sábado, 1 de noviembre de 2014

Un hombre bueno es difícil de encontrar

Por Flannery O´Connor

La abuela no quería ir a Florida. Quería visitar a algunos de sus conocidos en el este de Tennessee y no perdía oportunidad para intentar que Bailey cambiase de opinión. Bailey era el hijo con quien vivía, el único varón que tuvo. Estaba sentado en el borde de la silla, a la mesa, reclinado sobre la sección deportiva del Journal.
–Mira esto, Bailey –dijo ella–, mira esto, léelo.
Y se puso en pie, con una mano en la delgada cadera mientras con la otra golpeaba la cabeza calva de su hijo con el periódico.
–Aquí, ese tipo que s'hace llamar el Desequilibrado s'ha escapao de la Penitenciaría Federal y se encamina a Florida, lee aquí lo que hizo a esa gente. Léelo. Yo no llevaría a mis hijos a ninguna parte con un criminal d'esa calaña suelto por ahí. No podría acallar mi conciencia si lo hiciera.
Bailey no levantó la cabeza, así que la abuela dio media vuelta y se dirigió a la madre de los niños, una mujer joven en pantalones, cuya cara era tan ancha e inocente como un repollo, con un pañuelo verde atado con dos puntas en lo alto de la cabeza, como orejas de conejo. Estaba sentada en el sofá, alimentando al bebé con albaricoques que sacaba de un tarro.
–Los niños y'han estao en Florida –dijo la anciana señora–. Deberíais llevarlos a otro sitio pa variar, así verían otras partes del mundo y aprenderían otras cosas. Nunca han ido al este de Tennessee.
La madre de los niños no pareció oírla, pero el de ocho años, John Wesley, un niño robusto con gafas, dijo:
–Si no quieres ir a Florida, ¿por qué no te quedas en casa?
Él y su hermanita, June Star, estaban leyendo las páginas de entretenimiento en el suelo.
–No se quedaría en casa aunque la nombraran reina por un día –dijo June Star sin levantar su cabeza amarilla.
–¿Y qué haríais si este sujeto, el Desequilibrado, os cogiera? –preguntó la abuela.
–Le daría un puñetazo en la cara –respondió John Wesley.
–No se quedaría en casa ni por un millón de dólares –afirmó June Star–. Teme perderse algo. Tiene que ir a donde vayamos.
–Muy bien, señorita –dijo la abuela–. Acuérdate d'eso la próxima vez que me pidas que te rice el pelo.
June Star dijo que sus rizos eran naturales.
A la mañana siguiente la abuela fue la primera en subir al coche, lista para partir. A un costado dispuso su gran bolsa de viaje negra que parecía la cabeza de un hipopótamo y debajo de ella escondía una cesta con Pitty Sing, el gato, en el interior. No tenía la menor intención de dejar solo al gato durante tres días, porque este la echaría mucho de menos y ella temía que se frotara con la llave del gas y se asfixiara por accidente. A su hijo, Bailey, no le gustaba llevar un gato a un motel.
Se sentó en el centro del asiento trasero, con John Wesley y June Star a cada lado. Bailey, la madre de los niños, y el bebé se sentaron delante. Y así salieron de Atlanta, a las ocho y cuarenta y cinco, con el cuentakilómetros del coche en 89.927. La abuela lo anotó, porque pensó que sería interesante decir cuántos kilómetros habían hecho cuando regresaran. Tardaron veinte minutos en llegar a las afueras de la ciudad.
La anciana se sentó cómodamente, se quitó los guantes de algodón y los dejó con su bolso en la repisa de la ventanilla de atrás. La madre de los niños aún llevaba los pantalones y la cabeza atada con el pañuelo verde; la abuela, en cambio, llevaba un sombrero de paja azul marino con un ramillete de violetas blancas en el ala y un vestido azul marino con pequeños lunares blancos. El cuello y los puños eran de organdí blanco adornado con encaje, y en el cuello se había prendido un ramillete de violetas de tela de color púrpura perfumado. En caso de accidente, cualquiera que la viera muerta en la carretera sabría al instante que era una dama.
Dijo que pensaba que sería un buen día para conducir, pues no hacía demasiado calor ni demasiado frío, y advirtió a Bailey que el límite de velocidad era de ochenta kilómetros por hora, que los coches patrulla se escondían detrás de carteles publicitarios y de pequeños grupos de árboles y que podían salir disparados en su persecución sin darle tiempo a aminorar la marcha. Señaló los detalles interesantes del paisaje: la montaña Stone, el granito azul que en algunos lugares asomaba a ambos lados de la carretera, las lomas de brillante arcilla roja ligeramente rayadas de púrpura, y las mieses que trazaban líneas de encaje verde sobre el terreno. Los árboles estaban llenos de la luz blanca y plateada del sol y hasta los más míseros destellaban. Los chicos leían tebeos y su madre se había dormido.
–Pasemos Georgia a toda velocidad, así no tendremos que verla mucho –dijo John Wesley.
–Si yo fuera un niño –dijo la abuela–, no hablaría d'esa manera de mi estado natal. Tennessee tiene montañas y Georgia, colinas.
–Tennessee n'es más que un muladar lleno de paletos y Georgia es también un estado asqueroso.
–Tú l'has dicho –dijo June Star.
–En mis tiempos –dijo la abuela entrecruzando los dedos, delgados y venosos–, los niños tenían más respeto por su estado natal y por sus padres y por to lo demás. La gente era buena entonces. ¡Oh, mirar qué negrito más mono! –Y señaló a un niño negro plantado ante la puerta de una choza–. Qué estampa más bonita, ¿verdá?
Todos se volvieron para mirar al negrito por la luna trasera.
El saludó con la mano.
–Ese chico no llevaba pantalones –observó June Star.
–Probablemente no tiene –explicó la abuela–. Los negritos del campo no tienen las cosas que nosotros tenemos. Si supiera pintar, pintaría ese cuadro.
Los niños intercambiaron sus revistas.
La abuela se ofreció a coger al bebé y la madre de los chicos se lo pasó por encima del asiento delantero. La abuela lo sentó sobre sus rodillas y le hizo el caballito y le explicó lo que se veía por la ventanilla. Puso los ojos en blanco, frunció los labios y apretó su cara delgada y curtida contra la piel blanda y suave. De vez en cuando, el bebé le dedicaba una sonrisa distraída. Pasaron junto a un vasto campo de algodón con cinco o seis tumbas en medio, rodeadas de un cerco, como una isla pequeñita.
