposible que todo el mundo pueda estar tan aburrido. A tu lado tienes el extremo de la sombra de la
torre, la lengua negra inclinada que es el reflejo del trampolín. La sombra es un sistema enorme, largo, escorado a un lado y unido a la base de la torre formando un ángulo oblicuo y agudo.
Casi todos los que están en la cola del trampolín miran la escalera. Los chicos mayores miran el trasero a las chicas mayores que suben. Los traseros están enfundados en una tela suave y fina, en nilón ajustado y elástico. Los buenos traseros ascienden por la escalera como péndulos sumergidos en líquido, siguiendo un código lento e indescifrable. Las piernas de las chicas te hacen pensar en ciervos. Tienes que parecer aburrido.
Mira más allá. Mira al otro lado. Puedes ver perfectamente. Tú madre está en su hamaca, leyendo, con los ojos entornados, con la cara inclinada hacia arriba para recibir la luz del sol en las mejillas. No ha mirado para ver dónde estás. Da un sorbo de alguna bebida dulzona de una lata. Tu padre está tumbado sobre su enorme panza, su espalda parece una cresta en el lomo de una ballena, los hombros cubiertos de rizos de pelo animal, la piel untada de aceite y de color castaño oscuro por culpa del exceso de sol. Tu toalla está colgando de la silla y ahora se mueve una punta de la tela: tu madre la ha golpeado al espantar a una abeja a la que parece gustarle lo que ella tiene en la lata. La abeja vuelve enseguida y parece flotar inmóvil sobre la lata trazando un suave borrón. Tu toalla tiene una cara enorme del oso Yogi.
En algún momento ha tenido que haber más gente en la cola detrás de ti que delante. Ahora no hay nadie por delante excepto tres personas que suben por la estrecha escalerilla. La mujer que hay delante de ti está en los travesaños de abajo, mirando hacia arriba. Lleva un bañador ajustado de nilón negro de una sola pieza. Asciende. Desde lo alto llega un retumbo, luego una caída tremenda, un penacho y el tanque se cura a sí mismo. Ahora quedan dos personas en la escalera. Las normas de la piscina dicen que solamente puede haber una persona en la escalera, pero el socorrista nunca grita a los que suben. El socorrista es quien dicta las verdaderas normas gritando o dejando de gritar.
La mujer que hay por encima de ti no tendría que llevar un bañador tan ajustado. Es tan mayor como tu madre e igual de corpulenta. Es demasiado corpulenta y está demasiado blanca. Su bañador rebosa. La parte posterior de sus muslos queda constreñida por el bañador y tiene un aspecto parecido al queso. Sus piernas están marcadas con los garabatos pequeños y abruptos de las venas varicosas y azules que circulan por debajo de la piel blanca, como si sus piernas tuvieran algo roto o herido. Parece que sus piernas tendrían que doler si uno las apretara, de tan llenas como están de garabatos árabes retorcidos de un azul roto y frío. Sus piernas hacen que te duelan las tuyas.
Los travesaños son muy delgados. No te lo esperabas. Cilindros delgados de hierro envueltos en fieltro de seguridad mojado y resbaladizo. El olor del hierro mojado a la sombra te hace sentir un sabor metálico. Cada travesaño se te clava en las plantas de los pies y te deja una marca. Las marcas se clavan hondo y duelen. Te sientes pesado. Cómo debe de sentirse la mujer corpulenta que tienes por encima. Los pasamanos a los lados de la escalera también son muy delgados. Parece que no puedan sostenerte. Confías en que la mujer también se coja bien. Y, por supuesto, desde lejos parecía que hubiera menos travesaños. No eres estúpido.
Subes hasta la mitad, a la vista de todos, la mujer corpulenta por delante de ti, un hombre robusto, calvo y musculoso bajo tus pies. El trampolín todavía está lejos en lo alto y es invisible desde aquí. La tabla retumba y hace un ruido batiente, y un chico al que puedes ver a lo largo de unos cuantos pies a través de los finos travesaños de la escalera cae trazando una línea resplandeciente, con una rodilla abrazada contra el pecho, y se zambulle al estilo bomba. Un enorme signo de exclamación de espuma aparece en tu campo visual, se disgrega y se desmorona sobre el enorme borbotón. Luego, el murmullo del tanque curando de nuevo su superficie azul.
Más travesaños delgados. Agárrate fuerte. La radio se oye más alta aquí, uno de los altavoces colocado sobre una de las entradas de cemento de los vestuarios te queda a la altura de los oídos. Un tufillo húmedo y frío sale del interior del vestuario. Te agarras fuerte a las barras de hierro, te doblas, miras hacia abajo y a tu espalda y puedes ver a la gente comprando chucherías y refrescos allí abajo. Puedes verlo todo desde arriba: la cima blanca y limpia de la gorra del vendedor, los envases de helado, las neveras de latón humeantes, los tanques de sirope, las serpientes de las mangueras de soda, las cajas abultadas de palomitas saladas recalentadas por el sol. Ahora que estás en lo alto puedes verlo todo.
Hace viento. Cuanto más alto llegas más viento hace. El viento es fino; cuando sopla a la sombra te enfría la piel mojada. Con el fondo de la escalera y a la sombra tu piel se ve muy blanca. El viento te produce un silbido agudo en los oídos. Faltan cuatro travesaños para el final de la escalera. Los travesaños te hacen daño en los pies. Son delgados y te demuestran cuánto pesas. En la escalera pesas mucho. El suelo te quiere de vuelta.
Por fin puedes ver lo que hay por encima de la escalera. Ves el trampolín. La mujer está ahí. Tiene dos caballones de callos rojos y de aspecto doloroso en la parte posterior de los tobillos. Está de pie al principio del trampolín y le miras los tobillos. Ahora estás por encima de la sombra de la torre. El hombre corpulento que hay debajo de ti está mirando por entre los travesaños de la escalera el espacio que la mujer tiene que atravesar.
Ella se detiene durante el instante que dura un latido del corazón. No hay ni rastro de lentitud. Te quedas helado. En un abrir y cerrar de ojos llega al final del trampolín, toma impulso hacia arriba, luego hacia abajo, el trampolín se comba hacia abajo como si no la quisiera. Luego asiente, rebota y la arroja violentamente hacia arriba y hacia fuera. Sus brazos se abren para trazar el círculo y de pronto desaparece. Se esfuma en un parpadeo oscuro. Y pasa tiempo antes de que oigas el impacto allí abajo.
Escucha. No parece apropiado, esa manera de desaparecer durante el tiempo que transcurre hasta que se oye el ruido. Como cuando tiras una piedra en un pozo. Pero te da la impresión de que ella no piensa lo mismo. Ella era parte de un ritmo que excluye el pensamiento. Y ahora tú también te has convertido en parte de él. El ritmo parece ciego. Como las hormigas. Como una máquina.
