Hattie tiró de la cadenita de la lámpara de
mesa, estiró la sábana hacia sus hombros y permaneció tendida, tensa, esperando
que se calmaran la tos y los resuellos de Alice.
—Alice —murmuró.
No hubo respuesta. Sí, ya estaba durmiendo,
aunque siempre afirmaba que no cerraba el ojo antes de que el reloj diera las
once.
Hattie se fue deslizando suavemente hacia el
borde de la cama y con lentitud sacó un pie enfundado en una media blanca. Se
dio vuelta para mirar a Alice, de la que nada era visible salvo su nariz
afilada, que se proyectaba entre la orla de su gorro de dormir y la sábana que
le cubría la boca. Estaba inmóvil.
Hattie se levantó cautelosamente de la cama,
respirando rápido a causa de la emoción. En la semioscuridad, veía las dos
dentaduras dentro de los vasos de agua sobre la mesilla. Rió nerviosamente.
Como un fantasma blanco, atravesó el cuarto,
hasta más allá del banquillo victoriano. Se detuvo ante el costurero, levantó
la tapa plegable y buscó a tientas entre los carretes de hilos y los moldes de
papel, hasta que encontró las tijeras. Entonces, sujetándolas con fuerza,
atravesó de nuevo la habitación. Antes de acostarse había dejado entornada la
puerta del armario ropero, y entonces la abrió sin un crujido. Metió una mano
temblorosa en la negrura del armario, tocó los dos abrigos de lana y unos
cuantos vestidos. Finalmente, palpó algo velloso y levantó la percha de la que
colgaba. Las tijeras se le escurrieron de la mano. Hubo un ruido, seguido por
una risita a medias reprimida.
Desde atrás de la puerta del armario echó un
vistazo a Alice, inmóvil en la cama. Alice era dura de oído. Con los dedos de
los pies doblados hacia arriba, tiesos, Hattie se dirigió despacio hacia el
sillón del lado de la ventana, por la que entraba, oblicuamente, un rayo de
luna; se sentó con las tijeras y la chaqueta de angora en su regazo. A la luz
de la luna, su rostro brillaba, desdentado y diabólico. Examinó la chaqueta al
modo de quien tienta un pedazo de carne antes de decidir por dónde meter el
cuchillo.
Era una chaqueta realmente bonita. Alice la había
recibido la semana anterior de su sobrina, como regalo de cumpleaños. Alice
nunca se habría permitido comprar algo tan lujoso. La chaqueta la hizo feliz
como a una niña; se la ponía todos los días por encima del vestido.
Las tijeras cortaron con un ronroneo a lo largo
de las suaves mangas de lana, desde los puños a las hombreras. Meditó un
momento. Otro corte. En la espalda, claro está; pero sólo cosa de un palmo,
para que no fuese visible inmediatamente.
Unos segundos más tarde había dejado las tijeras
en el costurero y colgado la chaqueta en el ropero. Se tendió debajo de la sábana.
Lanzó un largo suspiro. Pensó en las mangas abiertas y en la cara de Alice por
la mañana. No había manera de remendar la chaqueta y Hattie se sentía
satisfecha de sí misma.
A las ocho y media las despertó la camarera del
hotel. Era un ritual que nunca variaba: tres golpes de los nudillos en la
puerta y una voz chillona con un dejo de insolencia:
—Las ocho y media. El desayuno está listo.
Entonces, Hattie, que siempre se despertaba la
primera, sacudía a Alice por el hombro.
Mecánicamente, se sentaron en sus lados
respectivos de la cama y se sacaron por la cabeza las camisas de dormir,
revelando una ropa interior limpia y blanca. No decían nada. Siete años de
coexistencia habían reducido su conversación a lo más indispensable.