–¡Mirar el camposanto! –dijo la abuela señalándolo–. Era el antiguo camposanto de la familia. Pertenecía a la plantación.
–¿Dónde está la plantación? –preguntó John Wesley.
–El viento se la llevó –dijo la abuela–. Ja, ja.
Cuando los chicos terminaron de leer todos las revistas que habían llevado, abrieron la caja del almuerzo y se lo comieron. La abuela comió un bocadillo de mantequilla de cacahuete y una aceituna, y no permitió que los chicos arrojasen la caja y las servilletas de papel por la ventanilla. Cuando no tuvieron otra cosa que hacer, se pusieron a jugar; elegían una nube y los otros tenían que adivinar qué forma sugería. John Wesley eligió una con forma de vaca y June Star adivinó la vaca y John Wesley dijo: “No, un coche”, y June Star dijo que hacía trampas y comenzaron a pegarse por encima de la abuela.
La abuela dijo que les contaría un cuento si se estaban calladitos. Cuando contaba un cuento, ponía los ojos en blanco, movía la cabeza y era muy histriónica. Contó que una vez, cuando era jovencita, la había cortejado un tal señor Edgar Atkins Teagarden, de Jasper, Georgia. Dijo que era un hombre muy apuesto y un caballero, y que todos los sábados por la tarde le llevaba una sandía con sus iniciales grabadas, E. A. T. Pues bien, un sábado por la tarde, el señor Teagarden llevó la sandía y no había nadie en la casa; la dejó en el porche de entrada y volvió a Jasper en su calesa, pero ella nunca vio la sandía, explicó, porque un chico negro se la comió cuando vio las iniciales, E. A. T.: come. A John Wesley le hizo mucha gracia la historia y reía y reía, pero June Star opinó que no tenía nada de gracioso. Dijo que nunca se casaría con un hombre que sólo le trajera una sandía los sábados. La abuela dijo que habría hecho muy bien en casarse con el señor Teagarden, porque era un caballero y había comprado acciones de Coca-Cola cuando salieron al mercado y había muerto, hacía unos pocos años, muy rico.
Se detuvieron en The Tower para tomar unos bocadillos calientes. The Tower era una gasolinera y sala de baile, en parte de estuco y en parte de madera, en un claro en las afueras de Timothy. Lo regentaba un hombre gordo llamado Red Sammy Butts, y había letreros aquí y allá sobre el edificio y a lo largo de varios kilómetros de la carretera que rezaban: PRUEBA LA FAMOSA BARBACOA DE RED SAMMY. ¡NADA IGUALA AL FAMOSO RED SAMMY! EL GORDO DE LA SONRISA FELIZ. ¡UN VETERANO! ¡RED SAMMY ES EL HOMBRE QUE NECESITAS!
Red Sammy estaba tendido en el suelo fuera de The Tower con la cabeza bajo una camioneta, mientras un mono gris de unos treinta centímetros de altura, encadenado a un árbol del paraíso pequeño, chillaba cerca. El mono saltó hacia el arbolito y se encaramó a la rama más alta apenas vio a los chicos apearse del coche y correr hacia él.
El interior de The Tower era una larga habitación oscura con una barra en un extremo y mesas en el otro y una pista de baile en medio. Todos se sentaron a una mesa cerca de la máquina de discos y la esposa de Red Sam, una mujer alta y bronceada con ojos y cabellos más claros que la piel, llegó y tomó nota de lo que querían. La madre de los chicos insertó una moneda en la máquina y se pudo escuchar el “Vals de Tennessee”, y la abuela dijo que esa melodía siempre le daba ganas de bailar. Preguntó a Bailey si quería bailar, pero él tan sólo la miró. No era de natural alegre como ella y los viajes lo ponían nervioso. Los ojos marrones de la abuela resplandecían. Movió la cabeza de un lado a otro e hizo como si bailara en la silla. June Star dijo que pusieran algo para que ella pudiera bailar claque. Entonces la madre de los niños metió otra moneda y eligió una pieza más movida; June Star saltó a la pista de baile y bailó el claque de costumbre.
–¡Qué graciosa! –exclamó la mujer de Red Sam, inclinada sobre la barra–. ¿Te gustaría quedarte aquí y ser mi pequeñita?
–Claro que no –contestó June Star–. No viviría en un lugar medio en ruinas como este ni por un millón de dólares.
Y salió corriendo hacia la mesa.
–¡Qué graciosa! –repitió la mujer, estirando la boca con amabilidad.
–¿No te da vergüenza? –susurró la abuela.
Red Sam entró y le dijo a su mujer que dejara de holgazanear en la barra y que se apresurara a servir a esa gente. Los pantalones caquis le llegaban hasta las caderas y la barriga le caía sobre ellos como un saco de comida bamboleante bajo la camisa. Se acercó y se sentó a una mesa cercana; emitió una mezcla de suspiro y gritito en falsete.
–No hay manera. No hay manera –dijo, y se secó la cara sudorosa y roja con un pañuelo gris–. En estos tiempos que corren, no se sabe en quién confiar. ¿No es verdá?
–Desde luego, la gente ya no es como antes –sentenció la abuela.
–La semana pasada vinieron aquí dos tipos –explicó Red Sammy– que conducían un Chrysler. Un coche muy baqueteado pero bueno, y los muchachos me parecieron decentes. Dijeron que trabajaban en el molino y ¿sabéis que les permití poner en la cuenta la gasolina que compraron? ¿Por qué hice yo semejante cosa?
–¡Porque usté es un hombre bueno! –contestó de inmediato la abuela.
–Bueno, supongo que es así –dijo Red Sammy como si su respuesta lo hubiera dejado atónito.
La mujer sirvió lo que habían pedido. Llevaba los cinco platos al mismo tiempo sin usar bandeja, dos en cada mano y uno en equilibrio sobre el brazo.
–No hay una sola alma en este mundo de Dios en la que se pueda confiar –dijo–. Y yo no excluyo a nadie de la lista, a nadie –afirmó mirando a Red Sammy.
–¿Han leído algo sobre ese criminal, el Desequilibrado, que se escapó? –preguntó la abuela.
