M. Vargas Llosa – Washington, marzo de 1980
Aunque, en un sentido, se puede decir que La señorita de Tacna se ocupa de temas
como la vejez, la familia, el orgullo, el destino individual, hay un asunto
anterior y constante que envuelve a todos los demás y que ha resultado, creo,
la columna vertebral de esta obra: cómo y por qué nacen las historias. No digo
cómo y por qué se escriben – aunque Belisario sea un escritor-, pues la
literatura solo es una provincia de ese vasto quehacer –inventar historias-
presente en todas las culturas, incluidas aquellas que desconocen la escritura.
Como para las sociedades, para el individuo es
también una actividad primordial, una necesidad de la existencia, una manera de
sobrellevar la vida. ¿Por qué necesita el hombre contar y contarse historias?
Quizá porque, como la Mamaé , así lucha
contra la muerte y los fracasos, adquiere cierta ilusión de permanencia y de
desagravio. Es una manera de recuperar, dentro de un sistema que la memoria
estructura con ayuda de la fantasía, ese pasado que cuando era experiencia
vivida tenía el semblante del caos. El cuento, la ficción, gozan de aquello que
la vida vivida – en su vertiginosa complejidad e imprevisibilidad- siempre
carece: un orden, una coherencia, una perspectiva, un tiempo cerrado que
permite determinar la jerarquía de las cosas y de los hechos, el valor de las
personas, los efectos y las causas, los vínculos entre las acciones. Para
conocer lo que somos, como individuos y como pueblos, no tenemos otro recurso
que salir de nosotros mismos y, ayudados
por la memoria y la imaginación, proyectarnos en esas “ficciones” que hacen de
lo que somos algo paradójicamente semejante y distinto de nosotros. La ficción
es el hombre “completo”, en su verdad y en su mentira confundidas.
Las historias son rara vez fieles a aquello que
aparentan historiar, por lo menos en un sentido cuantitativo: la palabra, dicha
o escrita, es una realidad en si misma que trastoca aquello que supuestamente
transmite, y la memoria es tramposa, selectiva, parcial. Sus vacíos, por lo
general deliberados, los rellena la imaginación: no hay historias sin elementos
añadidos. Estos no son jamás gratuitos, casuales; se hallan gobernados por esa
extraña fuerza que no es la lógica de la razón sino la de la oscura sinrazón.
Inventar no es, a menudo, otra cosa que tomarse
ciertos desquites contra la vida que nos cuesta vivir, perfeccionándola o
envileciéndola de acuerdo a nuestros apetitos o a nuestro rencor; es rehacer la
experiencia, rectificar la historia real en la dirección que nuestros deseos
frustrados, nuestros sueños rotos, nuestra alegría o nuestra cólera reclaman.
En este sentido, ese arte de mentir que es el del cuento es, también,
asombrosamente, el de comunicar una recóndita verdad humana.
En su indiscernible mezcla de cosas ciertas y
fraguadas, de experiencias vividas e imaginarias, el cuento es una de las
escasas formas –quizá la única- capaz de expresar esa unidad que es el hombre
que vive y el que sueña, el de la realidad y el de los deseos.
“El criterio de la verdad es haberla fabricado”,
escribió Giambattista Vico, quien sostuvo, en una época de gran beatería
científica, que el hombre sólo era capaz de conocer realmente aquello que él
mismo producía. Es decir, no la
Naturaleza sino la Historia (la otra, aquella con mayúscula). ¿Es
cierto eso? No lo sé, pero su definición describe maravillosamente la verdad de
las historias con minúscula, la verdad de la literatura. Esta verdad no reside
en la semejanza o esclavitud de lo escrito o dicho –de lo inventado- a una
realidad distinta, “objetiva”, superior, sino en sí misma en su condición de
cosa creada a partir de las verdades y mentiras que constituyen la ambigua
totalidad humana.
Siempre me ha fascinado ese curioso proceso que es
el nacimiento de una ficción. Llevo ya bastantes años escribiéndolas y nunca ha
dejado de intrigarme y sorprenderme el imprevisible, escurridizo camino que
sigue la mente para, escarbando en los recuerdos, apelando a los más secretos
deseos, impulsos, pálpitos, “inventar” una historia. Cuando escribía esta pieza
de teatro en la que estaba seguro de recrear (con abundantes traiciones) la
aventura de un personaje familiar al que estuvo atada mi infancia, no
sospechaba que, con ese pretexto, estaba, más bien, tratando de atrapar en una
historia aquella –inasible, cambiante, pasajera, eterna- manera de que están
hechas las historias.