Sin embargo, aquella mañana Hattie pensaba en la
chaqueta. Se sentía cohibida, pero no se le ocurrió nada por decir o hacer que
aliviara la tensión, de modo que paso más tiempo del habitual peinándose. Tenía
una trenza de casi tres palmos de largo, que se colocaba alrededor de la
cabeza, y todas las mañanas la deshacía para darle sus cien pasadas de cepillo.
El cabello era su única vanidad. Finalmente, se levantó, moviéndose inquieta y
fingiendo que se abrochaba el vestido.
Alice parecía pasarse un siglo en el lavabo,
haciendo gárgaras con una solución de agua tibia y sal. Por las mañanas, se
mantenía tercamente fiel al agua salada, a pesar de la tentadora presencia de
la botella de enjuague rosado de Hattie, colocada sobre el estante.
—¿De qué te ríes?—preguntó Alice, volviéndose
con el rostro húmedo y sonriendo ligeramente.
Hattie no pudo contestar, miró las dentaduras en
los vasos, sobre la mesilla, y volvió a reírse.
—Toma tu dentadura.
Le alargó el vaso.
—Se me ocurrió que bajarías a desayunar sin ponértela.
—Vamos, Hattie, ¿me has visto alguna vez salir
del cuarto sin la dentadura puesta?
Alice se sonrió para sí misma. Sería un buen día,
pensó. La señora Crumm y su hermana habían regresado de un fin de semana afuera
y por la tarde podrían jugar las cuatro a los naipes. Se dirigió al armario,
descalza, con sólo las medias puestas.
Hattie la siguió con la mirada, mientras
descolgaba su vestido azul pálido, el que iba mejor con la chaqueta beige de
angora. Desabrochó los botoncitos del frente. Luego, descolgó la chaqueta y
metió un brazo en una manga.
—¡Oh!—susurró con desconsuelo.
Luego, como una niña dolida, cerró los ojos e
hizo una mueca malhumorada. Las lágrimas le resbalaron en seguida por las
mejillas.
—¡Oh, Hattie!
Ésta sonrió estúpidamente, incómoda, aunque
disfrutaba de lo lindo.
—¡Dios mío! Parece mentira —exclamó—. ¿Quien
puede haberte jugado una broma así?
Se acercó a la cama, en la que se sentó, doblándose
de risa.
—Hattie, tú lo hiciste—declaró Alice con voz
vacilante.
Apretaba la chaqueta contra el pecho.
—Hattie, eres una malvada.
Tendida ahora a través de la cama, Hattie se reía
histéricamente.
—Sabes de sobra que no lo hice, Alice… Ja… ja… ja… ¿Por qué habría hecho yo algo…?
La risa incontrolable le impidió continuar.
Hattie siguió tendida unos minutos, hasta que se
calmó lo bastante para bajar a desayunar. Cuando salió del cuarto, Alice estaba
sentada en el sillón al lado de la ventana, sollozando, con la cara hundida en
la chaqueta de angora.
Alice no bajó hasta que la llamaron para la
comida. En la mesa charló con la señora Crumm y su hermana e hizo como si no
viera a Hattie, que estaba sentada frente a ella, silenciosa e inquieta, pero
sin arrepentirse de lo que había hecho. Habría podido soportar días y días de
indiferencia por parte de Alice sin experimentar el menor remordimiento.
Hacía un día espléndido. Después de comer,
salieron con la señora Crumm, su hermana y la señora Holland, la directora del
hotel, y se sentaron en Gramercy Park.
Alice fingió estar absorta en su libro. Era una
novela de detectives de su autor favorito, el libro pertenecía a la biblioteca
circulante del hotel. La señora Crumm y su hermana monopolizaban la conversación.
Un viaje de fin de semana daba tema para varias tardes y la señora Crumm podía
recordar con precisión todos los platillos que se había comido en varios días.
El tono monótono de las voces y el calorcillo
del sol hicieron caer a Alice en una somnolencia. La pagina se volvió borrosa.
