viernes, 28 de junio de 2013

Hasta la última gota de sangre - Dino Buzzati

Cuando se supo que los filibusteros se acercaban a nuestra isla, se nombró un comité de defensa; me llamaron para que formara parte de él. Perdidos en el océano, no nos quedaba más remedio que confiar en nuestras fuerzas. En esos tiempos la gendarmería era exigua, y dotada de armas viejas, en su mayoría decorativas. El cuartel, a causa de un cambio de guarnición, se encontraba vacío. No obstante debíamos defendernos. Los del comité pensamos pedir consejo a su excelencia el famoso general Imagine, que varios años antes se había retirado a la vida privada en nuestro medio, en el palacio de su familia.
El general Antonio Imagine era ya muy viejo. No había que pensar siquiera en la posibilidad de que asumiera personalmente el mando de la defensa, erguido sobre los picos del antiguo peñón. Sin embargo, era el ciudadano más ilustre; podía ofrecernos, ya que carecíamos de toda experiencia de disciplina militar, preciosos consejos; y una proclama suya, por ejemplo, habría sin duda ayudado a encender los ánimos de la población, deprimidos por el terror.
Al solicitar una entrevista, nos respondieron que el general estaba indispuesto. Al insistir, su excelencia consintió finalmente en recibirnos. Pero nos rogaron que no lo fatigáramos y que nos quedáramos lo menos posible.
Nos presentamos a las cuatro de la tarde en el palacio Imagine, que se alzaba tétrico y protervo sobre el augusto y antiguo depósito. Un criado nos acompañó mientras subíamos la escalinata. Los vitrales de la iglesia, las pesadas colgaduras reducían de tal modo la luz que en todas partes había lamparitas eléctricas encendidas. En la antecámara se nos acercó una señora digna y preocupada, que repitió las recomendaciones:
—Les ruego, tengan consideración... desde hace cierto tiempo ya ni siquiera es el mismo... nos tiene en una preocupación continua... en fin, no está bien... también ustedes se darán cuenta.
Y lanzaba frecuentes miradas circulares, aludiendo quién sabe a qué siniestras insinuaciones. Luego abrió lentamente la puerta.
Era el dormitorio del general; amueblado y tapizado a la antigua, con muebles pesados y oscuros, con damascos oscuros en las paredes, alfombras espesas, una infinidad de retratos y fotografías en los muros y dos biombos colocados en los rincones, para ocultar quizá los objetos más íntimos. Todo se veía extremadamente ordenado. Pero nos detuvimos indecisos en la entrada, porque el blanco lecho, iluminado por una lámpara, nos pareció vacío. Y en la habitación no había nadie.
De pronto se movió entre las sábanas blancas una cosa pequeña y gris como un animalito. Acercándonos, distinguimos un pájaro, más o menos de la dimensión de un gorrión grande, que con mucho esfuerzo trataba de meter la cabeza bajo la almohada. Se asemejaba a una de esas aves vagabundas y abandonadas que se golpean contra las ventanas de las casas de campo en las noches heladas de invierno; el cuerpo macilento, las plumas hirsutas y feas, como en los canarios enfermos. La dama que nos acompañaba se adelantó, meneando la cabeza:
—Ya ven los señores –-murmuró—, su excelencia está muy cambiado en estos últimos tiempos... hay que tener consideración...
Nos habían dicho que el general Imagine sufría ciertos trastornos, que el recuerdo de sus antiguas glorias, además de la idea de la última guerra que habíamos perdido, lo consumía literalmente. Pero en qué condiciones, para ser francos, ninguno de nosotros lo hubiera imaginado: ¡un descarnado y mísero pajarito!
Nuestro presidente, el doctor Azaná, hombre de acción, se volvió hacia la dama preguntando en voz baja:
—Pero ¿por qué no le dan más de comer? Qué sé yo, un poco de carne picada, por ejemplo.