Decides que es necesario pensar en esto. Después de todo, puede ser apropiado hacer algo temible sin pensarlo, pero no cuando lo temible es el propio hecho de no pensar, Ion cuando resulta que el penar es inapropiado. En algún momento los detalles inapropiados se han amontonado hasta cegarte; el aburrimiento fingido, el peso, los travesaños finos, el dolor en los pies, el espacio segmentado por la escalera en encuadres unidos solamente mediante una desaparición en el tiempo. El viento en la escalera que nadie hubiera esperado. La manera en que el trampolín sobresale de la sombra para entrar en la luz y no puedes ver más allá de su extremo. Cuando todo resulta distinto a lo esperado uno tendría que ponerse a pensar. Es lo que habría que hacer.
La escalera está atestada debajo de ti. La gente está apilada, separados los unos de los otros por unos pocos travesaños. La escalera está conectada a una nutrida cola que retrocede y traza una curva hasta la oscuridad de la sombra escorada de la torre. La gente de la cola tiene los brazos cruzados. Los que están al pie de la escalera están ansiosos y miran todos hacia arriba. Es una máquina que solamente se mueve hacia delante.
Subes a la lengua de la torre. El trampolín resulta ser muy largo. Tan largo como el tiempo que pasas en él. El tiempo se ralentiza. Se condensa a tu alrededor mientras tu corazón late cada vez más veces por segundo y sus latidos abarcan todos los movimientos del sistema de la piscina allí abajo.
El trampolín es largo. Desde donde estás parece estrecharse hasta la nada. Te va a enviar a alguna parte que su propia longitud te impide ver y parece inadecuado entregarse a esto sin pararse a pensar.
Mirado de otro modo, el mismo trampolín no es más que una cosa larga, plana y delgada cubierta con una sustancia plástica blanca y áspera. La superficie blanca es muy áspera y tiene motas y rayas de un color rojo pálido y acuoso que sin embargo nunca deja de ser rojo para convertirse en rosa: viejas gotas de agua de la piscina que atrapan la luz del sol vespertino sobre las montañas escarpadas. La sustancia blanca y áspera del trampolín está mojada. Y fría. Los pies te duelen por culpa de los travesaños delgados y tienen una sensibilidad exacerbada. Se resienten de tu peso. Hay barandillas en el principio del trampolín. No son como las barras laterales de la escalera. Son gruesas y están muy bajas, de modo que casi tienes que agacharte para cogerte a ellas. Solamente son de adorno, nadie se coge a ellas.. Agarrarse lleva tiempo y altera el ritmo de la máquina.
Es un trampolín largo, frío, áspero y blanco de plástico o fibra tic vidrio, veteado del mismo color triste cercano al rosa que las golosinas baratas.
Pero al final del trampolín blanco, en su extremo, en donde te apoyas con todo tu peso para hacer que te arroje lejos, hay dos zonas de oscuridad. Dos sombras planas bajo la luz del sol. Dos formas ovales difusas y negras. El final del trampolín tiene dos manchas sucias.
Son de toda la gente que ha pasado antes que tú. Mientras estás aquí de pie tus pies están reblandecidos y marcados, doloridos por la superficie áspera y mojada, y ves que las dos manchas oscuras las ha hecho la piel de la gente. Es piel erosionada de los pies por la violencia de la desaparición de gente provista de un peso real. Más gente de la que podrías contar sin perderte. El peso y la erosión causada por su desaparición deja trocitos de pies reblandecidos, migas, grumos y tiras de una piel sucia, oscurecida y morena cuyos trocitos diminutos y deslavados se ven a la luz del sol al final del trampolín. Se amontonan, se deslavan y se mezclan. Se oscurecen formando dos círculos.
Fuera de ti el tiempo no transcurre en absoluto. Es asombroso. El ballet vespertino que tiene lugar allí abajo se mueve a cámara lenta, con los movimientos pesados de mimos sumergidos en jalea azul. Si quisieras podrías quedarte aquí encima para siempre, vibrando tan deprisa por dentro que flotarías inmóvil en el tiempo, como una abeja flotando sobre alguna sustancia dulce. Pero tendrían que limpiar el trampolín. Cualquiera que lo piense un segundo se dará cuenta de que tendrían que limpiar del extremo del trampolín toda esa piel de la gente, esas dos huellas negras de lo que queda del pasado, esas manchas que desde aquí detrás parecen ojos, ojos ciegos y bizcos.
El sitio donde estás ahora es tranquilo y silencioso. La radio grita al viento y chapotea en otra parte. No hay tiempo ni más sonido real que tu sangre chillándote en la cabeza.
Estar aquí en lo alto comporta visiones y olores. Los olores son íntimos, recién blanqueados. Es ese peculiar aroma floral de la lejía, pero de su interior emanan otras cosas hacia ti como una nieve sembrada de hierba. Notas un olor intenso a palomitas amarillas. A un aceite dulce y tostado como el de los cocos calientes. Deben de ser perritos calientes o maíz tostado. Un rastro diminuto y cruel de Pepsi muy oscura en vasos de papel. Y ese olor especial a toneladas de agua emanando de toneladas de piel, elevándose como el humo de un baño reciente. Calor animal. Desde lo alto es más real que nada.
Míralo. Puedes verlo todo en toda su complejidad, azul y blanco, marrón y blanco, bañado en un destello acuoso de color rojo cada vez más intenso. Todo el mundo. Esto es lo que la gente llama una vista. Y sabías que desde abajo no te podía parecer que estuvieras tan alto aquí arriba. Ahora ves qué alto te encuentras. Sabías que desde abajo no se puede saber.
El tipo que tienes debajo te dice, con la vista clavada en tus tobillos, el hombre calvo y corpulento: Eh, chico. Quieren saber. ¿Tienes pensado pasarte todo el día aquí o qué te pasa exactamente? Eh, chico, ¿estás bien?
Todo este tiempo ha habido tiempo. No puedes matar al tiempo con el corazón. Todo ocupa tiempo. Las abejas tienen que moverse muy deprisa para permanecer quietas.
Eh, chico, te dice. Eh, chico, ¿estás bien?
Brotan flores metálicas en tu lengua. Ya no hay tiempo para pensar. Ahora que hay tiempo no tienes tiempo.
Eh.
Lentamente ahora, atravesándolo todo, surge una mirada que se extiende como las ondas que aparecen en el agua cuando lanzas algo. Mira cómo se extiende desde la escalera. Tu hermana, a la que acabas de ver, y sus amigas blancas y delgadas, señalándote. Tu madre mira hacia la parte menos profunda de la piscina donde estabas antes y pone la mano en forma de visera. La ballena se agita y se sacude. El socorrista levanta la vista, la niña que le agarra la pierna levanta la mirada, echa mano al megáfono.
Debajo para siempre hay una terraza áspera, chucherías, música tenue y metálica, ahí abajo donde solías estar. La cola está abarrotada y no permite marcha atrás. Y el agua, por supuesto, solamente es blanda cuando estás en su interior. Mira hacia abajo, Ahora se mueve bajo el sol, llena de monedas duras de luz dotadas de un resplandor rojizo a medida que se alejan y se funden con una niebla que es1a sal de tu propio sudor. Las monedas estallan formando lunas nuevas, cascotes alargados procedentes de los corazones de estrellas tristes. El tanque cuadrado es una sabana fría y azul. Lo frío es una modalidad de lo duro. Una modalidad de la ceguera. Te han pillado desprevenido. Feliz cumpleaños. ¿Creías que ya había pasado? Sí y no. Eh, chico.