–No me sorprendería na que llegase a atacar este lugar –dijo la mujer–. Si oye lo qu'hay aquí, no me sorprendería verlo. Si se entera de que hay dos centavos en la caja, no me sorprendería que...
–Basta –dijo Red Sam–. Trae las Coca-Colas a esta gente.
Y la mujer se retiró a buscar el resto del pedido.
–Un hombre bueno es difícil d'encontrar –dijo Red Sammy–. Las cosas s'están poniendo cada vez más feas. Yo m'acuerdo de qu'antes podías salir sin echar el cerrojo a la puerta. Eso s'acabó.
Él y la abuela hablaron de tiempos mejores. La anciana dijo que en su opinión Europa tenía la culpa de la situación actual. Dijo que por la manera en que actuaba Europa se podía llegar a pensar que estábamos hechos de dinero, y Red Sammy dijo que no valía la pena hablar de eso y que tenía toda la razón. Los chicos salieron corriendo a la luz blanca del sol y observaron al mono encadenado al árbol. Estaba entretenido quitándose pulgas y las mordía una a una como si se tratase de un bocado exquisito.
De nuevo partieron en la tarde calurosa. La abuela dormitaba y se despertaba a cada rato con sus propios ronquidos. En las afueras de Toombsboro se despertó y se acordó de una vieja plantación que había visitado en los alrededores una vez, cuando era joven. Dijo que la mansión tenía seis columnas blancas en el frente y que había una avenida de robles que conducía hasta la casa y dos pequeñas glorietas con enrejado de madera donde te sentabas con tu pretendiente después de pasear por el jardín. Recordaba con exactitud por qué carretera había que doblar para llegar allí. Sabía que Bailey no estaría dispuesto a perder el tiempo viendo una casa vieja, pero cuanto más hablaba de ella más ganas tenía de volver a verla y comprobar si las dos pequeñas glorietas seguían en pie.
–Había un panel secreto en la casa –afirmó astutamente, sin decir la verdad pero deseando que lo fuera–, y se contaba que toda la plata de la familia estaba escondida allí cuando llegó Sherman, pero nunca la encontraron...
–¡Eeeh! –dijo John Wesley–. ¡Vamos a verlo! ¡L'encontraremos nosotros! ¡Lo registraremos to y l'encontraremos! ¿Quién vive allí? ¿Dónde hay que girar? Eh, papá, ¿no podemos girar allí?
–¡Nunca hemos visto una casa con un panel secreto! –chilló June Star–. ¡Vayamos a la casa con el panel secreto! Eh, papá, ¿no podemos ir a ver la casa con el panel secreto?
–No está lejos d'aquí, lo sé –aseguró la abuela–. No tardaríamos más de veinte minutos.
Bailey miraba al frente. Tenía la mandíbula tan rígida como la herradura de un caballo.          
–No –dijo.
Los chicos comenzaron a alborotar y a gritar que querían ver la casa con el panel secreto. John Wesley la emprendió a patadas contra el respaldo del asiento delantero, y June Star se colgó del hombro de su madre y le gimoteó desesperada al oído que nunca se divertían, ni siquiera en vacaciones, que nunca les dejaban hacer lo que querían. El bebé empezó a llorar y John Wesley pateó el respaldo del asiento, con tal fuerza que su padre notó los golpes en los riñones.
–¡Muy bien! –gritó, y aminoró la marcha hasta parar a un costado de la carretera–. ¿Queréis cerrar la boca? ¿Queréis cerrar la boca un minuto? Si no's calláis, no iremos a ningún lado.
–Sería muy educativo pa ellos –murmuró la abuela.
–Muy bien –dijo Bailey–, pero meteros esto en la cabeza: es la única vez que vamos a parar por algo así. La primera y la última.
–El camino de tierra donde debes doblar queda dos kilómetros atrás –observó la abuela–. Lo vi cuando lo pasamos.
–Un camino de tierra –gruñó Bailey.
Después de dar la vuelta en dirección al camino de tierra, la abuela recordó otros detalles de la casa, el hermoso vidrio sobre la puerta de entrada y la lámpara de velas en el recibidor. John Wesley dijo que el panel secreto probablemente estaría en la chimenea.
–No podéis entrar en esa casa –dijo Bailey–. No sabéis quién vive allí.
–Mientras vosotros habláis con la gente delante de la casa, yo correré hacia la parte d'atrás y entraré por una ventana –propuso John Wesley.
–Nos quedaremos todos en el coche –dijo la madre.
Doblaron por el camino de tierra y el coche avanzó a trompicones en un remolino de polvo colorado. La abuela recordó los tiempos en que no había carreteras pavimentadas y hacer cincuenta kilómetros representaba un día de viaje. El camino de tierra era abrupto y súbitamente se encontraban con charcos y curvas cerradas en terraplenes peligrosos. Tan pronto se hallaban en lo alto de una colina, desde donde se dominaban las copas azules de los árboles que se extendían a lo largo de kilómetros, como en una depresión rojiza dominada por los árboles cubiertos de una capa de polvillo.
–Mejor será que aparezca ese lugar antes de un minuto –dijo Bailey–, o daré la vuelta.
Daba la impresión de que nadie había pasado por aquel camino desde hacía meses.
–No falta mucho –comentó la abuela, y apenas lo hubo dicho cuando tuvo un pensamiento horrible. Le produjo tal vergüenza que la cara se le puso colorada y se le dilataron las pupilas y sus pies dieron un salto, de modo que movieron la bolsa de viaje en el rincón. En el momento en que se movió la bolsa, el periódico que había colocado sobre la cesta se levantó con un maullido y Pitty Sing, el gato, saltó sobre el hombro de Bailey.
Los chicos cayeron al suelo y su madre, con el bebé en brazos, salió disparada por la portezuela y se desplomó en la tierra; la vieja dama se vio arrojada hacia el asiento delantero. El automóvil dio una vuelta y aterrizó sobre el costado derecho, en una zanja al lado del camino. Bailey se quedó en el asiento del conductor con el gato –de rayas grises, cara blanca y hocico naranja– todavía agarrado al cuello como una oruga.
Tan pronto como los chicos se dieron cuenta de que podían mover los brazos y las piernas, salieron arrastrándose del coche y gritaron: “¡Hemos tenío un accidente!”. La abuela estaba hecha un ovillo bajo el salpicadero y esperaba estar tan malherida que la furia de Bailey no cayera sobre ella. El pensamiento terrible que había tenido antes del accidente era que la casa que recordaba tan vívidamente, no estaba en Georgia, sino en Tennessee.
