viernes, 31 de mayo de 2013

Fresco de mano - Juan José Saer

                                                                                         A Augusto Bonardo

                                                                 1

Estoy bajo el paraíso y no sopla viento que enfríe la luz de mediodía. La fronda del paraíso es atravesada por la luz y sobre el libro y el cuaderno abierto con la frase a medio terminar, escrita en tinta azul, se proyectan unos círculos solares, de distinto tamaño. El aire calienta también la zona de sombra y siento el cuerpo húmedo y la espalda desnuda pegada al respaldo de madera de la silla. La mesa recibe también unos círculos de luz. Escucho los ruidos que mi madre hace en la cocina con las ollas y las sartenes y los cuchillos y los tenedores, metálicos, y el golpe seco del cuchillo sobre la tabla de madera. El olor de la comida llega hasta aquí. Recojo otra vez la lapicera y miro la frase, releyéndola. Ocupa los cuatro primeros renglones de la página y consiste en realidad en dos fragmentos: el fragmento final de la frase comenzada en la página anterior y el fragmento de la frase inmediatamente comenzada después del punto, que no he terminado todavía. He tachado la última palabra, "alma", y he puesto encima otra, "corazón". También la he tachado, como se ve en la página. Puse encima otra palabra, con letra chica y casi ilegible: "espíritu". También la taché. En el cuaderno dice

y por esta razón el narrador no debe interesarse por las cosas en sí mismas. El único problema real del mundo es la conciencia del hombre, que ilumina el misterio del mundo y lo constituye corno tal, y el hombre que se interesa por las cosas en sí mismas y quiere comprenderlas prescindiendo de su propia condición humana, tiene necesariamente secas ciertas fuentes de su

y después vienen las palabras tachadas. Permanezco inmóvil con la lapicera en la mano, mirando la página. Después miro el patio lleno de luz solar: la pared de ladrillos rojizos, sin revocar, que lo separa de la casa vecina, la galería en el lado opuesto, con las cuatro puertas de las cuatro habitaciones que se abren sobre ella, los sillones de mimbre y el largo umbral enfrente mío, con la altísima arcada que deja ver la altísima puerta de calle, cuyas pesadas hojas están pintadas de gris. El umbral y la galería, techados, están a la sombra. Yo también estoy a la sombra, la sombra del paraíso atravesada por esos círculos solares. Alzo la cabeza y la fronda del paraíso refulge, cegadora, en la altura. Bajo la cabeza, y dejando la lapicera sobre el cuaderno miro mi piel tostada, el pantaloncito de azul descolorido lleno de manchas. Veo mis pies sucios. La parte de mi cuerpo que puedo ver está quemada por el sol, las piernas cubiertas por un vello suave, y el pecho sin un solo vello. El extrañamiento sale del pleno vacío, y después fluye y cuaja, corno esos nudos de la madera, más oscuros, rodeados por un círculo de vacío. Oigo los ruidos metálicos que vienen de la cocina, mezclados al sonido seco de la tabla de madera. Después el chisporroteo del aceite hirviendo en la sartén y el olor del riñón cortado en pedazos que comienza a freírse. El sol refulge cegador.


                                                                  2

La voz de mamá y la de él vienen desde el living resonando apagadas y mezcladas a risas graves y fugaces. El gusto del riñón - o su recuerdo - me secan la boca y tomo un trago de limonada, directamente de la jarra. El hielo tintinea contra las paredes de vidrio de la jarra, empañada y fría, llena de gotitas que se deslizan sobre el vidrio como las gotas de sudor que recorren lentamente mi cuerpo dejando un rastro tortuoso parecido al rastro de un suplicio. La risa de él repercute más alta y se corta de golpe, por encima de la voz de mamá que murmura monótona. Recojo la lapicera, releyendo los dos fragmentos de frases, pongo un punto después de la palabra "tal", y tacho lo demás. Superpongo sobre las palabras muchas rayas irregulares en tinta azul hasta que lo escrito casi no puede leerse. Después escribo:

Dada su posibilidad de reinar sobre los hechos, la narración debe superar las cosas englobándolas en una síntesis significativa guiada por el amor al conocimiento del hombre, y propender a

El ruido de la pesada puerta gris más allá de la arcada altísima me hace levantar la cabeza justo para ver aparecer la figura de Esteban que atraviesa el hueco de la puerta y la cierra después detrás suyo. Dejo la lapicera dentro del cuaderno y me levanto, mientras cierro el cuaderno.
-¿Trabajabas? - dice Esteban.
 - Sí - le digo.
Tiene la piel tostada y una camisa blanca, recién puesta. Parece recién bañado. Se ha peinado el pelo rubio bien aplastado contra el cráneo, y corno se lo ha secado mal unas gotitas de agua le corren desde las patillas hacia la quijada. Sus ojos verdes, pétreos, contemplan el patio y se detienen en la segunda puerta que da sobre la galería. Hace un movimiento interrogativo con la cabeza.
 - El novio de mamá  - le digo, en voz baja.
Miro su pantalón gris de poplín. Está recién planchado. Está parado en medio del sol y su pelo mojado brilla. Avanza y entra en la sombra y toma un largo trago de limonada directamente de la jarra.
 - Es hora de que averigües qué clase de intenciones son las que trae  - dice, riendo secamente con la jarra en la mano.
 - No sé si debí permitirle que la visitara en casa  - digo.
 - ¿Será un muchacho de buena familia?  - dice Esteban, dejando la jarra sobre la mesa.
 - Dudo  - le digo -. La juventud de hoy día ha perdido toda moral, así venga de la mejor familia.
Esteban va y se trae un sillón de mimbre y lo instala en la sombra, cerca de mi silla. Se sienta y estirando el brazo toca con el dorso de la mano la corteza áspera y llena de cortes y de hendiduras del tronco del paraíso. El murmullo de las voces sigue llegando desde la segunda puerta de la galería. Los ojos pétreos de Esteban se clavan en ella.
 - Se está bien aquí  - dice -  ¿En qué trabajabas?
 - Alrededor de una duda  - le digo. 
 - Está bien  - dice Esteban -  A otra cosa. Inciso dos: la playa. ¿Vamos?
 - No puedo  - le digo -. Hice la promesa de no salir.
 - ¿Promesa?  - dice Esteban -. ¿A quién?
 - A mí. A mí mismo.
 - ¿A vos mismo? - dice Esteban -. ¿Y por qué a vos mismo? ¿Quién sos vos mismo?
 - Nadie  - digo.
La boca de Esteban se ríe, pero sus ojos verdes no y me recorren, pétreos. Cuando hay una persona cerca de uno, las cosas desaparecen, y cuando los ojos de esa persona nos recorren, desaparece también la persona y quedan solamente los ojos. Si esos ojos son los de Esteban, hasta los ojos mismos desaparecen, y lo que queda es algo imposible de definir. Después Esteban señala con la cabeza la segunda puerta de la galería.
- ¿Será casado?  - dice.
- Vaya a saber  - digo yo.
Las voces llegan desde la segunda puerta de la galería. Tengo la boca seca y el gusto del riñón - o su recuerdo -  me la llena. Tomo un trago de limonada directamente de la jarra. El líquido helado pasa a través de mis entrañas, pero mi boca sigue seca. Los ojos de Esteban me miran fijamente, verdes.
- Dame la jarra  - dice, y me la saca de las manos, rozándomelas con 1as suyas, sin dejar de mirarme.
- Esa promesa  - dice -  ¿fue hecha por odio?
- No - le digo -. No sé.
- ¿Tengo algo que ver con ella?  - dice Esteban.
- No. Creo que vos no - le digo.
- Me hiere  - dice Esteban -  Me hiere mucho.
Me echo a reír. El sol de las dos arde en el patio y nosotros lo contemplamos durante un momento desde la sombra ardiente del paraíso. El libro está sobre la mesa, junto al cuaderno cerrado, dentro del cual está la lapicera. En el living se ha hecho silencio y el silencio llega hasta nosotros como una voz.
 - ¿Y si llenamos la bañadera, y nos metemos adentro?  - dice de pronto Esteban.
 - No  - le digo -. Acabo de comer.
 - Tengo un terrible deseo de estar desnudo  - dice Esteban.
 - No empieces otra vez con eso  - digo yo.
Esteban se ríe, sacudiéndose, y el sillón de mimbre cruje bajo su peso.  - De acuerdo  - dice -. No tenés que tomártelo así, Angel. Te juro que no es por nada malo, te lo juro. No tengo ninguna mala intención. Te lo juro que no, Angel.
 - No te hagas el gil  - digo yo, riendo.
 - He escrito un poema  - dice Esteban.
 - Venga  - digo.
Esteban hace silencio, cierra los ojos, después comienza a recitar:

                 - Alguien tocó por mí
                   el aire, con mis manos.
                   Alguien vivió
                   mis noches, mis veranos.
                   Alguien que no fui yo
                   Llegó hasta aquí
                   Oh, cielo, danos...

La segunda puerta de la galería se abre bruscamente. Esteban interrumpe el poema y abre los ojos. Mamá está en la puerta. Tiene un salto de cama sucio y lleno de flores rojas y la cabeza llena de ruleros. Un cigarrillo cuelga de sus labios.
 - ¿Queda algo de limonada, Angel?  - dice.
 - Sí  - le digo.
Mamá se acerca haciendo susurrar sus chinelas sobre la galería; baja al patio y
su larga sombra la sigue hasta que llega bajo la sombra del paraíso y su propia sombra desaparece. El cigarrillo cuelga de sus labios y mamá entrecierra un ojo para que el humo no se lo haga arder. Sus arrugas se acentúan debido a la trabajosa expresión de la cara.
- ¿Cómo te va, Estebancito?  - dice mamá, con su voz áspera.
- Bien, señora  - dice Esteban.
- ¿Y tu mamá?  - dice mamá.
- Bien  - dice Esteban.
- ¿De veras que te tocó marina?  - dice mamá.
- Sí   -  dice Esteban.
- El nene tuvo más suerte que vos, entonces  - dice mamá, señalándome con la cabeza.
- Ahí está la limonada  - digo.
Mamá me mira rápidamente y recoge la jarra.
- Hasta luego, Estebancito  - dice.
- Hasta luego, señora  - dice Esteban.
Mamá se vuelve y se detiene. Esteban y yo miramos en dirección a la segunda puerta de la galería. El está ahí, parado, y nos sonríe.
- La tomo con los muchachos. Vos andá a bañarte, Elvira  - dice.
- Estoy lista en un minuto  - dice mamá.
Deja la jarra sobre la mesa y desaparece. Tiene la cara redonda, pueril, oscurecida por la barba, y le queda muy poco pelo en la cabeza. Está vestido con un traje blanco, sucio y raído. Tiene demasiada barriga. Sus ojos evitan mirarme cuando me habla.
- En qué andan, muchachos  - dice.
- Conversábamos  - dice Esteban.
- Permiso  - dice él -  Voy a servirme un trago de limonada.
Llena el vaso de limonada, sin mirarme, y se lo toma.
- Y, Angelito, ¿cómo marcha ese periodismo?  - dice.
- Bien  - digo.
- Se gana bien ahí, ¿no?  - dice.
- Algo se gana  - digo.
- De joven me  gustaba el periodismo  - dice él -  Y me gustaban los versos también. Tu mamá me ha dicho que te gustan mucho los versos.
Evita mirarme. Los ojos verdes de Esteban, en cambio, me contemplan, pétreos. No respondo.
 - Sírvase otro vaso de limonada  - dice Esteban.
 - Gracias  -  dice él. Lo sirve y se lo toma. Una gota cae del vaso al suelo, mientras él permanece tomándoselo, con la cabeza echada hacia atrás. Después deja el vaso sobre la mesa.
- Calor - dice  -. Mucho calor.
Tiene la barba veteada de gris. Carraspea.
- Mucho - dice  -. Mucho.
Vuelve a carraspear. Los ojos de Esteban me contemplan, los siento. Los de él, en cambio, evitan mirarme.
 - Permiso, muchachos  - dice por fin - Voy adentro.
 - Atienda, nomás  - dice Esteban.
 - Angelito  - dice él, indeciso -. Una de estas noches tenemos que ir a comer unos pescados  por ahí, ¿no te parece?
 - Sí. Lógico -, digo yo.
- Bueno, muchachos. No los molesto más  - dice él.
Oigo el chasquido de sus zapatos en la tierra y después el taconeo sobre las baldosas. Esteban lo mira alejarse por encima de mi cabeza. Oigo el ruido de la segunda puerta al cerrarse.
 -Tenía sed - dice Esteban.
                    