Dos manchas negras, un momento de violencia y desapareces en el pozo del tiempo. La altura no es el problema. Todo cambia cuando vuelves abajo. Cuando impactas con todo tu peso.
Entonces, ¿cuál es la mentira? ¿Lo duro o lo blando? ¿El silencio o el tiempo?
La mentira es que haya que elegir entre una cosa y otra. Una abeja quieta y flotante se mueve demasiado deprisa para pensar. Desde lo alto la dulzura la hace enloquecer.
El trampolín asentirá y tú saldrás despedido, y los ojos de piel podrán cruzar a ciegas un cielo empañado de nubes, la luz horadada se vaciará detrás de esa piedra afilada que es la eternidad. Que es la eternidad. Pisa la piel y desaparece.
Hola.
Textos
viernes, 27 de abril de 2018
viernes, 14 de abril de 2017
Ministerio de habilidades
Por Eduardo Abel Gimenez
El Secretario se sienta en la butaca de cuero dorado,
tras el escritorio de madera. Frente a él, el aspirante se acomoda en un banco
bajo, sin respaldo. El aspirante es muy joven, usa anteojos y esconde las manos
en un bollo nervioso entre las piernas.
A espaldas del Secretario hay un ventanal amplio, y
al otro lado del ventanal un parque con árboles, fuentes, caminos de ladrillo y
edificios de tres pisos salpicados aquí y allá. Todo parece recién construido, recién
plantado, limpio, ordenado. Todo huele a poder. Estamos en terrenos del
Ministerio de Habilidades, la rama del gobierno que se ocupa de la guerra, pero
más del talento que la lleva a cabo.
El Secretario está molesto. Toma un sorbo de café,
deja la taza en el plato y levanta un papel del escritorio.
—Por
lo que veo aquí —dice, agitando el papel en el aire que lo separa del
aspirante—, usted viene sin referencias. ¿Cómo ha logrado llegar hasta mí?
—Señor...
—empieza el aspirante.
El Secretario no le permite seguir.
—Miles
de personas sueñan con integrarse a nuestro Ministerio —dice. Señala la puerta
de la oficina—. Ahora mismo están ahí afuera, esperando que les conceda una
entrevista. Y seguramente son mejores que usted.
El aspirante baja la cabeza. El Secretario suelta el
papel, que planea unos segundos antes de apoyarse en el escritorio, y extiende
la mano hacia el sitio donde hace un momento dejó la taza. El sitio está vacío.
—¿Yo
no tenía un café? —dice, como para sí. Pulsa un botón del intercomunicador—.
Mónica, tráigame el café.
—Sí,
Secretario —responde la voz metálica de Mónica.
El Secretario no ha quitado la vista del aspirante,
que parece cada vez más pequeño en un banco cada vez más bajo.
—La
guerra es asunto serio, joven. ¡La semana pasada, el enemigo cambió la
dirección de nuestras calles! —pega con la palma de la mano en el escritorio—.
Y ayer, demostrando a la vez sutileza y crueldad, han desafinado el violín
solista en todas las grabaciones de "Las cuatro estaciones" de
Vivaldi. ¿Se da cuenta de la gravedad de todo esto?
—Sí,
señor —murmura el aspirante.
—Y
usted llega sin talento ni referencias a...
El Secretario se interrumpe. Acaba de echar un nuevo
vistazo al papel que enarbolaba un momento antes.
—Aunque
tal vez se me haya escapado algo —dice. Lee unos momentos—. Bueno, esto tiene
otro color —agrega—. Parece que mi amigo el General Brombongurn lo ha
recomendado con cierto entusiasmo.
El Secretario se reclina en la butaca de plástico
negro y observa al aspirante.
—Póngase
confortable, hijo —dice.
El aspirante se acomoda un poco mejor en la silla,
saca una mano de entre las piernas y la pone en el apoyabrazos. Parece unos
años mayor que hace un rato.
—Antes
de que usted se incorpore a nuestras filas, debe comprender la importancia de
la decisión. ¡El resultado de la guerra depende de nosotros! Sin las
Habilidades de nuestro personal, careceríamos de toda capacidad de respuesta.
¿Me comprende?
—Sí,
señor —dice el aspirante.
—Esta
vasta institución alberga los habilidosos de mayor talento en todo el planeta.
Observe... —El Secretario gira en la butaca trazando un arco con el brazo
extendido, como para señalar lo que tiene detrás. Solo encuentra una pared
medio descascarada. Baja el brazo y se queda mirando la pared.
—¿Señor?
—dice el aspirante en voz baja.
El Secretario intenta volver a enfrentar el
escritorio, como si creyera que la silla es giratoria. La silla cruje y no se
mueve. El Secretario se levanta, da media vuelta a la silla y vuelve a
sentarse. Entonces recuerda que sigue sin café, y lanza un dedo hacia el
intercomunicador. El dedo aterriza en el aire.
—Mmm.
Creí que... —El Secretario se ve bastante confundido—. ¿Habrá sido en la otra
oficina?
Se inclina hacia adelante sobre el escritorio de
metal gris. Bajo él, la silla cruje. El Secretario aspira hondo y logra
elaborar una sonrisa en honor al aspirante.
La pasión por la tarea puede más que cualquier
contratiempo.
—Como
le decía, hijo, nuestro personal carga con todo el peso de la guerra. ¡Una
guerra sin soldados! Hace tres días obtuvimos un resultado excelente, cuando
logramos intercambiar las teclas R y T en todos los teclados del enemigo. ¡Que
escriban "toro" ahora! ¡Que escriban "rata"! Y hoy mismo,
hace unas horas, sustituimos la programación de sus canales de televisión por
concursos de canto. ¡Sólo concursos de canto, en todos los canales, todo el
día! —El Secretario lanza una carcajada—. ¿Se lo imagina?
—Sí,
señor —dice el aspirante. Acompaña la carcajada del Secretario con una sonrisa
apenas visible.
El Secretario se echa hacia atrás. A último momento
se da cuenta de que el banco de plástico que lo sostiene no tiene respaldo, y
apenas consigue mantener el equilibrio. Es tremendo, piensa, lo que ocurre por
falta de presupuesto.
—Así
que esta es una guerra de habilidades —dice—. O de Habilidades —y dibuja la
mayúscula en el aire con los dedos—, la materia de nuestro Ministerio. Las
Habilidades para manipular la realidad, el don de las personas más brillantes,
más creativas, más necesarias que jamás hayan vivido. —El Secretario ha ido
subiendo la voz, mientras extendía los brazos hacia los lados. Tiene las
mejillas rojas por el entusiasmo—. ¿Se da cuenta? —pregunta mientras apoya las
manos en el escritorio, codos hacia arriba
—Sí,
señor.
El Secretario muestra su satisfacción resoplando.
—Muy
bien, amigo mío. Ahora veamos qué podemos hacer por usted.
Por tercera vez, el Secretario levanta el papel del
escritorio, para encontrar otro párrafo que no ha visto antes.
—¡Caramba!
—dice, y parece tentado de ponerse de pie—. ¡Lo ha enviado el propio Ministro!