Bailey se quitó el gato del cuello con ambas manos y lo arrojó por la ventanilla contra el tronco de un pino. Luego salió del coche y empezó a buscar a la madre de los chicos. Estaba sentada en la cuneta, con el crío, que no paraba de llorar, en brazos, pero solo había sufrido un corte en la cara y tenía un hombro roto. “¡Hemos tenío un accidente!”, gritaban los chicos en un delirio de felicidad.
–Pero nadie se ha muerto –señaló June Star con cierta desilusión, mientras la abuela salía renqueando del coche, con el sombrero todavía prendido a la cabeza pero el encaje delantero roto y levantado en un airoso ángulo y el ramito de violetas caído a un costado.
Se sentaron todos en la cuneta, excepto los chicos, para recobrarse de la conmoción. Estaban todos temblando.
–Tal vez pase algún coche –dijo la madre de los niños con voz ronca.
–Creo que m'hecho daño en algún órgano –comentó la abuela apretándose el costado, pero nadie le prestó atención.
A Bailey le castañeteaban los dientes. Llevaba una camisa amarilla de sport, con un estampado de loros en un azul vivo y tenía la cara tan amarilla como la camisa. La abuela decidió no comentar que la casa en cuestión estaba en Tennessee.
La carretera quedaba unos tres metros más arriba y solo podían ver las copas de los árboles al otro lado. Detrás de la cuneta donde estaban sentados había más árboles, altos, oscuros y graves. A los pocos minutos divisaron un coche a cierta distancia, en lo alto de una colina; avanzaba lentamente como si sus ocupantes los estuvieran observando. La abuela se puso en pie y agitó los brazos dramáticamente para atraer su atención. El automóvil continuó avanzando con lentitud, desapareció en un recodo y volvió a aparecer, rodando aún más despacio, sobre la colina por la que ellos habían pasado. Era un vehículo grande y baqueteado, parecido a un coche fúnebre. Había tres hombres dentro.
Se detuvo justo a su lado y durante unos minutos el conductor miró fija e inexpresivamente hacia donde estaban sentados, sin decir palabra. Luego volvió la cabeza, susurró algo a los otros dos y se apearon. Uno era un muchacho gordo con pantalones negros y una sudadera roja con un semental plateado estampado delante. Caminó, se colocó a la derecha del grupo y se quedó mirándolos con la boca entreabierta en una floja sonrisa burlona. El otro llevaba pantalones color caqui, una chaqueta de rayas azules y un sombrero gris echado hacia delante que le tapaba casi toda la cara. Se acercó despacio por la izquierda. Ninguno de los dos habló.
El conductor salió del coche y se quedó junto a él mirándolos. Era mayor que los otros. Su pelo empezaba a encanecer y llevaba unas gafas con montura plateada que le daban aspecto académico. Tenía el rostro largo y arrugado, y no llevaba camisa ni camiseta. Vestía unos téjanos que le quedaban demasiado ajustados y llevaba en la mano un sombrero y una pistola. Los dos muchachos llevaban pistolas.
–¡Hemos tenío un accidente! –gritaron los niños.
La abuela tuvo la extraña sensación de que conocía al hombre de las gafas. Le sonaba tanto su cara que era como si le hubiera conocido de toda la vida, pero no lograba recordar quién era. Él se alejó del coche y empezó a bajar por el terraplén dando los pasos con sumo cuidado para no resbalar. Calzaba zapatos blancos y marrones y no llevaba calcetines; sus tobillos eran flacos y rojos.
–Buenas tardes –dijo–. Veo que han tenío un accidente de na.
–¡Hemos dao dos vueltas de campana! –dijo la abuela.
–Una –corrigió él–. Lo hemos visto. Hiram, prueba el coche a ver si funciona –indicó en voz baja al muchacho del sombrero gris.
–¿Pa qué lleva esa pistola? –preguntó John Wesley–. ¿Qué va hacer con ella?
–Señora –dijo el hombre a la madre de los chicos–, ¿le importaría decirles a esos chavales que se sienten a su lao? Los críos me ponen nervioso. Quiero que se queden sentados juntos.
–¿Quién es usté pa decirnos lo que debemos hacer? –preguntó June Star.
Detrás de ellos, la línea de los árboles se abrió como una oscura boca.
–Venir aquí –dijo la madre.
–Verá usted –dijo Bailey de pronto–, estamos en un apuro. Estamos en...
La abuela soltó un chillido. Se levantó trabajosamente y lo miró de hito en hito.
–¡Usté es el Desequilibrado! ¡Lo he reconocío na más verlo!
–Sí, señora –dijo el hombre, que sonrió levemente como si estuviera satisfecho a pesar de que lo hubieran reconocido–, pero habría sido mejor pa todos ustedes, señora, que no me hubiese reconocío.
Bailey volvió la cabeza bruscamente y dijo a su madre algo que dejó atónitos hasta a los niños. La anciana se echó a llorar y el Desequilibrado se ruborizó.
–Señora –dijo–, no se disguste. A veces un hombre dice cosas que no piensa. No creo qu'haya querido hablarle d'esa manera.
–Tú no dispararías a una dama, ¿verdá? –dijo la abuela, que se sacó un pañuelo limpio del puño y empezó a secarse los ojos.
El Desequilibrado clavó la punta del zapato en el suelo, hizo un pequeño hoyo y luego lo tapó de nuevo.
–No me gustaría na tener qu'hacerlo.
–Escucha –dijo la abuela casi a gritos–, sé qu'eres un buen hombre. No pareces tener la misma sangre que los demás. ¡Sé que debes de venir d'una buena familia!
–Sí, señora –afirmó él–, la mejor del mundo. –Cuando sonreía mostraba una hilera de fuertes dientes blancos–. Dios nunca creó a una mujer mejor que mi madre, y papá tenía un corazón d'oro puro.
El muchacho de la sudadera roja se había colocado detrás de ellos con la pistola en la cadera. El Desequilibrado se acuclilló.
–Vigila a los niños, Bobby Lee –dijo–. Sabes que me ponen nervioso.
Miró a los seis apiñados ante él y dio la impresión de estar incómodo, como si no se le ocurriera qué decir.
–No hay ni una nube en el cielo –comentó alzando la vista–. No se ve el sol, pero tampoco hay nubes.
