El Colorado había sugerido comer en Santa Fe pero no le habían
dado bola. Los demás dijeron que tenían que aprovechar a rajar cuanto antes,
antes de que la ruta fuera un kilombo y que a eso de las doce podían estar en
Rosario y comer allí. Después de todo, por la autopista, en dos horas estaban
de vuelta. La noche, además, era muy linda e incluso, tiempo después todos
recordaban que Pepe, ya en el auto, había dicho que era perfecta para que
apareciera algún plato volador. También se acordaban de que Pepe, hasta ese
momento silencioso y pensativo en el asiento de atrás, había agregado, como
preguntándose a sí mismo: "¿Tendrán un once?". Habían ido a cancha de
Unión a ver a Central contra los tatengues y se había perdido dos a cero dando
lástima. Y la carencia de un puntero izquierdo lo tenía mal al Pepe.
Lo cierto es que se largaron a la ruta sin siquiera tomar un
liso en Santa Fe, tratando de primerear al resto de la sufrida hinchada que se
había llegado hasta la ciudad capital para ver esa cagada de partido.
Encontraron la autopista despejada y, muy de vez en cuando,
pasaba algún auto con alguna bandera arriba, cruzada sobre el techo, agarrados
los extremos con las ventanillas traseras.
—Por qué no te metés la bandera en el orto —alcanzó a decir
Ramón poco antes de que el Colorado propusiera parar en cualquier parte para
comer algo.
—Un sandwich, aunque sea —agregó. Pero alguien tiró la
posibilidad de una tira, un cacho de vacío y los cuatro comenzaron a escudriñar
el camino en busca de una parrillita. Se habían avivado tarde de que tenían
hambre y ya habían dejado atrás las parrillas de la salida de Santo Tomé. La
mufa del partido, por otro lado, había aflojado.
—Por acá no hay un choto —dijo Pepe. Pero se equivocaba. A poco
tiempo de andar vieron una estación de servicio, chica y, al lado, casi oculta
entre unos árboles, una parrilla iluminada. Pararon el auto, bajaron, y cuando
se estaban acercando a la edificación, vieron cómo un tipo cerraba la puerta
vidriada desde adentro.
—Cagamos —dijo el Colorado. Pero ya habían llegado junto a la
puerta y Ramón golpeó con los nudillos sobre el vidrio, como si el tipo de
adentro no los viera cuando, a no ser por la puerta en sí, estaba separado de
ellos por unos quince centímetros. El Negro, al mismo tiempo, le hacía la seña
basquebolística de pedir minuto, con el dedo índice de la mano derecha apoyado
en la palma hacia abajo de la mano izquierda. En tanto el hombre volvía a
abrir, adentro, un adolescente que barría, dejó de hacerlo.
—¿Podremos comer algo, jefe? —preguntó el Colorado frotándose
las manos.
—Sí. Sí —dijo el hombre señalándoles una mesa y yéndose hacia
atrás del mostrador. El adolescente abandonó la escoba con cara de culo y se
fue para la cocina. No se veía más nadie en el local, pero aún quedaban mesas
sin levantar, indicio que delataba que había habido gente comiendo minutos
antes.
—Es temprano después de todo —dijo Pepe, mirando el reloj en
tanto se sentaba—. Son las once y media.
—Que trabajen, qué mierda —dijo Ramón.
—¿Hacemos un blanco? —propuso el Colorado, y volvieron sobre el
tema del partido.
Ramón no se acuerda, hoy por hoy, a qué hora habrá caído el
tipo de bigotitos, pero no les habían traído todavía las tiras cuando entró a
la parrilla. Tampoco notaron nada raro, aunque, tiempo después, el Negro
recordó que no habían escuchado ruido de auto o cosa así llegando a la
parrilla. Tanto, que primero pensaron que era un tipo del lugar, alguno que
trabajaba en la parrilla o atendía en la estación de servicio.
Era un tipo delgado, de estatura mediana, pelo negro y bigotito
fino.
—Parecía uno de esos que laburan en teatros de varieté —diría
después el Colorado.— Un mago o cosa así.