Esto es... Es... —Lee el párrafo en detalle y hace un gesto de sorpresa—. Debimos empezar por
aquí, señor. Ahora mismo le entrego lo que ha pedido el Ministro.
El Secretario abre el único cajón de su pequeño
escritorio de plástico y saca una carpeta en cuya cubierta se ve la palabra
"Secreto".
—Aquí
está, caballero —dice, mientras entrega la carpeta al aspirante—. La lista de
nuestros principales habilidosos, sus especialidades y la información para
ponerse en contacto con ellos. —El Secretario está orgulloso—. ¡Todo
perfectamente al día! Espero sinceramente que le resulte útil.
—Yo
también, Secretario —dice el aspirante mientras se pone de pie—. Adiós.
El aspirante camina hacia la puerta. La abre.
—Perdón,
señor —dice el Secretario—. No he entendido su nombre. ¿Usted es...?
El aspirante se da vuelta para mirarlo.
—El
enemigo.Mini
domingo, 6 de septiembre de 2015
Prólogo a "Para ser novelista" de John Gardner
Por Raymond Carver
Hace mucho tiempo —era el verano de 1958—, mi mujer,
nuestros dos niños y yo abandonamos Yakima, Washington, para trasladamos a un
pueblecito de las afueras de Chico, California. Allí encontramos una casa
antigua por veinticinco dólares al mes. A fin de poder pagar este traslado
había tenido que pedir prestados ciento veinticinco dólares a un farmacéutico
para el que había trabajado de repartidor, un hombre llamado Bill Barton.
Con esto vengo a decir que en aquella época mi mujer y yo
estábamos sin blanca. Nos ganábamos la vida a duras penas, pero el plan era que
yo estudiara en lo que entonces se llamaba Chico State College. Pero desde mis
primeros recuerdos, desde mucho antes de que nos trasladáramos a California en
busca de una vida distinta y de nuestro pedazo del pastel americano, yo había
querido ser escritor. Quería escribir, escribir lo que fuera —ficción,
naturalmente, pero también poesía, obras de teatro, guiones cinematográficos y
artículos para Sports Afield, True, Argosy y Rogue (algunas de las revistas que
leía entonces), y para el periódico local—, cualquier cosa que requiriera
juntar palabras y crear algo coherente e interesante para alguien aparte de mí
mismo. Pero en la época en que nos trasladamos, yo sentía en lo más profundo
que para llegar a ser escritor tenía que estudiar. Entonces tenía muy buen
concepto de los estudios —mejor del que tengo ahora, seguro, pero eso es porque
soy mayor y tengo estudios—. Téngase en cuenta que nadie de mi familia había
ido a la universidad ni pasado siquiera del obligatorio octavo curso de segunda
enseñanza. Yo no sabía nada, pero sabía que no sabía nada.
Así pues, junto con el deseo de estudiar, tenía también un
deseo muy fuerte de escribir; era un deseo tan fuerte que, con el aliento que
recibí en la universidad y el criterio que adquirí, seguí escribiendo durante
mucho tiempo a pesar de que el «sentido común» y la «cruda realidad» me
aconsejaban una y otra vez que desistiera, que dejara de soñar, que siguiera
adelante discretamente y me dedicara a otra cosa.
Aquel primer otoño en la universidad de Chico me matriculé
de las asignaturas obligatorias para la mayoría de los alumnos de primer curso,
pero también me matriculé de algo que se llamaba Literatura Creativa 101. Esta
clase la iba a dar un nuevo miembro del cuerpo docente de la facultad llamado
John Gardner, que llegaba rodeado de cierto misterio y de un aire novelesco. Se
decía que anteriormente había enseñado en Oberlin College, pero que se había
ido de allí por alguna razón que no quedaba clara. Un estudiante decía que a
Gardner lo habían echado —a los estudiantes, como a todo el mundo, les encantan
los rumores y la intriga— y otro decía que Gardner simplemente se había ido a
causa de algún lío. Alguien más decía que en Oberlin tenía que dar demasiadas
clases, cuatro o cinco de Lengua de primer curso cada semestre, y que no le
quedaba tiempo para escribir. Y es que se decía que Gardner era un escritor de
verdad, es decir, en ejercicio, que había escrito novelas y relatos cortos. De
cualquier modo, iba a dar Literatura Creativa 101 en Chico y yo me apunté.
Me emocionaba asistir a las clases de un verdadero
escritor. No había visto un escritor en mi vida y la idea me imponía mucho.
Pero lo que yo quería saber era dónde estaban esas novelas y esos relatos
cortos. Pues bien, todavía no se había publicado nada. Se decía que no había
conseguido que le publicaran sus obras y que las llevaba consigo en cajas.
(Siendo ya alumno suyo, yo vería esas cajas de manuscritos. Gardner se había
enterado de mis dificultades para encontrar un sitio donde trabajar. Sabía que
tenía familia y que en mi casa no había sitio. Me ofreció la llave de su
despacho. Ahora veo que aquel ofrecimiento fue decisivo. No fue un ofrecimiento
casual, y yo me lo tomé, creo, como una orden —pues de eso se trataba— Todos
los sábados y domingos me pasaba parte del día en su despacho, que era donde
tenía las cajas de manuscritos. Estaban apiladas en el suelo junto a la mesa. Nickel Mountain, escrito en una de las
cajas con lápiz de cera, es el único título que recuerdo. Pero fue en su
despacho, a la vista de sus libros inéditos, donde llevé a cabo mis primeros
intentos serios de escribir.)
Cuando conocí a Gardner, él estaba detrás de una de las
mesas instaladas en el gimnasio femenino durante el período de matriculación.
Firmé la hoja de matrícula y me entregó el programa de la asignatura. Su
aspecto no se acercaba ni de lejos al que yo imaginaba que debía tener un
escritor. La verdad es que en aquella época parecía un ministro presbiteriano o
un agente del FBI. Vestía siempre traje negro, camisa blanca y corbata. Y tenía
el pelo cortado al cepillo. (La mayoría de los jóvenes de mi edad llevaban el
pelo al estilo DA[1], es
decir, peinado hacia atrás por los lados y fijado con gomina). Lo que digo es
que Gardner tenía un aspecto muy normal. Y para completar el cuadro, conducía
un Chevrolet cuatro puertas negro con neumáticos completamente negros, sin
banda blanca, un coche tan desprovisto de lujos o comodidades que ni siquiera
tenía radio. Después de haberlo conocido y de que me hubiera dado la llave,
cuando estaba utilizando su despacho de forma regular como lugar de trabajo, me
pasaba las mañanas de los domingos sentado en su mesa, delante de la ventana,
tecleando en su máquina de escribir. Pero miraba por la ventana esperando ver
su coche detenerse y aparcar en la calle de enfrente, como cada domingo.
Después Gardner y su mujer, Joan, salían y, vestidos completa y severamente de
negro, caminaban por la acera hacia la iglesia, para entrar en ella y asistir
al servicio. Una hora y media después los veía salir, volver caminando por la
acera hasta el coche, subir a él y marcharse.
Gardner llevaba el pelo cortado al cepillo, vestía como un
ministro presbiteriano o un agente del FBI e iba a la iglesia los domingos.