                                                                   3

De pie contemplo cómo el chorro de agua de la canilla cae en la bañadera., con un estruendo rápido. La bañadera está a medio llenarse y el agua salpica los mosaicos blancos y negros del cuarto de baño.
- Seguro que la llevó a tomar un helado  - dice Esteban.
Esteban se mira durante un momento en el espejo. Se toca la mejilla con la mano.
- Es extraño  - dice.
 Toda su ropa cuelga de la percha. A través de los vidrios esmerilados de la puerta del baño veo la refulgencia del sol de la tarde. En la atmósfera flota todavía el olor a perfume barato de mamá. Esteban sacude la cabeza, haciendo una mueca a su propia imagen, y después se mete en la bañadera.
- ¿Cómo sigue?  - le digo.
- ¿Qué cosa?  - dice Esteban.
- El poema  - digo -. ¿Cómo sigue?
Esteban cierra los ojos y comienza a recitar, metido en el agua hasta el cuello.

                                 - Oh, cielo, danos 
                                 luz más ardiente para saber 
                                 -  si es que eso puede ser sabido - 
                                 quién labró por nosotros nuestro ayer
                                 y vivió lo que hemos vivido.

Esteban permanece con los ojos cerrados, acostado boca arriba en la bañadera, con el agua hasta el cuello.
- Esteban  - le digo -. Ellos sufren.
- ¿Quiénes?  - dice Esteban.
- El - digo yo -. Ella. Sobre todo él. Ella, sobre todo.
- Yo abriría la puerta  - dice Esteban -.  Me gustaría ver desde aquí el paraíso.
 - No se ve desde aquí  - le digo.
Me saco el pantaloncito descolorido y voy hacia la bañadera.


                                                                    4

No escucho más que el ruido de la lluvia en la casa sola. He puesto la mesa en la galería para ver la lluvia mojando incansablemente el paraíso, a la luz de relámpagos verdes. El agua a veces me salpica la cara. El cuaderno está abierto sobre la mesa y a su lado está la lapicera, cerrada. Tengo la boca seca. Cuando los relámpagos iluminan el patio veo los charcos que el agua ha ido formando sobre la tierra. La luz de la galería alumbra apenas el cuaderno y la mesa y me he ubicado de modo tal que mi sombra no me impedirá trabajar. Siento el rostro  reseco, y un gusto a sal, y la boca seca. La copia del poema de Esteban asoma de entre las páginas del libro. Releo lo escrito en tinta azul, inmediatamente después de lo tachado:

Dada su posibilidad de reinar sobre los hechos, la narración debe superar las cosas englobándolas en una síntesis significativa guiada por el amor al conocimiento del hombre y propender a

Tomo la lapicera y después de releer "y propender a" escribo a su lado "la". Vacilo un momento, miro la lluvia mojando la fronda brillante del paraíso, y después me inclino otra vez sobre el cuaderno y pongo la palabra "sabiduría".


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