Antecedentes: La escena ocurre en la ciudad de Los
Angeles. El detective Philip Marlowe ha sido citado en el bar de un hotel por
un futuro cliente. El fragmento que sigue narra el momento en que Marlowe va a
encontrarse con él en el hotel.
Capítulo 13
A las once de la
mañana me encontraba sentado en el tercer comportamiento del lado derecho, al
entrar desde el comedor anexo. Tenía la espalda apoyada contra la pared y podía
ver a cualquiera que entrara o saliera. Era una mañana clara, sin neblina ni
alta nubosidad, y el sol deslumbraba la superficie de la pileta de natación que
comenzaba inmediatamente después de la pared con azulejos del bar y se extendía
hasta el extremo opuesto del comedor. Una muchacha con malla blanca de piel de
tiburón, de deliciosa silueta, subía la escalera del trampolín alto. Observé la
franja de piel pálida que aparecía entre la piel quemada de sus muslos y la
malla. La observé carnalmente. Luego desapareció de mi vista, oculta por la
inclinación del techo. Un momento después la vi descender como una flecha
haciendo un uno y medio. La salpicadura subió lo suficiente como para alcanzar
el sol y hacer varios arcos iris tan hermosos como la muchacha misma. Luego
volvió a la escalera y se sacó el gorro blanco y sacudió el pelo. Bamboleó su
trasero hacia una mesita blanca y se sentó junto a un leñador de pantalones
blancos de algodón y anteojos ahumados y tan quemado que no podía ser otra cosa
que el cuidador de la pileta. Este se inclinó y le dio una palmada en el muslo.
Ella abrió una boca del tamaño de una boca de incendio y rió. Aquello terminó
con mi interés en ella. No oía su risa, pero la sima abierta en su rostro
cuando abrió el cierre relámpago sobre su dentadura me bastaron.
El bar estaba
bastante vacío. Tres asientos más allá, un par de graciosos se estaban
vendiendo mutuamente trozos de películas de la Twentieth Century Fox,
utilizando movimientos de ambos brazos en vez de dinero. Tenían un teléfono
sobre la mesa, entre ellos, y cada dos o tres minutos, jugaban al juego de
quién llamaba primero a Zanuck para ofrecerle una idea genial. Eran jóvenes,
morenos, ansiosos y llenos de vitalidad. Desplegaban tanta actividad muscular
en la conversación telefónica como la necesaria para subir a un hombre gordo
por una escalera hasta el cuarto piso.
Había un tipo triste
junto al mostrador del bar, hablándole al encargado del bar, quien limpiaba un
espejo y escuchaba con esa sonrisa plástica que usa la gente cuando trata de no
gritar. El cliente era de mediana edad, bien vestido y estaba borracho. Quería
hablar y no habría dejado de hacerlo aunque realmente no hubiera tenido deseos
de hablar. Era amable y amistoso, y cuando yo lo oí no parecía tartamudear
mucho, pero uno se daba cuenta que se agarraba a la botella y sólo la dejaba
cuando se quedaba dormido por la noche. Así sería para el resto de su vida, y
su vida era todo eso. Nunca se sabría cómo había llegado a ello, porque aunque
él lo contara, no sería verdad. Cuando más, una distorsionada versión de la
realidad, tal como él la conocía. Hay un hombre triste como aquél en cada bar
tranquilo del mundo.
Miré el reloj y
comprobé que el poderoso editor llevaba veinte minutos de atraso. Decidí
esperar media hora y después irme. Nunca conviene dejar que el cliente
establezca las reglas. Si él lo trata a los empujones supondrá que otra gente
también puede hacerlo y no lo contrata a usted por eso. Y precisamente en aquel
momento yo no tenía tanta necesidad de trabajo como para permitir que algún
ricachón del lejano Este me usara como silla de montar, uno de esos directores
importantes con oficinas revestidas de madera en el piso ochenta y cinco, una
hilera de botones y teléfonos internos y una secretaria del Instituto Hattie
Carnegie para Oficinistas Especiales, con un par de ojos grandes, hermosos,
prometedores. Este era el tipo de explotador que le diría a usted que lo espera
a las nueve en punto, y si a usted se le ocurriera no estar sentado y
quietecito, con una sonrisa amable en la cara, cuando él apareciera dos horas
más tarde, en un inmenso Gibson, sufriría un paroxismo de ultrajada capacidad
ejecutiva que requeriría una estadía de cinco semanas en Acapulco antes de
poder ocuparse nuevamente de sus asuntos.