Por la mañana, había planeado la actitud a
adoptar con Hattie. Se mostraría fría y distante. No era la primera vez que
Hattie cometía un ultraje como aquél. Meses antes derramó tinta en su mantel de
encaje, la víspera del día en que iba a regalárselo a su sobrina… Y había también
la desaparición de un tomo de poesías de Tennyson, encuadernado en piel. Estaba
segura de que Hattie lo escondía en alguna parte. Había decidido que por la
noche haría calmosamente sus maletas, escribiría a Hattie una nota, breve pero
clara, y se marcharía del hotel. Se iría a otro del mismo barrio y daría a
conocer, a través de la señora Crumm, donde estaba y así tendría la satisfacción
de que Hattie fuese a verla y a pedirle perdón. Pero la verdad era que no
estaba segura, ni mucho menos, de que Hattie fuese a verla y esta posibilidad
le impidió seguir ese peligroso camino. ¿Y si tenia que pasar a solas el resto
de su vida? Era mucho más fácil quedarse donde estaba, jugar agradablemente a
los naipes por las tardes y vengarse en pequeñas cosas. Se consoló diciéndose
que esto también sería más distinguido. No pensó en detalle lo que haría o diría
con el propósito de lastimar a Hattie. Las ocasiones se presentarían por sí
mismas…
La señora Holland la sacó de su somnolencia de
un codazo.
—Vamos a tomar unos helados. Y después, a jugar
unas partiditas.
—Estaba justamente en lo más emocionante de la
novela…
Pero Alice se levantó con las demás y casi
estaba contenta caminando hacia la heladería.
Alice ganó a los naipes y se sintió satisfecha.
Hattie, que la había mirado todo el día con inquietud, se mostró muy aliviada
cuando Alice decidió que podían volver a hablarse.
A pesar de todo, el recuerdo de la chaqueta
echada a perder escocía a Alice y le daba un sentimiento de injusticia. En
realidad, se avergonzaba de sí misma por tomárselo con tanta ligereza. Dejaba
que Hattie la pisoteara. Deseaba poder sentir un odio real y verdadero.
A las nueve estaban ya en su cuarto, leyendo. Se
había desvanecido todo vestigio de contrición o timidez por parte de Hattie.
—Qué día más hermoso, ¿verdad? —se aventuró a
decir.
—¡Uh, uh!…
Alice no levantó los ojos del libro.
—Bueno… —Hattie hizo la observación inevitable a
través del inevitable bostezo—: Me parece que voy a acostarme.
Unos minutos más tarde, ambas estaban en la
cama, apoyando las espaldas en cuatro almohadas, Hattie con el periódico y
Alice con la novela de detectives. Permanecieron un rato en silencio. Luego,
Hattie arregló sus almohadas y se tendió.
Buenas noches, Alice.
—Buenas noches.
Alice apagó pronto la luz y hubo un silencio absoluto
en el cuarto, excepto por el suave tic-tac del reloj y el runruneo ocasional de
un automóvil. El reloj en la repisa de la chimenea zumbó y comenzó a dar las
diez.
Alice estaba tendida con los ojos abiertos.
Durante todo el día había retenido las lágrimas y entonces comenzó a sollozar.
Pero sintió que no eran las lágrimas pueriles de la mañana. Se secó la nariz
con la sábana.
Se incorporó sobre un codo. La trenza de cabello
oscuro de Hattie perfilaba el cuello y el hombro sobre la blanca sábana. Se sentía
muy fuerte, lo bastante para estrangular a Hattie con sus propias manos. Pero
la idea de matarla se esfumó de su mente tan de prisa como entrara en ella. Su
venganza debía ser algo duradero, que le doliera, algo que Hattie tuviera que
soportar y que ella gozara.
