Había una vez un joven
que estaba de visita en Roma.
Era su primera
visita; venía del campo, pero por un lado no era tan joven ni por otro tan
simple como para imaginar que una hermosa y gran capital pudiera albergar
promesas más bellas que cualquier otra parte. Ya sabía que la vida era en gran
medida ilusiones, que, aunque ocurrieran cosas maravillosas, muchos desengaños
vendrían compensarlas; también sabía que la vida podía ofrecer algo peor aún:
la posibilidad de que no ocurriera absolutamente nada. Y esto último siempre
era mucho más probable en una gran ciudad concentrada en sus propios asuntos.
Pensando en eso, se
detuvo en las escalinatas de la Piazza di Spagna e inspeccionó el magnífico
panorama que se desplegaba ante sus ojos. Escuchó el envolvente zumbido del
tránsito y observó cómo se encendían las luces contra el dorado atardecer de
Roma. Los automóviles se desplazaban con sigilo cerca de las fuentes y tomaban,
imperiosos, la luminosa Via Condotti; los rojos carteles de neón apuñalaban las
sombras con invitaciones; las ventanas amarillas de los ómnibus estaban
atestadas de rostros concentrados en ir hacia algún lugar: todos en la ciudad
parecían tener un plan para aquella noche. Él era el único sin nada que hacer.
Se sintió la única
persona completamente sola en la ciudad. Pero buscar aventuras no es la mejor
manera de atraerlas, más bien las ahuyenta. Semejante estado de ánimo no
promete nada. De modo que el joven subió los escalones, dejó atrás la encantadora
iglesia y siguió subiendo la cuesta adoquinada rumbo a su hotel. En los bares y
restaurantes de esas calles angostas había cada vez más bullicio. Pero en las
anchas veredas de la Vittorio Veneto, bajo las hileras de árboles que conducían
a la Villa Borghese, la alta sociedad romana debía de estar llenando los cafés
más elegantes de Europa para disfrutar del crepúsculo con un aperitivo. ¡Eso
sería lo más solitario del mundo! Por eso el joven prefirió las calles más
tranquilas, más antiguas, para el solitario regreso a su habitación.
En una de esas
calles, un callejón sin veredas entre viejas casas amarillas, una de esas calles
que en Roma de golpe pueden abrirse a una piazza secreta con su fuente y
su iglesia barroca, un rincón grave y preciado, advirtió que estaba solo, salvo
por una figura femenina que bajaba la cuesta en su dirección.
A medida que la
mujer se acercaba, vio que vestía con elegancia, que en su porte ardía un suave
fuego latino, que su andar inspiraba respeto. Un velo le cubría la cara, pero
era imposible imaginar que no fuera hermosa. Solo con ella, pasando tan cerca
de ella, ella, que simbolizaba la aventura que la noche romana le había negado,
lo sobrecogió una melancolía aún más grande. Se sentía miserable como una
alcantarilla, pequeño, hundido, digno de lástima. Encorvó los hombros y bajó la
vista, pero no sin antes lanzar una mirada furtiva hacia los ojos de la mujer.
Lo que vio lo
impactó tanto que se detuvo; se quedó mirándola, impresionado. No, no se había
equivocado. La mujer estaba sonriendo. Además, ella también había titubeado. Lo
primero que pensó fue: “¿Será una puta?”. Pero no, no tenía esa clase de sonrisa,
aunque la de ella tampoco carecía de afecto. Y entonces, para su asombro, la
mujer habló:
—Yo… Yo sé que no
debería pedírselo, pero es una noche tan hermosa, y tal vez usted está solo,
tan solo como yo…
Era muy bella. Lo
había dejado sin habla. Pero su creciente euforia lo hacía sonreír. Ella
continuó, vacilante todavía, sin dar ninguna impresión de que estuviera
buscando un cliente.
—Pensaba que…
quizás… podríamos dar un paseo, tomar algo…
Por fin, el joven
juntó coraje.
—Nada en el mundo me
gustaría más. Y la Via Veneto está solo a un minuto de aquí.
Ella volvió a
sonreír.