–Sí, es un día hermoso –dijo la abuela–. Escucha, no te tendrías que apodar el Desequilibrado, porque yo sé que en el fondo eres un hombre bueno. Con solo mirarte ya me doy cuenta.
–¡Calla! –gritó Bailey–. ¡Calla! ¡Callaros todos y dejarme a mí arreglar esto! –Estaba en cuclillas como un atleta a punto de iniciar la carrera, pero no se movió.
–Muchas gracias, señora –dijo el Desequilibrado, y dibujó un circulito con la culata de la pistola.
–Tardaremos una media hora en arreglar el coche –avisó Hiram mirando por encima del capó abierto.
–Bueno, primero tú y Bobby Lee os lleváis a él y al niño allá –dijo el Desequilibrado señalando a Bailey y a John Wesley–. Los muchachos quieren preguntarle algo –explicó a Bailey–. ¿Le importaría acompañarlos hasta el bosque?
–Escuche –comenzó Bailey–, ¡estamos en un gran aprieto! Nadie se da cuenta de lo qu'es esto. –Y se le quebró la voz. Tenía los ojos tan azules y brillantes como los loros de su camisa, y se quedó absolutamente inmóvil.
La abuela levantó la mano para ponerse bien el ala del sombrero como si fuera al bosque con él, pero se le desprendió entre los dedos. Se quedó mirándola y después de un segundo la dejó caer al suelo.
Hiram levantó a Bailey cogiéndolo del brazo como si estuviera ayudando a un anciano. John Wesley agarró la mano de su padre y Bobby Lee se colocó detrás de ellos. Se encaminaron hacia el bosque y, cuando llegaron al borde oscuro, Bailey se dio la vuelta y, apoyándose contra el tronco gris y pelado de un pino, gritó:
–¡Estaré de vuelta en un minuto, espérame, mamá!
–¡Vuelve ahora mismo! –exclamó la abuela, pero todos desaparecieron en el bosque–. ¡Bailey, hijo! –gritó con voz trágica, pero se encontró con que estaba mirando al Desequilibrado, que estaba acuclillado delante de ella–. Sé muy bien qu'eres un hombre bueno –le dijo con desesperación–. ¡ No eres una persona corriente!
–No, no soy un hombre bueno –repuso el Desequilibrado un instante después, como si hubiera considerado su afirmación con sumo cuidado–, pero tampoco soy lo peor del mundo. Mi viejo decía que yo era un perro de raza diferente de la de mis hermanos y hermanas. “Mira –decía mi viejo–, hay algunos que pueden vivir toa su vida sin preguntarse por qué y otros que tienen que saber el porqué, y este muchacho es d'estos últimos. ¡Va estar en to!”
Se puso el sombrero y súbitamente alzó la mirada y la dirigió hacia el bosque como si de nuevo se sintiera incómodo.
–Perdonen qu'esté sin camisa delante de ustedes, señoras –añadió encorvando un poco los hombros–. Enterramos la ropa que teníamos cuando escapamos y nos apañamos con lo que tenemos hasta que consigamos algo mejor. Esta ropa nos la prestaron unos tipos que encontramos.
–No pasa na –observó la abuela–. Tal vez Bailey tenga otra camisa en su maleta.
–Luego la buscaré –dijo el Desequilibrado.
–¿Adónde se lo están llevando? –gritó la madre de los niños.
–Papá era un gran tipo –dijo el Desequilibrado–. No había quien l'engañara. Pero nunca tuvo problemas con las autoridades. Tenía l'habilidá de saber tratarlos.
–Tú podrías ser honrado si te lo propusieras –afirmó la abuela–. Piensa en lo bonito que sería establecerse en algún sitio y vivir cómodamente sin que nadie t'estuviera persiguiendo to el tiempo.
El Desequilibrado escarbaba en el suelo con la culata de la pistola como si estuviera reflexionando sobre estas palabras.
–Sí, siempre hay alguien persiguiéndote –murmuró.
La abuela reparó en cuan delgados eran sus omóplatos detrás del sombrero, porque estaba de pie y lo miraba desde arriba.
–¿Rezas alguna vez? –preguntó.
Él negó con la cabeza. Ella solo vio cómo el sombrero negro se movía entre sus omóplatos.
–No.
Sonó un disparo de pistola en el bosque, seguido de inmediato por otro. Luego, silencio. La cabeza de la anciana dio una sacudida. Oyó cómo el viento se movía entre las copas de los árboles como una larga inspiración satisfecha.
–¡Bailey, hijo! –gritó.
–Durante un tiempo fui cantante de gospel –explicó el Desequilibrado–. He sido casi to. Serví en el Ejército de Tierra y en la Marina, aquí y en el extranjero. Me casé dos veces, trabajé de sepulturero, trabajé en los ferrocarriles, aré la madre tierra, presencié un tornado, una vez vi quemar vivo un hombre. –Y miró a la madre de los chicos y a la niña, que estaban sentadas muy juntas, con la cara blanca y los ojos vidriosos–. Hasta he visto azotar a una mujer.
–Reza, reza –empezó a repetir la abuela–, reza, reza...
–No era un chico malo por lo que recuerdo –prosiguió el Desequlibrado con voz casi soñadora–, pero en algún momento hice algo malo y m'enviaron a la penitenciaría. M'enterraron vivo.
Miró hacia arriba y mantuvo la atención de la abuela con una mirada fija.
–Fue entonces cuando deberías haber comenzado a rezar –dijo ella–. ¿Qu'hiciste pa que te enviaran a la penitenciaría la primera vez?
–Doblabas a la derecha y había una pared –explicó el Desequilibrado con la mirada alzada hacia el cielo sin nubes–. Doblabas a la izquierda y había una pared. Mirabas arriba y estaba el techo, mirabas abajo y estaba el suelo. Olvidé lo qu'había hecho, señora. Me quedaba sentado allí tratando de recordar lo qu'había hecho y, hasta el día de hoy, no lo recuerdo. De vez en cuando pensaba que lo recordaría, pero no fue así.
–Tal vez t'encerraron por error –apuntó la anciana.
–No –dijo él–. No hubo error. Había pruebas contra mí.
–Tal vez robaste algo.
El Desequilibrado soltó una risita burlona.