—No me hable —susurró la señora—. No conseguimos hacerle tragar un bocado.
Luego, inclinándose sobre el animalito, en voz alta, como si hablara con un sordo, dijo:
—Excelencia, excelencia, perdone. Están los señores del comité.
El pájaro, o mejor dicho el general Imagine, retiró sobresaltado la cabeza que había introducido parcialmente bajo la almohada, y con dificultad se irguió sobre las patitas, mirándonos. Del pico surgió una voz fina, es verdad, pero extrañamente decidida, llena de dignidad y espíritu militar:
—Buen día, señores, siéntense, estoy a sus órdenes.
Después, como si la fatiga de decir esto hubiera sido excesiva, se dejó caer nuevamente sobre la sábana, jadeando.
Medimos la dificultad de la situación. El general estaba sin duda en las últimas, y su ayuda no podía ser gran cosa. Ni siquiera era sensato esperar de él una breve proclama. Entre otras cosas, ¿cómo habría hecho para escribirla? ¿Metiendo quizá el pico en el tintero?
El doctor Azaná no perdió el tino
—Excelencia —pronunció con voz solemne—. Los piratas ya están a la vista de nuestra isla. La guarnición militar se encuentra ausente. Tenemos que pensar en defendernos. No nos habríamos atrevido nunca a molestarlo, si no estuviéramos seguros de encontrar en usted un guía de suprema autoridad.
Pasaron algunos instantes, y con penosos intentos el viejo general consiguió erguirse nuevamente sobre las patitas, oscilando un poco. Sobre las plumas del magro pecho, a la izquierda, distinguimos unas pequeñas manchas multicolores; un resto, pensamos, de sus innumerables medallas.
El pico se abrió, se hizo oír la voz finita pero autoritaria:
—Amigos, en los viejos tiempos mi consigna era una sola: hasta la última gota de sangre.
Pronunciaba las sílabas abriendo y cerrando el pico con golpecitos secos. Parecía que decir esas palabras le produjera un placer inmenso. Pero a nosotros ¿de qué podían servirnos? El doctor Azaná insistió, especificando:
—Excelencia, no podemos decidir si conviene iniciar la resistencia desde la playa o desde lo alto de las murallas.
El pájaro, que ya estaba por dejarse caer, se irguió nuevamente, bajó el pico en actitud de meditación, y luego preguntó bruscamente:
—¿Con cuántos fusiles contáis?
—Hemos reunido más de quinientos —respondió Azaná.
Ante estas palabras el general se hinchó visiblemente, asumiendo la forma y las dimensiones de un gran ovillo. El fenómeno era impresionante. Un flujo inesperado de energía y de confianza lo reanimaba. Manteniéndose bien derecho, asintió con la cabeza.
—¡Magnífico! —comentó— ¡Bravo, mis conciudadanos! Quinientos fusiles ya es algo para empezar.
-Para decir verdad —observó nuestro presidente— no son todos fusiles de...
—¡Miserables bárbaros! —lo interrumpió el general, levantando para mayor énfasis una alita desplumada—. Prepararemos un digno recibimiento. No dejaremos de lado ninguna estrategia, obraremos sin tardanza. ¡Amigos míos, les agradezco que hayan reanimado el corazón de un viejo y fiel soldado! ¡Siento pasar un viento de epopeya sobre esta pequeña isla! Y si mi destino es caer... ¡no, no puedo pedir nada mejor al Omnipotente!
No nos esperábamos esto, que el general Imagine, reducido en esa forma, y en ese estado, estuviera dispuesto a aceptar directamente el mando de la defensa. Era muy embarazoso. ¿Cómo pretender que nuestros hombres obedecieran las órdenes de un pájaro?
Mientras tanto, una nueva idea debió de ocurrírsele al general, porque de pronto su valor vaciló, la convexidad del pecho sufrió una rápida disminución, y de su pico surgieron palabras ansiosas:
—Pero díganme… díganme, queridos hijos míos, ¿cuántos hombres habrá a bordo del esquife? ¿Cien? ¿Doscientos?