Pero en otros aspectos no era convencional. Comenzó a saltarse las normas el primer día de curso; en clase
fumaba un cigarrillo detrás de otro, continuamente, y empleaba una papelera de
metal como cenicero. Y cuando otro profesor que utilizaba la misma aula se
quejó de ello a sus superiores, Gardner se limitó a hacernos un comentario
acerca de la mezquindad y la estrechez de miras de aquel hombre, abrió las
ventanas y siguió fumando.
A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les
exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los
que querían escribir novela —creo que habría uno o dos—, un capítulo de unas
veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el
capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el
curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio
básico el de que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo
proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor
claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio
para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su
desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un
alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores.
Creo que la idea que tenía en 1958 acerca lo que era un
relato corto seguía siendo esencialmente la que tenía en 1982; un relato corto
era algo que tenía un principio, una parte intermedia y un final distinguibles.
A veces iba hasta la pizarra y hacía un diagrama para ilustrar algún comentario
que quería hacer sobre el aumento o el descenso de la emoción de una historia:
cumbres, valles, mesetas, resolución, denouement
y cosas así. Yo, por más que lo intentaba, no conseguía interesarme mucho o
entender realmente este aspecto de las cosas, todo eso que ponía en la pizarra.
Pero lo que sí entendía eran las observaciones que hacía sobre la historia de
algún alumno cuando ésta se comentaba en clase. En estos casos Gardner podía
comenzar a interrogarse en voz alta acerca de las razones que tenía el autor
para escribir, pongamos, un relato acerca de una persona inválida y dejar de
lado la invalidez del personaje hasta el mismísimo final de la historia. «Así,
¿crees que es buena idea dejar que el lector se quede hasta la última frase sin
saber que este hombre está inválido?» El tono de su voz traslucía su desaprobación,
y la clase entera, incluido el autor, no tardaba más de un instante en ver que
no era una buena estrategia. Emplear una estrategia que ocultara al lector
información necesaria e importante, con la esperanza de cogerlo por sorpresa al
final de la historia, era engañarlo.
En clase siempre hacía referencia a escritores cuyos
nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad,
Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov,
Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren... (Leímos una historia de
Warren llamada «Blackberry Winter» que por la razón que fuera a mí no me gustó,
y se lo dije a Gardner. «Pues vuélvela a leer», me dijo, y hablaba en serio.)
William Gass era otro de los que nombraba. Gardner acababa de lanzar una
revista, MSS, y estaba a punto de
publicar «The Pedersen Kid» en elprimer número. Empecé a leer la historia en
manuscrito, pero no la entendía y volví a quejarme a Gardner. Esta vez no me
dijo que lo volviera a intentar, simplemente me la quitó. Hablaba de Henry
James, Flaubert e Isaak Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la
carretera, en Yuba City. «Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para
deciros qué leer», decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la
biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba.
Los autores que estaban en boga en aquella época eran
Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres
libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos
que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo; «Lee todo el
Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de
Faulkner tu manera de escribir.»
Nos dio a conocer las publicaciones «de poca tirada» o
literarias trayendo un día a clase una caja de dichas revistas y
distribuyéndolas para que pudiéramos aprendernos sus nombres, ver cómo eran y
qué sensación producía tenerlas en la mano. Nos dijo que allí aparecía la mejor
ficción y casi toda la poesía que se escribía en el país. Ficción, poesía,
ensayos literarios, críticas de libros recientes y de autores vivos a cargo de autores vivos. Yo
estaba como loco de tantos descubrimientos como hacía.
Pidió para los siete u ocho de nosotros que estábamos en su
clase unas carpetas negras y grandes y nos dijo que guardáramos en ellas
nuestros escritos. Él mismo guardaba sus trabajos en carpetas de aquéllas,
decía, y eso, naturalmente, fue definitivo para nosotros. Llevábamos nuestros
relatos en aquellas carpetas y nos sentíamos especiales, exclusivos, distintos
de los demás. Y lo éramos.
No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando
llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían
escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo
tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis
relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía
derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica
que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y
tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la
puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables.
En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y
ésos eran los puntos a tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en
añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y
quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las
comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en
aquel momento; y, en efecto, así era. Siempre buscaba algo que alabar. Si había
una frase, una intervención en el diálogo o un pasaje narrativo que le gustaba,
algo que le parecía «trabajado» y que hacía que la historia avanzara de forma
agradable o inesperada, escribía al margen: «Muy acertado»; o si no: «¡Bien!» Y
el ver estos comentarios me infundía ánimos.
Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me
explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y
me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor. Después de
esta primera y minuciosa charla sobre el texto, hablábamos de cuestiones más
profundas relativas a la historia, del «problema» sobre el que yo intentaba
arrojar luz, del conflicto que pretendía abordar, y de la forma en que mi
relato podía encajar o no en el esquema general de la narrativa. Estaba
convencido de que emplear palabras poco precisas, por falta de sensibilidad,
por negligencia o sentimentalismo, constituía un tremendo inconveniente para el
relato. Pero había algo aún peor y que había que evitar a toda costa: si en las
palabras y en los sentimientos no había honradez, si el autor escribía sobre
cosas que no le importaban o en las que no creía, tampoco a nadie iban a
importarle nunca.
Valores morales y oficio, esto es lo que enseñaba y lo que
defendía, y esto es lo que yo nunca he dejado de tener en cuenta a lo largo de
los años desde aquel breve pero trascendental período.
Este libro de Gardner me parece a mí que es una exposición
honrada y sensata de lo que supone convertirse en escritor y empeñarse en
seguir siéndolo. Está inspirada por el sentido común, la magnanimidad y una
serie de valores que no son negociables. A cualquiera que lo lea le
impresionará la absoluta e inquebrantable honradez de su autor, así como su
buen humor y su nobleza. El autor, si se fijan, dice continuamente: «Sé por
experiencia...» Sabía por experiencia —y lo sé yo, por ser profesor de
literatura creativa— que ciertos aspectos del arte de escribir pueden enseñarse
y transmitirse a otros escritores, en general más jóvenes. Esta idea no debería
sorprender a nadie que se interese de verdad por la enseñanza y el hecho
creativo. La mayoría de los buenos e incluso grandes directores de orquesta,
compositores, micro-biólogos, bailarinas, matemáticos, artistas visuales,
astrónomos o pilotos de caza aprenden de personas mayores que ellos y más
versadas en el oficio. Por el mero hecho de asistir a clases de literatura
creativa, igual que si se trata de clases de cerámica o de medicina, no se
convierte cualquiera en un gran escritor, ceramista o médico; puede que ni
siquiera llegue a ser bueno. Pero
Gardner estaba convencido de que tampoco era perjudicial.
Uno de los peligros de dar o recibir clases de literatura
creativa radica –y hablo otra vez por experiencia– en animar en exceso a los
jóvenes escritores. Pero de Gardner aprendí a correr ese riesgo antes que tomar
el otro camino. Gardner daba y seguía dando aun cuando los signos vitales
fluctuaran alocadamente, como cuando se es joven y se está aprendiendo. El
joven escritor necesita sin duda tanto aliento como quien pretende iniciarse en
otras profesiones, e incluso diría que más. Y ni que decir tendría que hay que
alentar siempre con sinceridad y nunca para escurrir el bulto. Lo que hace que
este libro sea especialmente bueno es la calidad de la manera en que anima.
