Claude y Péronne vivían ahí desde su juventud, al servicio
de la familia Christiani. No los unía ninguna otra relación, pero se entendían
a maravilla, como camaradas, y nunca hubo nada entre ellos que turbara esta
amistad. Solterón, solterona, con propiedades cada uno en su aldea, se quedaban
en Silaz, contentos de servir a los mismos amos con una misma probidad.
—¿El señor Charles ya está al corriente? —dijo Péronne
levantando hacia el viajero una mirada temerosa—. ¿Ya se lo explicó, Claude?
—No, pero el señor ya sabe que es el fantasma.
Estaban en el umbral del cobertizo donde se guardaban los
vehículos. Charles, con los dos ancianos uno a cada lado, se dirigió hacia el
castillo. Entraron por la puerta de las cocinas.
—Vengan conmigo —dijo Charles—. Así me contarán.
Las ventanas del salón estaban abiertas, así como la
puerta vidriera que daba sobre el parque inglés. El aire estaba cálido y la luz
era dorada. Reinaba, como una fascinación, el gran silencio del campo; Charles,
después de un largo viaje acompañado del ruido del automóvil, sentía la
magnitud de este silencio.
—¿Y bien? —preguntó.
—Es el cuartito alto —dijo Claude—. Todas las noches se
enciende una luz. Y se ve a alguien.
Charles sonrió.
—El señor Charles lo verá por sí mismo —dijo
respetuosamente Péronne—. A la noche, cuando oscurece, el fantasma entra en el
cuartito alto. La gente del pueblo lo vio tanto como nosotros.
—¡Sea! Lo admito. ¿Desde cuándo?
—Nosotros lo advertimos hace una quincena —dijo Claude—.
Esa noche, íbamos a acostarnos después de cenar, yo acababa de soltar al perro Milord,
que es, como usted sabe, muy bueno en la guardia. Y de pronto, oigo ladrar en
el parque, cerca del castillo. Salgo, doy toda la vuelta…
—Hay que decirle —completó Péronne— que el perro ladraba
muy fuerte, más fuerte que cuando hay algún animal que ronda o gente que pasa
por la ruta.
—Sí —confirmó Claude—. Y entonces, llego en puntas de pie
para no hacer ruido en la grava del sendero. Y, señor Charles, ahí estaba
Milord —añadió señalando, por la ventana abierta, un punto del exterior—. Si no
le molesta salir al frente del castillo, le mostraré…
Salieron.
El piso del salón estaba al nivel del suelo de la
explanada, cubierta de grava, rodeada de setos. Encima de la puerta una
marquesina extendía su alero de vidrio. Charles, al pasar, le dedicó un
pensamiento reprobador. Ese agregado databa de 1860; Napoleón Christiani la
había mandado hacer en el momento de la anexión de la Saboya, hecho que celebró
con fiestas y banquetes, en los que se combinaba el patriotismo con la
ambición. La marquesina, de estilo Napoleón III, desentonaba en la fachada
saboyana con su viejo revestimiento de argamasa, sus ventanas pequeñas y sus
grandes techos pesados, de marcada pendiente, que la coronaban como un peinado
sólidamente encasquetado.
Aparte de la marquesina, en efecto, el castillo de Silaz,
un tanto descalabrado, presentaba un notable modelo de la arquitectura regional
del siglo XVII, tosca pero encantadora. Charles lo notó una vez más alzando la
vista hacia las ventanas del “cuartito alto” —que nos parece indispensable
situar, para el lector, con mucha precisión.
Del lado del parque, la fachada del castillo —que existe
todavía, por supuesto, en el momento en que escribimos— no mantiene un solo plano
vertical, sino que está compuesta de dos cuerpos, de los cuales uno se adelanta
respecto del otro. Para el observador colocado en el parque, es el cuerpo de la
derecha el que retrocede, no más que la profundidad de un cuarto; y era de este
cuerpo retirado hacia atrás de donde acababan de salir Charles, Claude y
Péronne.
El otro cuerpo, el de la izquierda, ofrece, igual que el
otro, una planta baja y un piso alto; pero tiene además un segundo piso en la
parte derecha solamente, del lado que hace un ángulo recto con la fachada
retraída. Este segundo piso, al no estar compuesto más que por una sola pieza,
figura una suerte de torre cuadrada, coronada igualmente por un techo de tejas,
y cuya base se confunde con la construcción adelantada.
Esta torre está provista de dos ventanas en cada piso, una
que mira al sur (orientación de conjunto de la fachada), la otra al este, es
decir dando en ángulo hacia la fachada retraída.
La planta baja de la torre es un cuarto de trabajo.
El piso alto es un cuarto de aseo adjunto al cuarto
vecino.
El segundo y último piso es el “cuartito alto”, biblioteca
y sala de trabajo.
—¡Es allí! —dijo Claude—. No sospechaba nada cuando acudí
a los ladridos de Milord. La noche ya era oscura, sin luna. De pronto me llamó
la atención aquella ventana.
Señalaba la ventana del este, la que da al hueco, abrigado
al viento, que forman sobre la explanada de grava los dos cuerpos del edificio.
Fragmento de El señor de la luz,
Maurice Rénard.
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