—Según lo que informan hasta ahora los vigías —respondió con precisión Azaná—, se trata de veintidós navíos. Calculamos unos siete mil hombres.
—Chip, chip —dijo el general, duramente decepcionado—. ¿Siete mil, dice?
—Siete mil, excelencia.
Tuvo un estremecimiento, pareció perder repentinamente toda vida, y se abandonó lánguidamente sobre la sábana.
—¡Jesús santo! —exclamó la dama consternada— Ahora se siente mal... ya lo sabía... tendrán que retirarse, señores... por favor, por favor, de ese lado...
Y señalaba la puerta.
Al ver que nos levantábamos de nuestros asientos, el general pareció aterrarse más aún.
—No, no —comenzó a piar furiosamente—, esperen.... no me siento bien chip, chip... realmente no puedo aceptar pero es mi deber hacerles una advertencia... sólo un consejo... la estrategia que se impone tendrá que ser sumamente cautelosa...
—¿Cautelosa? ¿En qué sentido, excelencia? —preguntó Azaná, desconcertado por esa repentina metamorfosis.
—Quiero decir —prosiguió con voz lastimera el legendario Tenaza de Hierro, como se lo había denominado una vez por la potencia de sus maniobras envolventes— que todavía no sabemos cuáles son las intenciones de estos extranjeros... ¿Y si vinieran como amigos? ¿Si tuvieran la intención de comerciar honestamente? En ese caso, señores...
—Por todas partes donde han estado, han destruido todo con el hierro y con el fuego —dijo con severidad el doctor Azaná—. Éstas, excelencia, son sus intenciones.
El pájaro estaba postrado. Lo veíamos debatirse sobre las sábanas como una criaturita caprichosa.
—Pero no hay necesidad de escuchar todos los rumores —suplicó—. No hay que ser terco. Esta irrupción de ustedes me trastornó... no había comprendido bien... fue un malentendido... soy viejo... soy viejo... necesito una vida tranquila... en las naves filibusteras navegan soldados dignos y hombres de bien... sería el primero en exhortarlos a ustedes a la lucha el honor de la bandera, puedo decirlo, siempre ha sido mi ley suprema. Pero ahora no se trata de guerra, me parece más bien oportuno que todos ustedes se preparen para ofrecer festejos de bienvenida a los navegantes...
Pero Azaná, sin inmutarse:
—Excelencia, nos defenderemos.
Con la ira, el pescuezo del pajarito se estiraba, graznando:

—Brec,brec... la impaciencia los ciega, jovencitos... los extranjeros se acercan, lo sé perfectamente, con buenas intenciones... los atrae la belleza de nuestra isla...
Nos miramos espantados.
—Excelencia —repitió nuestro presidente, casi amenazador, adelantándose un paso—, ¡nos defenderemos!
Volvió a gemir:
—No, no, no, no seré cómplice de ustedes... me gusta definir bien las posiciones... soy un militar... brec, brec... me niego a participar en una maquinación tan loca.
Daba pena verlo. Un temblor febril hacía vibrar sus plumas. Pero ¿de qué podía tener miedo –me preguntaba yo– semejante ruina? ¿Por salvar algún recóndito bien el gran guerrero se arrastraba tan miserablemente ante nosotros, unos desconocidos? ¿Qué podía ofrecerle todavía la vida? Al ver que era inútil todo intento de persuadirnos, trataba ahora nuevamente, a empujoncitos, de esconderse bajo la almohada.

Con desagrado, alcé un poco la almohada con la mano, para que el insigne estratega pudiera esconderse totalmente; lo que hizo al instante. Y nos fuimos en silencio.