El fracaso y las esperanzas frustradas son comunes a todos
nosotros. La sospecha de que estamos naufragando y de que las cosas no nos
salen como habíamos planeado aparece en un momento u otro de nuestra vida.
Cuando se tienen diecinueve años se suele saber bastante bien qué es lo que no se va a ser; pero es más frecuente
que a este conocimiento de las propias limitaciones, a la auténtica comprensión
de éstas, se llegue cuando termina la juventud y comienza la madurez. Si
alguien de entrada no tiene facultades para convertirse en escritor, no llegará
a serlo por más enseñanzas que reciba o por buenos que sean sus maestros. Pero
cualquiera dispuesto a emprender una carrera o a seguir su vocación se arriesga
a sufrir un revés o a fracasar. Hay policías, políticos, generales,
interioristas, ingenieros, conductores de autobús, editores, agentes
literarios, hombres de negocios y cesteros fracasados. También hay profesores
de literatura creativa fracasados y desilusionados y escritores fracasados y
desilusionados. John Gardner no era ni lo uno ni lo otro, y las razones de que
no lo fuera hay que buscarlas en este maravilloso libro.
Mi deuda con él es grande y en tan breve contexto sólo
puedo hacer mención de ello. No tengo palabras para expresar lo mucho que le
echo en falta. Pero me considero el más afortunado de los hombres por haber
recibido sus consejos y su generoso aliento.
RAYMOND CARVER
sábado, 1 de noviembre de 2014
Un hombre bueno es difícil de encontrar
Por Flannery O´Connor
La abuela no quería ir a
Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no
perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el
hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la
silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
–Mira esto, Bailey –dijo ella–,
mira esto, léelo.
Y se puso en pie, con una mano
en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo
con el periódico.
–Aquí, ese tipo que s'hace
llamar el Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina
a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos
a ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar
mi conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza,
así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una
mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo,
con un pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas
de conejo. Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que
sacaba de un tarro.
–Los niños y'han estao en
Florida –dijo la anciana señora–. Deberíais llevarlos a otro sitio pa variar,
así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al
este de Tennessee.
La madre de los niños no
pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con gafas,
dijo:
–Si no quieres ir a Florida,
¿por qué no te quedas en casa?
Él y su hermanita, June Star,
estaban leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
–No se quedaría en casa aunque
la nombraran reina por un día –dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
–¿Y qué haríais si este sujeto,
el Desequilibrado, os cogiera? –preguntó la abuela.
–Le daría un puñetazo en la
cara –respondió John Wesley.
–No se quedaría en casa ni por
un millón de dólares –afirmó June Star–. Teme perderse algo. Tiene que ir a
donde vayamos.
–Muy bien, señorita –dijo la
abuela–. Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te rice el pelo.
June Star dijo que sus rizos
eran naturales.
A la mañana siguiente la abuela
fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su
gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de
ella escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la
menor intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría
mucho de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara
por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del
asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de
los niños, y el bebé se sentaron delante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho
y cuarenta y cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo
anotó, porque pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho
cuando regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la
ciudad.
La anciana se sentó
cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la
repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los
pantalones y la cabeza atada con el pañuelo verde; la abuela, en cambio,
llevaba un sombrero de paja azul marino con un ramillete de violetas blancas en
el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El cuello y los
puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido
un ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de
accidente, cualquiera que la viera muerta en la carretera sabría al instante
que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un
buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y
advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por
hora, que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y
de pequeños grupos de árboles y que podían salir disparados en su persecución sin
darle tiempo a aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del
paisaje: la montaña Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a
ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente
rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el
terreno. Los árboles estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta
los más míseros destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había
dormido.
–Pasemos Georgia a toda
velocidad, así no tendremos que verla mucho –dijo John Wesley.
–Si yo fuera un niño –dijo la
abuela–, no hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas
y Georgia, colinas.
–Tennessee n'es más que un
muladar lleno de paletos y Georgia es también un estado asqueroso.
–Tú l'has dicho –dijo June
Star.
–En mis tiempos –dijo la abuela
entrecruzando los dedos, delgados y venosos–, los niños tenían más respeto por
su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena
entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! –Y señaló a un niño negro plantado
ante la puerta de una choza–. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar
al negrito por la luna trasera.
El saludó con la mano.
–Ese chico no llevaba
pantalones –observó June Star.
–Probablemente no tiene
–explicó la abuela–. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros
tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus
revistas.
La abuela se ofreció a coger al
bebé y la madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La
abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que
se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó
su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el
bebé le dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de
algodón con cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla
pequeñita.
–¡Mirar el camposanto! –dijo la
abuela señalándolo–. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la
plantación.
–¿Dónde está la plantación?
–preguntó John Wesley.
–El viento se la llevó –dijo la
abuela–. Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de
leer todos las revistas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se
lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una
aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de
papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a
jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John
Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley
dijo: “No, un coche”, y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse
por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría
un cuento si se estaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en
blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era
jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper,
Georgia. Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los
sábados por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T.
Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no
había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su
calesa, pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la
comió cuando vio las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha
gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de
gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una
sandía los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el
señor Teagarden, porque era un caballero y había comprado acciones de Coca-Cola
cuando salieron al mercado y había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para
tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile,
en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy.
Lo regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y
allá sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que
rezaban: PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED
SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE
NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el
suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono
gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño,
chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más
alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era
una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y
una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina
de discos y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y
cabellos más claros que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre
de los chicos insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el “Vals de
Tennessee”, y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar.
Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural
alegre como ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la
abuela resplandecían. Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara
en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar
claque. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más
movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claque de costumbre.
–¡Qué graciosa! –exclamó la
mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra–. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser
mi pequeñita?
–Claro que no –contestó June
Star–. No viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de
dólares.
Y salió corriendo hacia la
mesa.
–¡Qué graciosa! –repitió la
mujer, estirando la boca con amabilidad.
–¿No te da vergüenza? –susurró
la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su
mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa
gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía
sobre ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se
sentó a una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
–No hay manera. No hay manera
–dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris–. En estos tiempos
que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
–Desde luego, la gente ya no es
como antes –sentenció la abuela.
–La semana pasada vinieron aquí
dos tipos –explicó Red Sammy– que conducían un Chrysler. Un coche muy
baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que
trabajaban en el molino y ¿sabéis que les permití poner en la cuenta la
gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?
–¡Porque usté es un hombre
bueno! –contestó de inmediato la abuela.
–Bueno, supongo que es así
–dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían
pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada
mano y uno en equilibrio sobre el brazo.
–No hay una sola alma en este
mundo de Dios en la que se pueda confiar –dijo–. Y yo no excluyo a nadie de la
lista, a nadie –afirmó mirando a Red Sammy.
–¿Han leído algo sobre ese
criminal, el Desequilibrado, que se escapó? –preguntó la abuela.