–Nadie tenía na que yo quisiese. Un jefe de médicos de la penitenciaría dijo que lo que yo había hecho fue matar a mi padre, pero sé que es mentira. Mi viejo murió en mil novecientos diecinueve de la epidemia de gripe y yo nunca tuve na que ver con eso. L'enterraron en el cementerio de la iglesia baptista de Mount Hopewell y usté puede ir y verlo por sí misma.
–Si rezaras –dijo la anciana–, Cristo te ayudaría.
–Así es.
–Entonces, ¿por qué no rezas? –preguntó ella, temblando de súbita alegría.
–No quiero ninguna ayuda. Solo, las cosas me van bien.
Bobby Lee y Hiram regresaron del bosque con paso lento. Bobby Lee arrastraba una camisa amarilla con loros azules estampados.
–Tírame esa camisa, Bobby Lee –dijo el Desequilibrado.
La camisa llegó volando, aterrizó en su hombro y se la puso. La abuela no podía pensar en lo que le hacía recordar esa camisa.
–No, señora –prosiguió el Desequilibrado mientras se abrochaba los botones–, comprendí que el delito da igual. Puedes hacer una cosa o hacer otra, matar a un hombre o quitarle una rueda del coche, porque tarde o temprano t'olvidas de lo qu'has hecho y simplemente te castigan por ello.
La madre de los chicos comenzó a emitir sonidos entrecortados, como si no pudiese respirar.
–Señora –dijo él–, ¿podrían usted y la pequeña acompañar a Hiram y a Bobby Lee hasta donde está su esposo?
–Sí, gracias –dijo la madre débilmente. Su brazo izquierdo colgaba inútil, y llevaba al bebé, que se había quedado dormido, en el otro.
–Ayuda a la señora, Hiram –dijo el Desequilibrado, cuando ella trataba penosamente de subir por la zanja–. Y tú, Bobby Lee, coge a la pequeña de la mano.
–No quiero que me dé la mano –replicó June Star–. Parece un cerdo.
El muchacho gordo se ruborizó y se rió, la cogió de la mano y tiró de ella hacia el bosque detrás de Hiram y la madre.
Sola con el Desequilibrado, la abuela se dio cuenta de que había perdido la voz. No había una sola nube en el cielo, y tampoco sol. No había nada a su alrededor excepto el bosque. Quiso decirle que debía orar. Abrió y cerró la boca varias veces antes de que saliera algo. Finalmente se encontró a sí misma diciendo: “Jesús, Jesús”. Quería decir “Jesús t'ayudará”, pero de la manera en que lo decía era como si estuviera maldiciendo.
–Sí, señora –dijo el Desequilibrado como si le estuviera dando la razón–. Jesús rompió el equilibrio de todo. Le ocurrió lo mismo que mí, salvo que Él no había cometido ningún crimen y en mi caso pudieron probar que yo había cometido uno porque tenían los documentos contra mí. Por supuesto, nunca me mostraron los papeles. Por eso ahora pongo la firma. Dije hace mucho tiempo: te consigues una firma y firmas to lo qu'haces y te quedas con una copia. Entonces sabrás lo qu'has hecho y podrás contraponer el delito con el castigo y ver si se corresponden y al final tendrás algo pa probar que no t'han tratao como debían. Me hago llamar el Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao durante’l castigo.
Se oyó un grito desgarrador en el bosque, seguido de inmediato por un disparo.
–¿Le parece bien a usté, señora, que a uno le castiguen mucho y a otro no le castiguen na?
–¡Jesús! –gritó la anciana–. ¡Tienes buena sangre! ¡Yo sé que no dispararías a una dama! ¡Sé que vienes d'una familia buena! ¡Reza! Por Dios, no deberías disparar a una dama. ¡Te daré to el dinero que tengo!
–Señora –repuso el Desequilibrado mirando hacia el bosque–, nunca ha habido un cadáver que diera una propina al sepulturero.
Se oyeron otros dos disparos y la abuela levantó la cabeza como un viejo pavo sediento pidiendo agua y gritó: “¡Bailey, hijo, Bailey, hijo!”, como si fuera a partírsele el corazón.
–Jesús es el único qu'ha resucitao a los muertos –continuó el Desequilibrado–, y no tendría qu'haberlo hecho. Rompió el equilibrio de to. Si Él hacía lo que decía, entonces solo te queda dejarlo to y seguirlo, y si no lo hacía, entonces solo te queda disfrutar de los pocos minutos que tienes de la mejor manera posible, matando a alguien o quemándole la casa o haciéndole alguna otra maldad. No hay placer, sino maldad –dijo, y su voz casi se había transformado en un gruñido.
–Tal vez no resucitó a los muertos –murmuró la anciana, sin saber lo que estaba diciendo y sintiéndose tan mareada que se dejó caer en la zanja sobre las piernas cruzadas.
–Yo no estaba allí, así que no puedo decir que no lo hizo –repuso el Desequilibrado–. Ojalá hubiera estado allí –añadió golpeando el suelo con el puño–. No está bien que no estuviera allí, porque d'haber estao allí yo sabría. Escuche, señora –añadió alzando la voz–, d'haber estao allí, yo sabría y no sería como soy ahora.
Su voz parecía a punto de quebrarse y la cabeza de la abuela se aclaró por un instante. Vio la cara del hombre contraída cerca de la suya como si estuviera a punto de llorar, y entonces murmuró:
–¡Si eres uno de mis niños! ¡Eres uno de mis hijos!
Tendió la mano y lo tocó en el hombro. El Desequilibrado saltó hacia atrás como si le hubiera mordido una serpiente y le disparó tres veces en el pecho. Luego dejó la pistola en el suelo, se quitó las gafas y se puso a limpiarlas.
Hiram y Bobby Lee regresaron del bosque y se detuvieron junto a la cuneta para observar a la abuela, que estaba medio sentada, y medio tendida en un charco de sangre, con las piernas cruzadas como las de un niño, y su rostro sonreía al cielo sin nubes.
Sin las gafas, los ojos del Desequilibrado estaban bordeados de rojo y tenían una mirada pálida e indefensa.
–Llevárosla y dejarla donde habéis dejao a los otros –dijo, y cogió al gato, que se estaba refregando contra su pierna.
–Era una charlatana –dijo Bobby Lee, y descendió a la zanja canturreando.
–Habría sido una buena mujer –dijo el Desequilibrado– si hubiera tenío a alguien cerca que le disparara cada minuto de su vida.