Un hecho curioso - Roberto Fontanarrosa

El Colorado había sugerido comer en Santa Fe pero no le habían dado bola. Los demás dijeron que tenían que aprovechar a rajar cuanto antes, antes de que la ruta fuera un kilombo y que a eso de las doce podían estar en Rosario y comer allí. Después de todo, por la autopista, en dos horas estaban de vuelta. La noche, además, era muy linda e incluso, tiempo después todos recordaban que Pepe, ya en el auto, había dicho que era perfecta para que apareciera algún plato volador. También se acordaban de que Pepe, hasta ese momento silencioso y pensativo en el asiento de atrás, había agregado, como preguntándose a sí mismo: "¿Tendrán un once?". Habían ido a cancha de Unión a ver a Central contra los tatengues y se había perdido dos a cero dando lástima. Y la carencia de un puntero izquierdo lo tenía mal al Pepe.
Lo cierto es que se largaron a la ruta sin siquiera tomar un liso en Santa Fe, tratando de primerear al resto de la sufrida hinchada que se había llegado hasta la ciudad capital para ver esa cagada de partido.
Encontraron la autopista despejada y, muy de vez en cuando, pasaba algún auto con alguna bandera arriba, cruzada sobre el techo, agarrados los extremos con las ventanillas traseras.
—Por qué no te metés la bandera en el orto —alcanzó a decir Ramón poco antes de que el Colorado propusiera parar en cualquier parte para comer algo.
—Un sandwich, aunque sea —agregó. Pero alguien tiró la posibilidad de una tira, un cacho de vacío y los cuatro comenzaron a escudriñar el camino en busca de una parrillita. Se habían avivado tarde de que tenían hambre y ya habían dejado atrás las parrillas de la salida de Santo Tomé. La mufa del partido, por otro lado, había aflojado.
—Por acá no hay un choto —dijo Pepe. Pero se equivocaba. A poco tiempo de andar vieron una estación de servicio, chica y, al lado, casi oculta entre unos árboles, una parrilla iluminada. Pararon el auto, bajaron, y cuando se estaban acercando a la edificación, vieron cómo un tipo cerraba la puerta vidriada desde adentro.
—Cagamos —dijo el Colorado. Pero ya habían llegado junto a la puerta y Ramón golpeó con los nudillos sobre el vidrio, como si el tipo de adentro no los viera cuando, a no ser por la puerta en sí, estaba separado de ellos por unos quince centímetros. El Negro, al mismo tiempo, le hacía la seña basquebolística de pedir minuto, con el dedo índice de la mano derecha apoyado en la palma hacia abajo de la mano izquierda. En tanto el hombre volvía a abrir, adentro, un adolescente que barría, dejó de hacerlo.
—¿Podremos comer algo, jefe? —preguntó el Colorado frotándose las manos.
—Sí. Sí —dijo el hombre señalándoles una mesa y yéndose hacia atrás del mostrador. El adolescente abandonó la escoba con cara de culo y se fue para la cocina. No se veía más nadie en el local, pero aún quedaban mesas sin levantar, indicio que delataba que había habido gente comiendo minutos antes.
—Es temprano después de todo —dijo Pepe, mirando el reloj en tanto se sentaba—. Son las once y media.
—Que trabajen, qué mierda —dijo Ramón.
—¿Hacemos un blanco? —propuso el Colorado, y volvieron sobre el tema del partido.
Ramón no se acuerda, hoy por hoy, a qué hora habrá caído el tipo de bigotitos, pero no les habían traído toda­vía las tiras cuando entró a la parrilla. Tampoco notaron nada raro, aunque, tiempo después, el Negro recordó que no habían escuchado ruido de auto o cosa así llegando a la parrilla. Tanto, que primero pensaron que era un tipo del lugar, alguno que trabajaba en la parrilla o atendía en la estación de servicio.
Era un tipo delgado, de estatura mediana, pelo negro y bigotito fino.
—Parecía uno de esos que laburan en teatros de varieté —diría después el Colorado.— Un mago o cosa así.
—Uno de esos que cuentan chistes pelotudos —aportaría el Pepe.
