Por Eduardo Abel Gimenez
El Secretario se sienta en la butaca de cuero dorado,
tras el escritorio de madera. Frente a él, el aspirante se acomoda en un banco
bajo, sin respaldo. El aspirante es muy joven, usa anteojos y esconde las manos
en un bollo nervioso entre las piernas.
A espaldas del Secretario hay un ventanal amplio, y
al otro lado del ventanal un parque con árboles, fuentes, caminos de ladrillo y
edificios de tres pisos salpicados aquí y allá. Todo parece recién construido, recién
plantado, limpio, ordenado. Todo huele a poder. Estamos en terrenos del
Ministerio de Habilidades, la rama del gobierno que se ocupa de la guerra, pero
más del talento que la lleva a cabo.
El Secretario está molesto. Toma un sorbo de café,
deja la taza en el plato y levanta un papel del escritorio.
—Por
lo que veo aquí —dice, agitando el papel en el aire que lo separa del
aspirante—, usted viene sin referencias. ¿Cómo ha logrado llegar hasta mí?
—Señor...
—empieza el aspirante.
El Secretario no le permite seguir.
—Miles
de personas sueñan con integrarse a nuestro Ministerio —dice. Señala la puerta
de la oficina—. Ahora mismo están ahí afuera, esperando que les conceda una
entrevista. Y seguramente son mejores que usted.
El aspirante baja la cabeza. El Secretario suelta el
papel, que planea unos segundos antes de apoyarse en el escritorio, y extiende
la mano hacia el sitio donde hace un momento dejó la taza. El sitio está vacío.
—¿Yo
no tenía un café? —dice, como para sí. Pulsa un botón del intercomunicador—.
Mónica, tráigame el café.
—Sí,
Secretario —responde la voz metálica de Mónica.
El Secretario no ha quitado la vista del aspirante,
que parece cada vez más pequeño en un banco cada vez más bajo.
—La
guerra es asunto serio, joven. ¡La semana pasada, el enemigo cambió la
dirección de nuestras calles! —pega con la palma de la mano en el escritorio—.
Y ayer, demostrando a la vez sutileza y crueldad, han desafinado el violín
solista en todas las grabaciones de "Las cuatro estaciones" de
Vivaldi. ¿Se da cuenta de la gravedad de todo esto?
—Sí,
señor —murmura el aspirante.
—Y
usted llega sin talento ni referencias a...
El Secretario se interrumpe. Acaba de echar un nuevo
vistazo al papel que enarbolaba un momento antes.
—Aunque
tal vez se me haya escapado algo —dice. Lee unos momentos—. Bueno, esto tiene
otro color —agrega—. Parece que mi amigo el General Brombongurn lo ha
recomendado con cierto entusiasmo.
El Secretario se reclina en la butaca de plástico
negro y observa al aspirante.
—Póngase
confortable, hijo —dice.
El aspirante se acomoda un poco mejor en la silla,
saca una mano de entre las piernas y la pone en el apoyabrazos. Parece unos
años mayor que hace un rato.
—Antes
de que usted se incorpore a nuestras filas, debe comprender la importancia de
la decisión. ¡El resultado de la guerra depende de nosotros! Sin las
Habilidades de nuestro personal, careceríamos de toda capacidad de respuesta.
¿Me comprende?
—Sí,
señor —dice el aspirante.
—Esta
vasta institución alberga los habilidosos de mayor talento en todo el planeta.
Observe... —El Secretario gira en la butaca trazando un arco con el brazo
extendido, como para señalar lo que tiene detrás. Solo encuentra una pared
medio descascarada. Baja el brazo y se queda mirando la pared.
—¿Señor?
—dice el aspirante en voz baja.
El Secretario intenta volver a enfrentar el
escritorio, como si creyera que la silla es giratoria. La silla cruje y no se
mueve. El Secretario se levanta, da media vuelta a la silla y vuelve a
sentarse. Entonces recuerda que sigue sin café, y lanza un dedo hacia el
intercomunicador. El dedo aterriza en el aire.
—Mmm.
Creí que... —El Secretario se ve bastante confundido—. ¿Habrá sido en la otra
oficina?
Se inclina hacia adelante sobre el escritorio de
metal gris. Bajo él, la silla cruje. El Secretario aspira hondo y logra
elaborar una sonrisa en honor al aspirante.
La pasión por la tarea puede más que cualquier
contratiempo.
—Como
le decía, hijo, nuestro personal carga con todo el peso de la guerra. ¡Una
guerra sin soldados! Hace tres días obtuvimos un resultado excelente, cuando
logramos intercambiar las teclas R y T en todos los teclados del enemigo. ¡Que
escriban "toro" ahora! ¡Que escriban "rata"! Y hoy mismo,
hace unas horas, sustituimos la programación de sus canales de televisión por
concursos de canto. ¡Sólo concursos de canto, en todos los canales, todo el
día! —El Secretario lanza una carcajada—. ¿Se lo imagina?
—Sí,
señor —dice el aspirante. Acompaña la carcajada del Secretario con una sonrisa
apenas visible.
El Secretario se echa hacia atrás. A último momento
se da cuenta de que el banco de plástico que lo sostiene no tiene respaldo, y
apenas consigue mantener el equilibrio. Es tremendo, piensa, lo que ocurre por
falta de presupuesto.
—Así
que esta es una guerra de habilidades —dice—. O de Habilidades —y dibuja la
mayúscula en el aire con los dedos—, la materia de nuestro Ministerio. Las
Habilidades para manipular la realidad, el don de las personas más brillantes,
más creativas, más necesarias que jamás hayan vivido. —El Secretario ha ido
subiendo la voz, mientras extendía los brazos hacia los lados. Tiene las
mejillas rojas por el entusiasmo—. ¿Se da cuenta? —pregunta mientras apoya las
manos en el escritorio, codos hacia arriba
—Sí,
señor.
El Secretario muestra su satisfacción resoplando.
—Muy
bien, amigo mío. Ahora veamos qué podemos hacer por usted.
Por tercera vez, el Secretario levanta el papel del
escritorio, para encontrar otro párrafo que no ha visto antes.
—¡Caramba!
—dice, y parece tentado de ponerse de pie—. ¡Lo ha enviado el propio Ministro!
Esto es... Es... —Lee el párrafo en detalle y hace un gesto de sorpresa—. Debimos empezar por
aquí, señor. Ahora mismo le entrego lo que ha pedido el Ministro.
El Secretario abre el único cajón de su pequeño
escritorio de plástico y saca una carpeta en cuya cubierta se ve la palabra
"Secreto".
—Aquí
está, caballero —dice, mientras entrega la carpeta al aspirante—. La lista de
nuestros principales habilidosos, sus especialidades y la información para
ponerse en contacto con ellos. —El Secretario está orgulloso—. ¡Todo
perfectamente al día! Espero sinceramente que le resulte útil.
—Yo
también, Secretario —dice el aspirante mientras se pone de pie—. Adiós.
El aspirante camina hacia la puerta. La abre.
—Perdón,
señor —dice el Secretario—. No he entendido su nombre. ¿Usted es...?
El aspirante se da vuelta para mirarlo.
—El
enemigo.Mini