—Uno de esos que cuentan chistes pelotudos —aportaría el Pepe.
El hombre saludó al entrar con el "provecho" de rigor
y los cuatro contestaron con monosílabos y movimientos de cabezas. El hombre se
dirigió al dueño, que estaba detrás del mostrador, habló dos palabras con él,
el patrón se encogió de hombros y el tipo se acercó a la mesa de los cuatro.
—Perdonen —dijo.— ¿Les molestaría que me sentara con ustedes?
Pepe, al lado de quien estaba parado, dejó de masticar y lo
miró largamente. El Colorado fue más operativo, corrió la silla de la cabecera
y lo invitó a sentarse.
—Che... —avisó al Negro y a Ramón—... acá el amigo va a
compartir la mesa con nosotros.
Ramón miró al recién llegado duramente, el Negro lo estudió en
silencio y luego los dos siguieron charlando del partido.
—¿Toma blanco, jefe? —ofreció Pepe, acercándole un vaso.
—Bueno, bueno, un poco.
—¿Viene del partido? —consultó el Colorado. El hombre lo miró
con extrañeza.
—¿Qué partido?
—Ah... no. No —se excusó el Colorado—. Creí que venía del
partido.
—No.
—¿No le gusta el fútbol? —inquirió Pepe.
—¿El fútbol? —preguntó el nombre, inquieto. Y daba la sensación
de que era la primera vez en su vida que escuchaba esa palabra. Ramón y el
Negro también lo miraron.
—¿Usted es de por acá? —ahora el Colorado cambiaba el ángulo de
la conversación. El hombre lo miró con particular interés.
—No —dijo. —No —y se quedó en silencio. El Negro apuró el trago
que tenía en la boca y, cuando el tipo no miraba, levantó las cejas hacia Ramón
como diciendo: "¿Qué le vamos a hacer?"
La charla, de ahí en más, retomó el tono futbolístico, ya que
los muchachos casi ni le dieron bola al comensal agregado que rumiaba un pedazo
algo frío de chinchulín, calladamente. Cada tanto, alguien le ofrecía vino o le
ponía un trozo de asado en el plato, lo que generaba un intercambio de
"permiso", "gracias", "no hay de qué" breves y
circunstanciales.
El que precipitó un poco la cosa, sin quererlo, fue el
Colorado, que preguntó cuánto tiempo tendrían desde allí hasta el centro de
Rosario, cuando prosiguieran el viaje. Los otros no lo escucharon o no le
dieron bola, salvo el desconocido que se disculpó por no conocer la ruta.
—¿De dónde es usted? —insistió el Colorado, como una
formalidad, rebañando con el pan el jugo del plato, antes de retornar a la
charla futbolera.
—Soy de Sinope, una de las lunas de Júpiter, distante varios
millones de años luz de este planeta.
El Colorado lo miró largamente, primero inmóvil, luego
aprobando con la cabeza, la boca cerrada, la lengua quitando un residuo de
lechuga de los dientes. Pepe también lo había oído.
—¿Sinope? —preguntó, serio.
—Sí —dijo el hombre—, a varios millones de años luz.
—Che, muchachos —el Colorado se volvió hacia Ramón y el Negro,
incluso reclamando la atención de éste tomándolo de un brazo— acá el hombre me
dice que él es de Sinope, una galaxia que está lejísimos de acá.
—Ah... ya me parecía —aprobó Ramón.
—Y... ¿Cómo es eso, señor? —adelantó la cabeza el Negro.—
Porque yo no lo oí bien, perdone, estaba conversando.
—Sinope —comenzó el hombre— es un planeta frío, en la galaxia
de Andrómeda, a dos millones de años luz, atravesando el mar de meteoritos
junto a los satélites gemelos, Elara y Ganímedes.
—¿Como saliendo hacia dónde? —preguntó el Colorado. El otro
pareció no entenderlo.
—¿No tendrán un once? —preguntó Pepe. El otro lo miró muy
serio.
—Un once —repitió Ramón. El hombre frunció el ceño.