El hombre saludó al entrar con el "provecho" de rigor y los cuatro contestaron con monosílabos y movimientos de cabezas. El hombre se dirigió al dueño, que estaba detrás del mostrador, habló dos palabras con él, el patrón se encogió de hombros y el tipo se acercó a la mesa de los cuatro.
—Perdonen —dijo.— ¿Les molestaría que me sentara con ustedes?
Pepe, al lado de quien estaba parado, dejó de masticar y lo miró largamente. El Colorado fue más operativo, corrió la silla de la cabecera y lo invitó a sentarse.
—Che... —avisó al Negro y a Ramón—... acá el amigo va a compartir la mesa con nosotros.
Ramón miró al recién llegado duramente, el Negro lo estudió en silencio y luego los dos siguieron charlando del partido.
—¿Toma blanco, jefe? —ofreció Pepe, acercándole un vaso.
—Bueno, bueno, un poco.
—¿Viene del partido? —consultó el Colorado. El hombre lo miró con extrañeza.
—¿Qué partido?
—Ah... no. No —se excusó el Colorado—. Creí que venía del partido.
—No.
—¿No le gusta el fútbol? —inquirió Pepe.
—¿El fútbol? —preguntó el nombre, inquieto. Y daba la sensación de que era la primera vez en su vida que escuchaba esa palabra. Ramón y el Negro también lo miraron.
—¿Usted es de por acá? —ahora el Colorado cambiaba el ángulo de la conversación. El hombre lo miró con particular interés.
—No —dijo. —No —y se quedó en silencio. El Negro apuró el trago que tenía en la boca y, cuando el tipo no miraba, levantó las cejas hacia Ramón como diciendo: "¿Qué le vamos a hacer?"
La charla, de ahí en más, retomó el tono futbolístico, ya que los muchachos casi ni le dieron bola al comensal agregado que rumiaba un pedazo algo frío de chinchulín, calladamente. Cada tanto, alguien le ofrecía vino o le ponía un trozo de asado en el plato, lo que generaba un intercambio de "permiso", "gracias", "no hay de qué" breves y circunstanciales.
El que precipitó un poco la cosa, sin quererlo, fue el Colorado, que preguntó cuánto tiempo tendrían desde allí hasta el centro de Rosario, cuando prosiguieran el viaje. Los otros no lo escucharon o no le dieron bola, salvo el desconocido que se disculpó por no conocer la ruta.
—¿De dónde es usted? —insistió el Colorado, como una formalidad, rebañando con el pan el jugo del plato, antes de retornar a la charla futbolera.
—Soy de Sinope, una de las lunas de Júpiter, distante varios millones de años luz de este planeta.
El Colorado lo miró largamente, primero inmóvil, luego aprobando con la cabeza, la boca cerrada, la lengua quitando un residuo de lechuga de los dientes. Pepe también lo había oído.
—¿Sinope? —preguntó, serio.
—Sí —dijo el hombre—, a varios millones de años luz.
—Che, muchachos —el Colorado se volvió hacia Ramón y el Negro, incluso reclamando la atención de éste tomándolo de un brazo— acá el hombre me dice que él es de Sinope, una galaxia que está lejísimos de acá.
—Ah... ya me parecía —aprobó Ramón.
—Y... ¿Cómo es eso, señor? —adelantó la cabeza el Negro.— Porque yo no lo oí bien, perdone, estaba conversando.
—Sinope —comenzó el hombre— es un planeta frío, en la galaxia de Andrómeda, a dos millones de años luz, atravesando el mar de meteoritos junto a los satélites gemelos, Elara y Ganímedes.
—¿Como saliendo hacia dónde? —preguntó el Colorado. El otro pareció no entenderlo.
—¿No tendrán un once? —preguntó Pepe. El otro lo miró muy serio.
—Un once —repitió Ramón. El hombre frunció el ceño.