–¡Menuda diversión! –dijo Bobby Lee.
–Cállate, Bobby Lee –dijo el Desequilibrado–. No hay verdadero placer en la vida.


El niño proletario

Por Osvaldo Lamborghini


    Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
    Me congratulo por eso de no ser obrero, de no haber nacido en un hogar proletario.
    El padre borracho y siempre al borde de la desocupación, le pega a su niño con una cadena de pegar, y cuando le habla es sólo para inculcarle ideas asesinas. Desde niño el niño proletario trabaja, saltando de tranvía en tranvía para vender sus periódicos. En la escuela, que nunca termina, es diariamente humillado por sus compañeros ricos. En su hogar, ese antro repulsivo, asiste a la prostitución de su madre, que se deja trincar por los comerciantes del barrio para conservar el fiado.
    En mi escuela teníamos a uno, a un niño proletario.
    Stroppani era su nombre, pero la maestra de inferior se lo había cambiado por el de ¡Estropeado! A rodillazos llevaba a la Dirección a ¡Estropeado! cada vez que, filtrado por el hambre, ¡Estropeado! no acertaba a entender sus explicaciones. Nosotros nos divertíamos en grande.
    Evidentemente, la sociedad burguesa, se complace en torturar al nino proletario, esa baba, esa larva criada en medio de la idiotez y del terror.
    Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre proletario y vale menos que una cosa. Contrae sífilis y, enseguida que la contrae, siente el irresistible impulso de casarse para perpetuar la enfermedad a través de las generaciones. Como la única herencia que puede dejar es la de sus chancros jamás se abstiene de dejarla. Hace cuantas veces puede la bestia de dos espaldas con su esposa ilícita, y así, gracias a una alquimia que aún no puedo llegar a entender (o que tal vez nunca llegaré a entender), su semen se convierte en venéreos niños proletarios. De esa manera se cierra el círculo, exasperadamente se completa.

    ¡Estropeado!, con su pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo y los periódicos bajo el brazo, venía sin vernos caminando hacia nosotros, tres niños burgueses: Esteban, Gustavo, yo.
    La execración de los obreros también nosotros la llevamos en la sangre.
    Gustavo adelantó la rueda de su bicicleta azul y así ocupó toda la vereda. ¡Estropeado! hubo de parar y nos miró con ojos azorados, inquiriendo con la mirada a qué nueva humillación debía someterse. Nosotros tampoco lo sabíamos aún pero empezamos por incendiarle los periódicos y arrancarle las monedas ganadas del fondo destrozado de sus bolsillos. ¡Estropeado! nos miraba inquiriendo con la cara blanca de terror
    oh por ese color blanco de terror en las caras odiadas, en las fachas obreras más odiadas, por verlo aparecer sin desaparición nosotros hubiéramos donado nuestros palacios multicolores, la atmósfera que nos envolvía de dorado color.
A empujones y patadas zambullimos a ¡Estropeado! en el fondo de una zanja de agua escasa. Chapoteaba de bruces ahí, con la cara manchada de barro, y. Nuestro delirio iba en aumento. La cara de Gustavo aparecía contraída por un espasmo de agónico placer. Esteban alcanzó un pedazo cortante de vidrio triangular. Los tres nos zambullimos en la zanja. Gustavo, con el brazo que le terminaba en un vidrio triangular en alto, se aproximó a ¡Estropeado!, y lo miró. Yo me aferraba a mis testículos por miedo a mi propio placer, temeroso de mi propio ululante, agónico placer. Gustavo le tajeó la cara al niño proletario de arriba hacia abajo y después ahondó lateralmente los labios de la herida. Esteban y yo ululábamos. Gustavo se sostenía el brazo del vidrio con la otra mano para aumentar la fuerza de la incisión.
    No desfallecer, Gustavo, no desfallecer.
    Nosotros quisiéramos morir así, cuando el goce y la venganza se penetran y llegan a su culminación.
    Porque el goce llama al goce, llama a la venganza, llama a la culminación.
    Porque Gustavo parecía, al sol, exhibir una espada espejeante con destellos que también a nosotros venían a herirnos en los ojos y en los órganos del goce.
    Porque el goce ya estaba decretado ahí, por decreto, en ese pantaloncito sostenido por un solo tirador de trapo gris, mugriento y desflecado.
    Esteban se lo arrancó y quedaron al aire las nalgas sin calzoncillos, amargamente desnutridas del niño proletario. El goce estaba ahí, ya decretado, y Esteban, Esteban de un solo manotazo, arrancó el sucio tirador. Pero fue Gustavo quien se le echó encima primero, el primero que arremetió contra el cuerpiño de ¡Estropeado!, Gustavo, quien nos lideraría luego en la edad madura, todos estos años de fracasada, estropeada pasión: él primero, clavó primero el vidrio triangular donde empezaba la raya del trasero de ¡Estropeado! y prolongó el tajo natural. Salió la sangre esparcida hacia arriba y hacia abajo, iluminada por el sol, y el agujero del ano quedó húmedo sin esfuerzo como para facilitar el acto que preparábamos. Y fue Gustavo, Gustavo el que lo traspasó primero con su falo, enorme para su edad, demasiado filoso para el amor.
    Esteban y yo nos conteníamos ásperamente, con las gargantas bloqueadas por un silencio de ansiedad, desesperación. Esteban y yo. Con los falos enardecidos en las manos esperábamos y esperábamos, mientras Gustavo daba brincos que taladraban a ¡Estropeado! y ¡Estropeado! no podía gritar, ni siquiera gritar, porque su boca era firmernente hundida en el barro por la mano fuerte militari de Gustavo.
    A Esteban se le contrajo el estómago a raíz de la ansiedad y luego de la arcada desalojó algo del estómago, algo que cayó a mis pies. Era un espléndido conjunto de objetos brillantes, ricamente ornamentados, espejeantes al sol. Me agaché, lo incorporé a mi estómago, y Esteban entendió mi hermanación. Se arrojó a mis brazos y yo me bajé los pantalones. Por el ano desocupé. Desalojé una masa luminosa que enceguecía con el sol. Esteban la comió y a sus brazos hermanados me arrojé.
Mientras tanto ¡Estropeado! se ahogaba en el barro, con su ano opaco rasgado por el falo de Gustavo, quien por fin tuvo su goce con un alarido. La inocencia del justiciero placer.