—¿Y usted viaja, digamos, va y viene? —preguntó el Negro. El
hombre pensó un poco.
—Con la nave Lysitea, en dos millones de años, estamos acá.
—¿No te decía yo? —se dirigió el Colorado al Negro —No es tan
lejos.
—Usted sabe que yo lo miraba y me decía... "este hombre no
es de acá"... no sé ¿vio?... hay como... —el Negro contemplaba al tipo
frunciendo la cara.
—Mi nombre es Namur —se presentó el desconocido—. Y soy hijo de
Knar, el rey de Gdeon. Yo soy el príncipe Namur. Pero desde hace medio siglo,
Merak el perverso rey del planeta Mkor, se ha apoderado de nuestro pobre
planeta y nos somete a una impiadosa tiranía.
—Permiso —se levantó Ramón—, voy a mear.
Ramón fue al baño. Casi detrás de él entró Pepe.
—Pobre, qué loco está —dijo Pepe. Ramón se rió.
—¿Cómo vas a pensar —dijo, en tanto meaba— que en un boliche,
en medio de la ruta, te vas a encontrar con un coso como éste?
—Hijo de puta —se rió Pepe. Ramón, mientras se cerraba la
bragueta, se rajó un pedo de los fuertes.
—A ver si todavía le tenemos que garpar el asado —dijo.
—¿Tendrá guita nuestra?
Cuando llegaron de nuevo a la mesa, Namur estaba contando que
el perverso rey Merak, del planeta Mkor, había intentado atraparlo, que incluso
sus naves habían intercambiado andanadas de rayos desintegradores en el mar de
los meteoritos, pero que había logrado desorientarlo al entrar en el fluctuante
campo magnético de Plutón. El Colorado le decía que él había pasado una vez por
esa zona y que era muy jodida, que le había cagado dos amortiguadores.
—La importancia del pensamiento es vital para incidir sobre las
descargas enemigas de rayos desintegradores —informó Namur, tocándose el
entrecejo con la punta de los dedos.
—Ni qué decir —se encogió de hombros Pepe estirándose para
pinchar un último trozo de tira.
—¿Cómo es eso, jefe, cómo es eso?
—La levedad de la materia enfrentada con la energía —aclaró
Namur—. Por ejemplo... —buscó con la mirada— ese adorno... —señaló con su mano
delgada un poster colgado en la pared, la foto de un perro peludo, plana en la
base de la foto, con un relieve realista y repulsivo en la parte de la cabeza
del perro.
—Sí... —dijeron todos, mirando. Namur contempló el poster
fijamente durante un par de minutos. Luego el poster pareció desprenderse de la
pared, se separó de ella unos cinco centímetros y cayó al suelo. Los cuatro se
miraron, haciendo gestos de aprobación con la cabeza.
—¿Cómo se llamaba el alemán que hacía eso? ¿Uri GeIler?
—preguntó el Colorado.
—Tiene un nombre eso.
—¿Un nombre? —preguntó el hombre.
—Sí. Ese fenómeno. ¿Telequinesis, no es?
—A ver si nos cobran el cuadro, todavía —se quejó el Negro.
—¿Y usted no ha probado a ver un oculista? —el Colorado volvió
a la carga.
—No dispongo de tiempo para nada. El perverso rey Merak puede
caer sobre mí en cualquier momento. Es por eso que quería pedirles algo...
Los cuatro lo observaron con atención. El hombre estaba algo
inclinado hacia adelante, estudiándolos. Se mantuvo así en tanto el patrón,
saliendo de la cocina, se inclinaba sobre el mostrador preguntándose cómo
carajo se había caído el poster del perro peludo de la pared. Namur no dijo
nada hasta que el patrón se volvió hacia la cocina con un gesto de
escepticismo.
—Estamos haciendo una colecta... —explicó Namur— ...juntando
fondos para combatir contra el perverso rey Merak. No es mucho lo que les pido.
Lo que ustedes puedan, muchachos, queda en la voluntad de ustedes, no se hagan
problemas...