—¿Y usted viaja, digamos, va y viene? —preguntó el Negro. El hombre pensó un poco.
—Con la nave Lysitea, en dos millones de años, estamos acá.
—¿No te decía yo? —se dirigió el Colorado al Negro —No es tan lejos.
—Usted sabe que yo lo miraba y me decía... "este hombre no es de acá"... no sé ¿vio?... hay como... —el Negro contemplaba al tipo frunciendo la cara.
—Mi nombre es Namur —se presentó el desconocido—. Y soy hijo de Knar, el rey de Gdeon. Yo soy el príncipe Namur. Pero desde hace medio siglo, Merak el perverso rey del planeta Mkor, se ha apoderado de nuestro pobre planeta y nos somete a una impiadosa tiranía.
—Permiso —se levantó Ramón—, voy a mear.
Ramón fue al baño. Casi detrás de él entró Pepe.
—Pobre, qué loco está —dijo Pepe. Ramón se rió.
—¿Cómo vas a pensar —dijo, en tanto meaba— que en un boliche, en medio de la ruta, te vas a encontrar con un coso como éste?
—Hijo de puta —se rió Pepe. Ramón, mientras se cerraba la bragueta, se rajó un pedo de los fuertes.
—A ver si todavía le tenemos que garpar el asado —dijo.
—¿Tendrá guita nuestra?
Cuando llegaron de nuevo a la mesa, Namur estaba contando que el perverso rey Merak, del planeta Mkor, había intentado atraparlo, que incluso sus naves habían intercambiado andanadas de rayos desintegradores en el mar de los meteoritos, pero que había logrado desorientarlo al entrar en el fluctuante campo magnético de Plutón. El Colorado le decía que él había pasado una vez por esa zona y que era muy jodida, que le había cagado dos amortiguadores.
—La importancia del pensamiento es vital para incidir sobre las descargas enemigas de rayos desintegradores —informó Namur, tocándose el entrecejo con la punta de los dedos.
—Ni qué decir —se encogió de hombros Pepe estirándose para pinchar un último trozo de tira.
—¿Cómo es eso, jefe, cómo es eso?
—La levedad de la materia enfrentada con la energía —aclaró Namur—. Por ejemplo... —buscó con la mirada— ese adorno... —señaló con su mano delgada un poster colgado en la pared, la foto de un perro peludo, plana en la base de la foto, con un relieve realista y repulsivo en la parte de la cabeza del perro.
—Sí... —dijeron todos, mirando. Namur contempló el poster fijamente durante un par de minutos. Luego el poster pareció desprenderse de la pared, se separó de ella unos cinco centímetros y cayó al suelo. Los cuatro se miraron, haciendo gestos de aprobación con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba el alemán que hacía eso? ¿Uri GeIler? —preguntó el Colorado.
—Tiene un nombre eso.
—¿Un nombre? —preguntó el hombre.
—Sí. Ese fenómeno. ¿Telequinesis, no es?
—A ver si nos cobran el cuadro, todavía —se quejó el Negro.
—¿Y usted no ha probado a ver un oculista? —el Colorado volvió a la carga.
—No dispongo de tiempo para nada. El perverso rey Merak puede caer sobre mí en cualquier momento. Es por eso que quería pedirles algo...
Los cuatro lo observaron con atención. El hombre estaba algo inclinado hacia adelante, estudiándolos. Se mantuvo así en tanto el patrón, saliendo de la cocina, se inclinaba sobre el mostrador preguntándose cómo carajo se había caído el poster del perro peludo de la pared. Namur no dijo nada hasta que el patrón se volvió hacia la cocina con un gesto de escepticismo.
—Estamos haciendo una colecta... —explicó Namur— ...juntando fondos para combatir contra el perverso rey Merak. No es mucho lo que les pido. Lo que ustedes puedan, muchachos, queda en la voluntad de ustedes, no se hagan problemas...
Se hizo un silencio prolongado. Todos miraban a Namur. Ramón se empezó a reír.