    Esteban y yo nos precipitamos sobre el inmundo cuerpo abandonado. Esteban le enterró el falo, recóndito, fecal, y yo le horadé un pie con un punzón a través de la suela de soga de alpargata. Pero no me contentaba tristemente con eso. Le corté uno a uno los dedos mugrientos de los pies, malolientes de los pies, que ya de nada irían a servirle. Nunca más correteos, correteos y saltos de tranvía en tranvía, tranvías amarillos.
    Promediaba mi turno pero yo no quería penetrarlo por el ano.
    —Yo quiero succión —crují.
    Esteban se afanaba en los últimos jadeos. Yo esperaba que Esteban terminara, que la cara de ¡Estropeado! se desuniera del barro para que ¡Estropeado! me lamiera el falo, pero debía entretener la espera, armarme en la tardanza. Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los nódulosfalanges aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban agonizaba a punto de gozar. Con mi corbata roja hice un ensayo en el coello del niño proletario. Cuatro tirones rápidos, dolorosos, sin todavía el prístino argénteo fin de muerte. Todavía escabullirse literalmente en la tardanza.
Gustavo pedía a gritos por su parte un fino pañuelo de batista. Quería limpiarse la arremolinada materia fecal conque ¡Estropeado! le ensuciara la punta rósea hiriente de su falo. Parece que ¡Estropeado! se cagó. Era enorme y agresivo entre paréntesis el falo de Gustavo. Con entera independencia y solo se movía, así, y así, cabezadas y embestidas. Tensaba para colmo los labios delgados de su boca como si ya mismo y sin tardanza fuera a aullar. Y el sol se ponía, el sol que se ponía, ponía. Nos iluminaban los últimos rayos en la rompiente tarde azul. Cada cosa que se rompe y adentro que se rompe y afuera que se rompe, adentro y afuera, adentro y afuera, entra y sale que se rompe, lívido Gustavo miraba el sol que se moría y reclamaba aquel pañuelo de batista, bordado y maternal. Yo le di para calmarlo mi pañuelo de batista donde el rostro de mi madre augusta estaba bordado, rodeado por una esplendente aureola como de fingidos rayos, en tanto que tantas veces sequé mis lágrimas en ese mismo pañuelo, y sobre él volqué, años después, mi primera y trémula eyaculación.
Porque la venganza llama al goce y el goce a la venganza pero no en cualquier vagina y es preferible que en ninguna. Con mi pañuelo de batista en la mano Gustavo se limpió su punta agresiva y así me lo devolvió rojo sangre y marrón. Mi lengua lo limpió en un segundo, hasta devolverle al paño la cara augusta, el retrato con un collar de perlas en el cuello, eh. Con un collar en el cuello. Justo ahí.
    Descansaba Esteban mirando el aire después de gozar y era mi turno. Yo me acerqué a la forma de ¡Estropeado! medio sepultada en el barro y la di vuelta con el pie. En la cara brillaba el tajo obra del vidrio triangular. El ombligo de raquítico lucía lívido azulado. Tenía los brazos y las piernas encogidos, como si ahora y todavía, después de la derrota, intentara protegerse del asalto. Reflejo que no pudo tener en su momento condenado por la clase. Con el punzón le alargué el ombligo de otro tajo. Manó la sangre entre los dedos de sus manos. En el estilo más feroz el punzón le vació los ojos con dos y sólo dos golpes exactos. Me felicitó Gustavo y Esteban abandonó el gesto de contemplar el vidrio esférico del sol para felicitar. Me agaché. Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité la forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! y le impartí la parca orden:
    —Habrás de lamerlo. Succión—
    ¡Estropeado! se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer.
    A otra cosa. La verdad nunca una muerte logró afectarme. Los que dije querer y que murieron, y si es que alguna vez lo dije, incluso camaradas, al irse me regalaron un claro sentimiento de liberación. Era un espacio en blanco aquel que se extendía para mi crujir.
    Era un espacio en blanco.
    Era un espacio en blanco.
    Era un espacio en blanco.
    Pero también vendrá por mí. Mi muerte será otro parto solitario del que ni sé siquiera si conservo memoria.
    Desde la torre fría y de vidrio . De sde donde he con templado después el trabajo de los jornaleros tendiendo las vías del nuevo ferrocarril. Desde la torre erigida como si yo alguna vez pudiera estar erecto. Los cuerpos se aplanaban con paciencia sobre las labores de encargo. La muerte plana, aplanada, que me dejaba vacío y crispado. Yo soy aquel que ayer nomás decía y eso es lo que digo. La exasperación no me abandonó nunca y mi estilo lo confirma letra por letra.
    Desde este ángulo de agonía la muerte de un niño proletario es un hecho perfectamente lógico y natural. Es un hecho perfecto.
    Los despojos de ¡Estropeado! ya no daban para más. Mi mano los palpaba mientras él me lamía el falo. Con los ojos entrecerrados y a punto de gozar yo comprobaba, con una sola recorrida de mi mano, que todo estaba herido ya con exhaustiva precisión. Se ocultaba el sol, le negaba sus rayos a todo un hemisferio y la tarde moría. Descargué mi puño martillo sobre la cabeza achatada de animal de ¡Estropeado!: él me lamía el falo. Impacientes Gustavo y Esteban querían que aquello culminara para de una buena vez por todas: Ejecutar el acto. Empuñé mechones del pelo de ¡Estropeado! y le sacudí la cabeza para acelerar el goce. No podía salir de ahí para entrar al otro acto. Le metí en la boca el punzón para sentir el frío del metal junto a la punta del falo. Hasta que de puro estremecimiento pude gozar. Entonces dejé que se posara sobre el barro la cabeza achatada de animal.
    —Ahora hay que ahorcarlo rápido —dijo Gustavo.
    —Con un alambre —dijo Esteban en la calle de tierra donde empieza el barrio precario de los desocupados.
    —Y adiós Stroppani ¡vamos! —dije yo.
    Remontamos el cuerpo flojo del niño proletario hasta el lugar indicado. Nos proveímos de un alambre. Gustavo lo ahorcó bajo la luna, joyesca, tirando de los extremos del alambre. La lengua quedó colgante de la boca como en todo caso de estrangulación.




Del libro "Sebregondi retrocede", de Osvaldo Lamborghini, publicado en 1973 © herederos de Osvaldo Lamborghini