Se hizo un silencio prolongado. Todos miraban a Namur. Ramón se
empezó a reír.
—Flaco... —comenzó—. ¿A vos te parece... —pero no pudo
continuar. A través de los vidrios del quincho se vio una luz enceguecedora.
Todos se volvieron a mirar hacia afuera. Se oyó un zumbido, una trepidación que
sacudió levemente los vasos y los cubiertos pero que de inmediato cesó y, fuera
de la parrilla, volvió la oscuridad.
—Flaco... —retomó Ramón— ...¿A vos te parece que...
Fue cuando se abrió la puerta y apareció una figura desmañada,
verdosa y fosforescente. Una especie de humanoide, de baja estatura y ojos
saltones.
—¡Namur! —llamó—. Namur... ¿Qué pasa?
Namur se volvió hacia él.
—Ya voy, Pxer... —dijo—. Es que acá, los señores... bueno,
están pensando... La figura se acercó a la mesa, con su especie de cabeza
romboidal hizo un gesto que parecía un saludo.
—Acerqúese jefe —solicitó Pepe—. Colo, acércale una silla.
—¿Es amigo suyo? —preguntó el Negro.
—Pxer... ¿Vas a comer algo? —Namur parecía más seguro y
reconfortado de estar con alguien conocido. El humanoide dudó, pasándose una
extremidad de tres dedos sobre lo que podía ser el cogote.
—Métale, che... —el Colorado le acercó la fuente— ...el
chinchulín debe estar caliente todavía.
El patrón se había asomado nuevamente al escuchar el chirrido
de la puerta.
—Jefe —llamó Pepe—, tráigale un cubierto al amigo.
—No tenemos mucho tiempo —repitió Namur.
—Tío... —Ramón estaba escrutando a Pxer—. ¿Qué crema usa para
la cara?
—¿Con qué se da?
—¿Es algún bronceador? ¿Algún vasodilatador? El Colorado
esgrimió un cuchillo hacia Ramón.
—El "Barrocutina" —explicó— ...hay lugares donde no
llega. No se reparte. Pxer consumía los restos de la achura y era extraño ver
desaparecer la tripa en el cuerpo fosforescente.
—¿Es de tomar mucho sol su amigo? —se dirigió Pepe a Namur.
Este no llegó a contestar. Afuera hubo otro destello enceguecedor que se apagó
tan sorpresivamente como se había iniciado. Namur tuvo un gesto de inquietud.
Pxer no lo advirtió, estaba requiriendo con gesto confuso pero entendible que
le escanciaran un culito del blanco que aún quedaba.
—Lo que no hay es hielo... —se disculpaba en ese momento Ramón,
revolviendo con las pinzas inútiles el baldecito. Fue cuando se abrió la puerta
y penetraron tres figuras oscuras, altas y poco tranquilizadoras.
Apenas localizaron a Namur y Pxer les apuntaron con unas armas
brillantes como piedras preciosas. Hubo un par de destellos sin sonido, los
cuerpos de los eventuales amigos de Pepe, el Colorado, Ramón y el Negro, se
vieron orlados por un aura tornasolada y luego, se consumieron en el aire como
papeles chamuscados. De Namur quedó, sobre la silla que había ocupado, una
ceniza tibia y amontonada. De Pxer, una viruta retorcida y de color malva,
también sobre la silla. Los tres ejecutores echaron una mirada rápida al lugar,
saludaron con un vaivén de lo que se suponía eran sus cabezas, cerraron la
puerta y se marcharon. Pronto se volvió a ver la luz intensa y se escuchó un
zumbido que se alejó hasta perderse.
El Colorado, con el tenedor, pescaba en la ensaladera los
últimos vestigios de cebolla.
—Los versos que inventan para sacarte guita —dijo el Negro.
—El petiso ni abrió la boca.
—Le daba a la molleja como desesperado.
—Andá a saber... —dijo el Negro.
Pagaron, no era mucho, y volvieron al auto. Habrán llegado a
Rosario a eso de las dos de la mañana, no más, y ya casi se les había pasado la
mufa de la derrota.
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