–No me sorprendería na que
llegase a atacar este lugar –dijo la mujer–. Si oye lo qu'hay aquí, no me
sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me
sorprendería que...
–Basta –dijo Red Sam–. Trae las
Coca-Colas a esta gente.
Y la mujer se retiró a buscar
el resto del pedido.
–Un hombre bueno es difícil
d'encontrar –dijo Red Sammy–. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo
m'acuerdo de qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso
s'acabó.
Él y la abuela hablaron de
tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la
situación actual. Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar
a pensar que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena
hablar de eso y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz
blanca del sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido
quitándose pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado
exquisito.
De nuevo partieron en la tarde
calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios
ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja
plantación que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven.
Dijo que la mansión tenía seis columnas blancas en el frente y que había una
avenida de robles que conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con
enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de pasear por
el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para
llegar allí. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo
una casa vieja, pero cuanto más hablaba de ella más ganas tenía de volver a
verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas seguían en pie.
–Había un panel secreto en la
casa –afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera–, y se
contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó
Sherman, pero nunca la encontraron...
–¡Eeeh! –dijo John Wesley–.
¡Vamos a verlo! ¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y
l'encontraremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos
girar allí?
–¡Nunca hemos visto una casa
con un panel secreto! –chilló June Star–. ¡Vayamos a la casa con el panel
secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
–No está lejos d'aquí, lo sé
–aseguró la abuela–. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía
la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.
–No –dijo.
Los chicos comenzaron a
alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley
la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se
colgó del hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se
divertían, ni siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que
querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento,
con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.
–¡Muy bien! –gritó, y aminoró
la marcha hasta parar a un costado de la carretera–. ¿Queréis cerrar la boca?
¿Queréis cerrar la boca un minuto? Si no's calláis, no iremos a ningún lado.
–Sería muy educativo pa ellos
–murmuró la abuela.
–Muy bien –dijo Bailey–, pero
meteros esto en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La
primera y la última.
–El camino de tierra donde
debes doblar queda dos kilómetros atrás –observó la abuela–. Lo vi cuando lo
pasamos.
–Un camino de tierra –gruñó
Bailey.
Después de dar la vuelta en
dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el
hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el
recibidor. John Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la
chimenea.
–No podéis entrar en esa casa
–dijo Bailey–. No sabéis quién vive allí.
–Mientras vosotros habláis con
la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por
una ventana –propuso John Wesley.
–Nos quedaremos todos en el
coche –dijo la madre.
Doblaron por el camino de
tierra y el coche avanzó a trompicones en un remolino de polvo colorado. La
abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer
cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era
abrupto y súbitamente se encontraban con charcos y curvas cerradas en
terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en lo alto de una colina, desde
donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían a lo largo
de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos
de una capa de polvillo.
–Mejor será que aparezca ese
lugar antes de un minuto –dijo Bailey–, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie
había pasado por aquel camino desde hacía meses.
–No falta mucho –comentó la
abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo
tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y
sus pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón.
En el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre
la cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el
hombro de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su
madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó
en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El
automóvil dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al
lado del camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato –de
rayas grises, cara blanca y hocico naranja– todavía agarrado al cuello como una
oruga.
Tan pronto como los chicos se
dieron cuenta de que podían mover los brazos y las piernas, salieron
arrastrándose del coche y gritaron: “¡Hemos tenío un accidente!”. La abuela
estaba hecha un ovillo bajo el salpicadero y esperaba estar tan malherida que
la furia de Bailey no cayera sobre ella. El pensamiento terrible que había
tenido antes del accidente era que la casa que recordaba tan vívidamente, no
estaba en Georgia, sino en Tennessee.
Bailey se quitó el gato del
cuello con ambas manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un
pino. Luego salió del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba
sentada en la cuneta, con el crío, que no paraba de llorar, en brazos, pero
solo había sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. “¡Hemos tenío un
accidente!”, gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
–Pero nadie se ha muerto
–señaló June Star con cierta desilusión, mientras la abuela salía renqueando
del coche, con el sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje
delantero roto y levantado en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a
un costado.
Se sentaron todos en la cuneta,
excepto los chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
–Tal vez pase algún coche –dijo
la madre de los niños con voz ronca.
–Creo que m'hecho daño en algún
órgano –comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los
dientes. Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un
azul vivo y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no
comentar que la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres
metros más arriba y solo podían ver las copas de los árboles al otro lado.
Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y
graves. A los pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto
de una colina; avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran
observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para
atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció
en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por
la que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un
coche fúnebre. Había tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y
durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacia donde
estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los
otros dos y se apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una
sudadera roja con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a
la derecha del grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una
floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de
rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la
cara. Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y
se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a
encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto
académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta.
Vestía unos téjanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un
sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
–¡Hemos tenío un accidente!
–gritaron los niños.
La abuela tuvo la extraña
sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que
era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién
era. Él se alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos
con sumo cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no
llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
–Buenas tardes –dijo–. Veo que
han tenío un accidente de na.
–¡Hemos dao dos vueltas de
campana! –dijo la abuela.
–Una –corrigió él–. Lo hemos
visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona –indicó en voz baja al muchacho
del sombrero gris.
–¿Pa qué lleva esa pistola?
–preguntó John Wesley–. ¿Qué va hacer con ella?
–Señora –dijo el hombre a la
madre de los chicos–, ¿le importaría decirles a esos chavales que se sienten a
su lao? Los críos me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
–¿Quién es usté pa decirnos lo
que debemos hacer? –preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de
los árboles se abrió como una oscura boca.
–Venir aquí –dijo la madre.
–Verá usted –dijo Bailey de
pronto–, estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se
levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.
–¡Usté es el Desequilibrado!
¡Lo he reconocío na más verlo!
–Sí, señora –dijo el hombre, que
sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran
reconocido–, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese
reconocío.
Bailey volvió la cabeza
bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La
anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
–Señora –dijo–, no se disguste.
A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle
d'esa manera.
–Tú no dispararías a una dama,
¿verdá? –dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a
secarse los ojos.
El Desequilibrado clavó la
punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
–No me gustaría na tener
qu'hacerlo.
–Escucha –dijo la abuela casi a
gritos–, sé qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los
demás. ¡Sé que debes de venir d'una buena familia!
–Sí, señora –afirmó él–, la
mejor del mundo. –Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes
blancos–. Dios nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un
corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja
se había colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El
Desequilibrado se acuclilló.
–Vigila a los niños, Bobby Lee
–dijo–. Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante
él y dio la impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
–No hay ni una nube en el cielo
–comentó alzando la vista–. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
–Sí, es un día hermoso –dijo la
abuela–. Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que
en el fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
–¡Calla! –gritó Bailey–.
¡Calla! ¡Callaros todos y dejarme a mí arreglar esto! –Estaba en cuclillas como
un atleta a punto de iniciar la carrera, pero no se movió.
–Muchas gracias, señora –dijo
el Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
–Tardaremos una media hora en
arreglar el coche –avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
–Bueno, primero tú y Bobby Lee
os lleváis a él y al niño allá –dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley–. Los muchachos quieren preguntarle algo
–explicó a Bailey–. ¿Le importaría acompañarlos hasta el bosque?