Entonces se le ocurrió la idea y se levantó y
dirigió al costurero sin detenerse, como Hattie lo hiciera veinticuatro horas
antes… y se encontró al lado de la cama, inclinada sobre Hattie, mirando su
rostro plácido, dormido, mirándolo a través de las lágrimas y de sus ojos
miopes. Dos tijeretazos rápidos cortarían la trenza cerca de la cabeza. Pero
Alice bajó algo las tijeras, hasta el lugar donde la trenza era más apretada.
Apretó las tijeras con ambas manos, las hizo masticar la trenza mientras Hattie
se despertaba lentamente al contacto frío del metal en el cuello. Rrrac…
y ya estaba.
—¿Qué pasa? ¿Qué…? —exclamó Hattie.
La trenza, cortada, se extendía como una
serpiente gris oscuro sobre la sábana.
—¡Alice! —gritó Hattie, y tanteándose el cuello
encontró el pelo tieso del muñón de la trenza—. ¡Alice!
Ésta se hallaba a unos palmos de distancia,
mirando a Hattie, ya sentada en la cama y de súbito se sintió embargada por la
alegría. Rió entre dientes y al mismo tiempo se le saltaron las lágrimas.
—Tú me lo hiciste —dijo—. Tú cortaste mi
chaqueta.
El instante de defensa de Alice era innecesario,
porque Hattie estaba absolutamente encogida y aturdida. Empezó a salir de la
cama, como para ir al espejo, pero volvió a sentarse, gimiendo y llorando, palpándose
el horrible muñón de la trenza. Luego volvió a tenderse, sin dejar de gemir
contra la almohada. Alice se quedó de pie y finalmente se sentó en el sillón.
Estaba llena de energía, sin sueño. Pero hacia el amanecer Hattie se durmió y
Alice se deslizó entre las sábanas.
Hattie no le habló, por la mañana, ni la miró.
Colocó la trenza en un cajón. Luego se puso un pañuelo en la cabeza, para bajar
a desayunar, y en el comedor se sentó a otra mesa que la que Alice y ella solían
ocupar. Alice vio a Hattie hablando con la señora Holland después del desayuno.
Unos minutos más tarde, la señora Holland se
acercó a Alice, que estaba leyendo en un rincón del vestíbulo.
—Me parece —le dijo la señora Holland— que usted
y su amiga se sentirían mejor si ocuparan cuartos distintos durante una
temporada, ¿verdad?
Esto tomó a Alice por sorpresa, aunque, al mismo
tiempo, había temido algo peor. La declaración que había preparado sobre la
tinta vertida, el Tennyson desaparecido y la chaqueta de angora echada a perder
se desvaneció, y contestó con voz firme:
—Claro que sí, señora Holland. Estoy dispuesta a
lo que Hattie quiera.
Alice se ofreció a cambiar de cuarto, pero fue
Hattie quien se mudó. Se instaló en una habitación pequeña, tres puertas más allá,
en el mismo piso.
Aquella noche, Alice no pudo dormir. No era que
pensara concretamente en Hattie, o que le supiera mal haber hecho lo que hizo
—puesto que no se arrepentía—, sino que las cosas, el cuarto, la oscuridad,
incluso el tic-tac del reloj, eran distintas porque estaba sola. Un par de
veces, durante la noche, oyó pasos al otro lado de la puerta y pensó que sería
Hattie que volvía, pero eran sólo huéspedes que iban al lavabo del final del
pasillo. Se le ocurrió que podía llamar a la puerta de Hattie y pedirle perdón;
pero, se dijo, ¿por qué iba a hacerlo?
Por la mañana, Alice, observando el aspecto de
Hattie, se dio cuenta de que ella tampoco había dormido. No se hablaron ni se
miraron durante todo el día, y a la hora de jugar a los naipes o de tomar el té
a las cuatro y media, se las arreglaron para sentarse en mesas distintas. De
nuevo, Alice durmió muy mal aquella noche, y lo atribuyó al estofado de cordero
de la cena, que le costaba digerir. A Hattie tal vez también le costara, pues
la digestión de ésta era peor que la suya, si cabía.