El mozo pasó a mi
lado y dirigió una mirada suave al débil whisky con agua de mi vaso. Sacudí la
cabeza y el mozo siguió de largo. Fue entonces cuando entró en el bar un verdadero
sueño en forma de mujer. Por un instante me pareció que todo sonido habíase
apagado en el bar, que los dos graciosos habían cesado de negociar y que el
borracho sentado en el taburete había dejado de mascullar; fue como cuando el
director de orquesta golpea con la batuta en el atril, levanta los brazos y
mantiene a todos en suspenso. Era delgada y bastante alta; llevaba un traje
sastre de hilo blanco con un pañuelo de pintitas blancas y negras alrededor del
cuello. El cabello era de color oro pálido como el de las princesas de los
cuentos de hadas. El pequeño sombrero y el cabello dorado alrededor recordaban
un pájaro en su nido. Los ojos eran de un color extraño, azul violáceo, y las
pestañas largas y quizá demasiado claras. Se dirigió hacia la mesa de enfrente
y empezó a sacarse los guantes blancos. El mozo se acercó en seguida y le
apartó la mesa en tal forma y con tanta deferencia que no existe mozo en el
mundo que me la hubiera apartado a mí de esa manera. La joven se sentó, aseguró
los guantes con una cadenita de la cartera y agradeció al mozo con una sonrisa
tan suave, tan exquisitamente pura, que el hombre casi quedó paralizado por la
emoción. Ella dijo algo en voz baja y el mozo, después de inclinarse hacia
adelante, salió casi corriendo. He ahí un tipo que realmente tenía una misión
en la vida.
Le clavé la vista y
ella captó mi mirada. Levantó los ojos media pulgada y me pareció haber dejado
de existir. Casi perdí el aliento.
Hay rubias y rubias,
y hoy en día es casi una palabra que se toma en broma. Todas las rubias tienen
su no sé qué, excepto tal vez las metálicas, que son tan rubias como un zulú
por debajo del color claro, y en cuanto al carácter, tan suave y blando como el
empedrado de la vereda. Está la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los
pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul
de hielo. Está la rubia que lo mira de arriba abajo y tiene un perfume
encantador y resplandece tenuemente y se cuelga de su brazo y está siempre muy,
muy cansada cuando usted la acompaña a su casa. Ella hace ese gesto de
impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y a usted le gustaría
aporrearla, aunque esté contento de haber descubierto lo del dolor de cabeza
antes de haber invertido en ella demasiado tiempo y dinero y esperanzas. Porque
el dolor de cabeza siempre estará ahí, un arma que nunca deja de usarse, tan
mortífera como la espada del asesino o el frasco de veneno de Lucrecia.
Está la rubia dulce
y dispuesta y aficionada a la bebida, a quien no le importa lo que lleva puesto
–siempre que sea visón– o adónde va –siempre que sea el Starlight Roof y haya
mucho champaña seco–. Está la rubia pequeña y altiva que es una verdadera
compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido
común, y sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor
de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review.
Está la rubia pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy
lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted
no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en
segundo lugar porque ella está leyendo “La tierra perdida” o Dante en el
original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la
música y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede
decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más
tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir
que son dos.
Y, por último, está
la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y
después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con
una villa de color de rosa pálido en el cabo de Antibes, un coche Alfa Romeo
completo con chofer y acompañante y una caballeriza de aristócratas enmohecidos
a los que tratará con la atención distraída y afectuosa de un anciano duque que
dice buenas noches a su criado.
Aquel sueño
atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera
era de este mundo. Era inclasificable, tan remota y clara como el agua de la
montaña, tan evasiva como su color. Todavía la miraba, cuando oí junto a mí una
voz que decía:
—Me he retrasado en
forma imperdonable. Le ruego que me disculpe. Mi nombre es Howard Spencer.
Usted es Marlowe, por supuesto.
Di vuelta la cabeza
y lo miré. Era de mediana edad, más bien regordete, vestido en forma un tanto
despreocupada, pero bien afeitado, y el pelo muy fino peinado hacia atrás con
todo cuidado. Usaba un llamativo chaleco cruzado, prenda que muy pocas veces se
ve en California, como no sea llevada por algún visitante de Boston. Llevaba
lentes y bajo el brazo un portafolio viejo y gastado.
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