—Mi casa está cerca…
Caminaron en
silencio unos pocos pasos por esa misma calle, hasta un callejón por el que la
joven ya había pasado. Ella se lo indicó con un gesto. Caminaron por allí hasta
donde las primeras casas humildes desembocaban en una especie de recoveco. Se
toparon con el muro de un jardín, y detrás del muro vieron una inmensa y
elegante mansión. La mujer, cuya cara estaba tocada por un raro y débil resplandor
–producto de la transparente palidez de su piel fina, de sus ojos grises pero
brillantes, de las cejas oscuras y del cabello reluciente– introdujo la llave
en la puerta del jardín.
Un sirviente de
librea de terciopelo salió a recibirlos. En un salón grande y suntuoso, bajo
arañas de cristal fino, y frente a un jardín de césped húmedo en el que jugaba
el agua, se les sirvió un vino espumante. Hablaron. El vino –helado en la
cálida noche romana– los llenó de júbilo. Pero, de vez en cuando, el joven
miraba a la mujer con curiosidad.
Con sus miradas, con
as sutiles inflexiones de sus dientes y de sus ojos, ella estaba induciendo una
intimidad que sugería mucho. Él sintió que debía tener cuidado. Después pensó
que quizá lo mejor sería darle las gracias para evitar cualquier compromiso en
ciernes. Pero ella lo interrumpió, primero con una sonrisa, después con una
mirada un poco triste. Le suplicó que se ahorrara las preocupaciones; ella
sabía que aquello era raro, que dada la situación él podría sospechar segundas
intenciones; pero la simple verdad era que se sentía sola y –esto con cierta
deferencia– que quizás algo en él, quizás ese momento del ocaso en la calle, le
había resultado ineludiblemente atractivo. No había podido contenerse. La
posibilidad de un encuentro perfecto –un sueño que años de desilusión no habían
podido matar del todo– lo decidió. Ya no podía controlar su euforia. Le creyó.
Y de allí en más las perfecciones se multiplicaron.
Ella lo invitó a
cenar. Los sirvientes trajeron platos exquisitos: mariscos, carne de ave,
frutos. Y después se sentaron en un sofá cerca del jardín, donde estaba fresco.
Llegaron los licores. Los sirvientes se retiraron. En la casa reinaba la calma.
Se abrazaron. Poco después, sin decir nada, ella lo tomó del brazo y lo guió
fuera del salón. ¡Qué silencio tan profundo había caído entre ellos! El corazón
del joven latía desbocado… Ella podría oírlo retumbar en el vestíbulo cuyo piso
de mármol estaban atravesando, pensó el joven, su propio brazo podría
trasmitírselo. Pero la excitación nacía ahora de la certeza. Certeza de que en
un momento como ese, en una noche tan encantadora, nada podía salir mal. No
había necesidad de hablar. Subieron juntos la escalera imponente.
En el dormitorio, a
la imagen de ella enmarcada por las cortinas de la cama y tenuemente desnuda
bajo la combinación de seda, él le confesó su amor: un amor que sería eterno,
que sería siempre perfecto, tan fabuloso como aquel maravilloso encuentro.
Con dulzura, ella le
declaró un amor recíproco. Nunca habría ningún problema, nada se interpondría
entre ellos. Y con delicadeza abrió las cobijas para dejarlo entrar.
Pero cuando por fin
yacía acostado junto a ella, cuando sus labios estaban a punto de rozar los
labios de su amada, él vaciló.
Algo estaba mal. Se
percibía que algo andaba mal. Prestó atención, sintió y descubrió que la culpa
era toda suya. Las lámparas de la mesa de noche tenían pantallas, pantallas
opacas, pero él había cometido el descuido de dejar encendida la brillante
araña eléctrica que pendía del cielorraso. Recordó que el interruptor estaba
junto a la puerta. Durante una fracción de segundo, él vaciló. Ella abrió los
ojos, lo vio mirar la araña, comprendió.
Sus ojos
destellaron. Murmuró:
—Amado mío, no te
preocupes, no te muevas…
Y extendió la mano.
Su mano se alargó, su brazo se volvió cada vez más largo, atravesó las cortinas
de la cama y cruzó la larga alfombra –un brazo enorme que proyectaba su enorme
sombra sobre la habitación– hasta que por fin sus dedos gigantes llegaron a la
puerta. Con un clic definitivo, apagó la luz.
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