–Escuche –comenzó Bailey–,
¡estamos en un gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. –Y se le
quebró la voz. Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su
camisa, y se quedó absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para
ponerse bien el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le
desprendió entre los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó
caer al suelo.
Hiram levantó a Bailey
cogiéndolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano. John Wesley
agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se
encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio
la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
–¡Estaré de vuelta en un
minuto, espérame, mamá!
–¡Vuelve ahora mismo! –exclamó
la abuela, pero todos desaparecieron en el bosque–. ¡Bailey, hijo! –gritó con
voz trágica, pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que
estaba acuclillado delante de ella–. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno –le
dijo con desesperación–. ¡ No eres una persona corriente!
–No, no soy un hombre bueno
–repuso el Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su
afirmación con sumo cuidado–, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo
decía que yo era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas.
“Mira –decía mi viejo–, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin
preguntarse por qué y otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es
d'estos últimos. ¡Va estar en to!”
Se puso el sombrero y
súbitamente alzó la mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se
sintiera incómodo.
–Perdonen qu'esté sin camisa
delante de ustedes, señoras –añadió encorvando un poco los hombros–. Enterramos
la ropa que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que
consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
–No pasa na –observó la
abuela–. Tal vez Bailey tenga otra camisa en su maleta.
–Luego la buscaré –dijo el
Desequilibrado.
–¿Adónde se lo están llevando?
–gritó la madre de los niños.
–Papá era un gran tipo –dijo el
Desequilibrado–. No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las
autoridades. Tenía l'habilidá de saber tratarlos.
–Tú podrías ser honrado si te
lo propusieras –afirmó la abuela–. Piensa en lo bonito que sería establecerse
en algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el
tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en
el suelo con la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre
estas palabras.
–Sí, siempre hay alguien
persiguiéndote –murmuró.
La abuela reparó en cuan
delgados eran sus omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo
miraba desde arriba.
–¿Rezas alguna vez? –preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella
solo vio cómo el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
–No.
Sonó un disparo de pistola en
el bosque, seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la
anciana dio una sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los
árboles como una larga inspiración satisfecha.
–¡Bailey, hijo! –gritó.
–Durante un tiempo fui cantante
de gospel –explicó el Desequilibrado–. He sido casi to. Serví en el Ejército de
Tierra y en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de
sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un
tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. –Y miró a la madre de los chicos y a
la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos
vidriosos–. Hasta he visto azotar a una mujer.
–Reza, reza –empezó a repetir
la abuela–, reza, reza...
–No era un chico malo por lo
que recuerdo –prosiguió el Desequlibrado con voz casi soñadora–, pero en algún
momento hice algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la
atención de la abuela con una mirada fija.
–Fue entonces cuando deberías
haber comenzado a rezar –dijo ella–. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la
penitenciaría la primera vez?
–Doblabas a la derecha y había
una pared –explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin
nubes–. Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el
techo, mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me
quedaba sentado allí tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de
hoy, no lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue
así.
–Tal vez t'encerraron por error
–apuntó la anciana.
–No –dijo él–. No hubo error.
Había pruebas contra mí.
–Tal vez robaste algo.
El Desequilibrado soltó una
risita burlona.
–Nadie tenía na que yo
quisiese. Un jefe de médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho
fue matar a mi padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos
diecinueve de la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso.
L'enterraron en el cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté
puede ir y verlo por sí misma.
–Si rezaras –dijo la anciana–,
Cristo te ayudaría.
–Así es.
–Entonces, ¿por qué no rezas?
–preguntó ella, temblando de súbita alegría.
–No quiero ninguna ayuda. Solo,
las cosas me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron
del bosque con paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros
azules estampados.
–Tírame esa camisa, Bobby Lee
–dijo el Desequilibrado.
La camisa llegó volando,
aterrizó en su hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le
hacía recordar esa camisa.
–No, señora –prosiguió el
Desequilibrado mientras se abrochaba los botones–, comprendí que el delito da
igual. Puedes hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una
rueda del coche, porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y
simplemente te castigan por ello.
La madre de los chicos comenzó
a emitir sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
–Señora –dijo él–, ¿podrían
usted y la pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
–Sí, gracias –dijo la madre
débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había
quedado dormido, en el otro.
–Ayuda a la señora, Hiram –dijo
el Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja–. Y
tú, Bobby Lee, coge a la pequeña de la mano.
–No quiero que me dé la mano
–replicó June Star–. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y
se rió, la cogió de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la
madre.
Sola con el Desequilibrado, la
abuela se dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el
cielo, y tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso
decirle que debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera
algo. Finalmente se encontró a sí misma diciendo: “Jesús, Jesús”. Quería decir
“Jesús t'ayudará”, pero de la manera en que lo decía era como si estuviera
maldiciendo.
–Sí, señora –dijo el
Desequilibrado como si le estuviera dando la razón–. Jesús rompió el equilibrio
de todo. Le ocurrió lo mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún
crimen y en mi caso pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los
documentos contra mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso
ahora pongo la firma. Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas
to lo qu'haces y te quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y
podrás contraponer el delito con el castigo y ver si se corresponden y al final
tendrás algo pa probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el
Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se
correspondan con lo que he soportao durante’l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en
el bosque, seguido de inmediato por un disparo.
–¿Le parece bien a usté,
señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
–¡Jesús! –gritó la anciana–.
¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes
d'una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré
to el dinero que tengo!
–Señora –repuso el
Desequilibrado mirando hacia el bosque–, nunca ha habido un cadáver que diera
una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y
la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó:
“¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!”, como si fuera a partírsele el corazón.
–Jesús es el único qu'ha
resucitao a los muertos –continuó el Desequilibrado–, y no tendría qu'haberlo
hecho. Rompió el equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces solo te
queda dejarlo to y seguirlo, y si no lo hacía, entonces solo te queda disfrutar
de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o
quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad
–dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.
–Tal vez no resucitó a los
muertos –murmuró la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan
mareada que se dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
–Yo no estaba allí, así que no
puedo decir que no lo hizo –repuso el Desequilibrado–. Ojalá hubiera estado
allí –añadió golpeando el suelo con el puño–. No está bien que no estuviera
allí, porque d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora –añadió alzando la voz–,
d'haber estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de
quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del
hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y
entonces murmuró:
–¡Si eres uno de mis niños!
¡Eres uno de mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el
hombro. El Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una
serpiente y le disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el
suelo, se quitó las gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron
del bosque y se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que
estaba medio sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas
cruzadas como las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del
Desequilibrado estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e
indefensa.
–Llevárosla y dejarla donde
habéis dejao a los otros –dijo, y cogió al gato, que se estaba refregando
contra su pierna.
–Era una charlatana –dijo Bobby
Lee, y descendió a la zanja canturreando.
–Habría sido una buena mujer
–dijo el Desequilibrado– si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada
minuto de su vida.
–¡Menuda diversión! –dijo Bobby
Lee.
–Cállate, Bobby Lee –dijo el
Desequilibrado–. No hay verdadero placer en la vida.
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