Transcurrieron otros tres días y en los rostros
de Hattie y Alice se veían claramente los estragos de las noches de insomnio.
La señora Holland se fijó en ello y ofreció a Alice un sedante, pero ésta lo
rechazó cortésmente. Tenía su orgullo, no iba a dejar que se dieran cuenta de
que la perturbaba la ausencia de Hattie, y además pensaba que era una debilidad
y una falta de moderación ceder a los somníferos, aunque Hattie tal vez lo
hiciera.
El quinto día, a las tres de la tarde, Hattie
llamó a la puerta de Alice. Tenía la cabeza todavía envuelta en un pañuelo, uno
de los tres que poseía, y el que llevaba era el que Alice le había regalado por
la última Navidad.
—Alice, quiero decirte que lo siento, si tú
lo sientes también —dijo Hattie, con los labios temblorosos y torcidos por el
esfuerzo de contener las lágrimas.
Para Alice, aquel momento era o hubiese debido
ser de triunfo. Lo era, pensó, aunque algo —no estaba segura de qué— lo empañaba
un poco, no dejaba que fuese una victoria completa.
—Lamento lo de tu trenza, si tú lamentas lo de
mi chaqueta —replicó Alice.
—Lo lamento —dijo Hattie.
—Y si lamentas lo de la mancha de tinta en mi
mantel de encaje… y… ¿dónde está mi libro de poesías de Tennyson?
—No lo tengo —contestó Hattie, con la voz todavía
temblorosa por las lágrimas contenidas.
—¿Que no lo tienes?
—No —declaró Hattie con firmeza.
Como en un relámpago, Alice adivinó lo que
realmente había sucedido: Hattie, en algún momento, en algún lugar, lo había
destruido, de modo que en cierto modo era verdad que no lo tenía. Alice se dio
cuenta de que no debía mantenerse en sus trece en esa cuestión, que debía
perdonarla y olvidar, aunque no llegó, ni intelectual ni emocionalmente, a esta
decisión, sino que, simplemente, se dio cuenta de ello y obró en consecuencia:
—Muy bien, Hattie. Puedes mudarte, si quieres.
Hattie volvió al cuarto con sus cosas, si bien a
la hora de los naipes, a las cuatro, todavía se sentaron en mesas distintas.
Hattie, una vez se hubo tragado su orgullo como
nunca lo había hecho en su vida, al llamar a la puerta de Alice y al decir que
sentía lo ocurrido, durmió mucho mejor al volver a la situación habitual, pero
la perseguía una acechante sensación de que era una injusticia. En fin de
cuentas, un libro de poemas y una chaqueta pueden sustituirse, pero, ¿cómo
sustituir la trenza? Alice se había vengado, ciertamente, y con creces. No
estaban a mano…
Al cabo de unos días, Hattie y Alice habían
vuelto a la normalidad; se hablaban poco, pero parecían entenderse, pues comían
y jugaban a los naipes en la misma mesa. La señora Holland parecía satisfecha.
A Alice le pasó por la cabeza comprarle a Hattie
un tónico para el cabello, bastante caro, que vio un día en un escaparate de la
avenida Madison, durante un paseo con la señora Holland y el grupo de huéspedes.
Pero no lo compró; ni tampoco un tratamiento especial para el cabello que vio
anunciado en una revista y del que se garantizaba que hacía crecer el cabello más
de prisa y más abundante que nunca, que Alice leyó en detalle el anuncio.
Entretanto, Hattie luchaba en silencio con su muñón
de trenza y se cepillaba regularmente el cabello, como de costumbre, pero sólo
mientras Alice tomaba su baño o estaba fuera de la habitación, para que no la
viera haciéndolo. Nada de lo que poseía Alice le parecía bastante interesante
para su venganza.
Pero se acercaban las Navidades. Hattie decidió
esperar pacientemente a ver lo que le regalaban a Alice.
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