—Flaco... —comenzó—. ¿A vos te parece... —pero no pudo continuar. A través de los vidrios del quincho se vio una luz enceguecedora. Todos se volvieron a mirar hacia afuera. Se oyó un zumbido, una trepidación que sacudió levemente los vasos y los cubiertos pero que de inmediato cesó y, fuera de la parrilla, volvió la oscuridad.
—Flaco... —retomó Ramón— ...¿A vos te parece que...
Fue cuando se abrió la puerta y apareció una figura desmañada, verdosa y fosforescente. Una especie de humanoide, de baja estatura y ojos saltones.
—¡Namur! —llamó—. Namur... ¿Qué pasa?
Namur se volvió hacia él.
—Ya voy, Pxer... —dijo—. Es que acá, los señores... bueno, están pensando... La figura se acercó a la mesa, con su especie de cabeza romboidal hizo un gesto que parecía un saludo.
—Acerqúese jefe —solicitó Pepe—. Colo, acércale una silla.
—¿Es amigo suyo? —preguntó el Negro.
—Pxer... ¿Vas a comer algo? —Namur parecía más seguro y reconfortado de estar con alguien conocido. El humanoide dudó, pasándose una extremidad de tres dedos sobre lo que podía ser el cogote.
—Métale, che... —el Colorado le acercó la fuente— ...el chinchulín debe estar caliente todavía.
El patrón se había asomado nuevamente al escuchar el chirrido de la puerta.
—Jefe —llamó Pepe—, tráigale un cubierto al amigo.
—No tenemos mucho tiempo —repitió Namur.
—Tío... —Ramón estaba escrutando a Pxer—. ¿Qué crema usa para la cara?
—¿Con qué se da?
—¿Es algún bronceador? ¿Algún vasodilatador? El Colorado esgrimió un cuchillo hacia Ramón.
—El "Barrocutina" —explicó— ...hay lugares donde no llega. No se reparte. Pxer consumía los restos de la achura y era extraño ver desaparecer la tripa en el cuerpo fosforescente.
—¿Es de tomar mucho sol su amigo? —se dirigió Pepe a Namur. Este no llegó a contestar. Afuera hubo otro destello enceguecedor que se apagó tan sorpresivamente como se había iniciado. Namur tuvo un gesto de inquietud. Pxer no lo advirtió, estaba requiriendo con gesto confuso pero entendible que le escanciaran un culito del blanco que aún quedaba.
—Lo que no hay es hielo... —se disculpaba en ese momento Ramón, revolviendo con las pinzas inútiles el baldecito. Fue cuando se abrió la puerta y penetraron tres figuras oscuras, altas y poco tranquilizadoras.
Apenas localizaron a Namur y Pxer les apuntaron con unas armas brillantes como piedras preciosas. Hubo un par de destellos sin sonido, los cuerpos de los eventuales amigos de Pepe, el Colorado, Ramón y el Negro, se vieron orlados por un aura tornasolada y luego, se consumieron en el aire como papeles chamuscados. De Namur quedó, sobre la silla que había ocupado, una ceniza tibia y amontonada. De Pxer, una viruta retorcida y de color malva, también sobre la silla. Los tres ejecutores echaron una mirada rápida al lugar, saludaron con un vaivén de lo que se suponía eran sus cabezas, cerraron la puerta y se marcharon. Pronto se volvió a ver la luz intensa y se escuchó un zumbido que se alejó hasta perderse.
El Colorado, con el tenedor, pescaba en la ensaladera los últimos vestigios de cebolla.
—Los versos que inventan para sacarte guita —dijo el Negro.
—El petiso ni abrió la boca.
—Le daba a la molleja como desesperado.
—Andá a saber... —dijo el Negro.

Pagaron, no era mucho, y volvieron al auto. Habrán llegado a Rosario a eso de las dos de la mañana, no más, y ya casi se les había pasado la mufa de la derrota.