El general se entretuvo casi toda la
mañana en la bodega del lagar. Había salido
al viñedo de madrugada, junto con el vinatero, para ver qué se podía hacer con
dos barriles de vino que habían empezado a fermentar. Eran las once pasadas
cuando terminaron de embotellar el vino; entonces regresó a la casa. Bajo las
columnas del porche de piedras húmedas que olían a moho le esperaba el montero, para entregar a
su señor una carta que acababa de llegar.
—¿Qué quieres? —le preguntó, y se detuvo con
fastidio. Se echó atrás el sombrero de paja de ala ancha que le cubría la
frente y le oscurecía totalmente la cara rojiza. Hacía años que no leía ni
abría ninguna carta. El correo lo abría, examinaba y seleccionaba uno de sus
sirvientes de confianza, en la oficina del administrador.
—Un recadero acaba de traerla —dijo el
montero, que se mantenía en posición de firme en el porche.
Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó
en el bolsillo. Entró en el frescor del vestíbulo y entregó al montero su
sombrero y su bastón, sin musitar palabra. Sacó las gafas del bolsillo donde
guardaba también los puros, se acercó a la ventana y se puso a leer la carta en
la sombra rasgada apenas por algunos rayos que penetraban por las rendijas de
las persianas medio echadas.
—Espera —dijo por encima del hombro al
montero, que se disponía a retirarse con el sombrero y el bastón.
Arrugó la carta y se la guardó en el bolsillo.
—Que Kálmán prepare el coche para las seis. El
landó, que va a llover. Que se ponga la librea de gala. Tú también —añadió con
énfasis, como si estuviera enfadado por algo—. Que todo esté limpio y
reluciente. Que empiecen ahora mismo a limpiar el coche y el aparejo. Te vistes
de gala, ¿entendido? Y te sientas al lado de Kálmán, en el pescante.
—Entendido, excelencia —respondió el montero,
mirando a su amo fijamente a los ojos—. A las seis en punto.
—A las seis y media os vais —dijo, moviendo a
continuación los labios en silencio, como si estuviera contando—. Os presentáis
en el Hotel del Águila Blanca. Sólo tienes que decir que te he enviado yo y que
ya está dispuesto el coche del capitán. Repítelo.
El montero repitió las instrucciones.
Entonces el general levantó una mano y miró al techo, como si quisiera añadir
algo más. No dijo nada y subió al primer piso. El montero, firme, lo observó
con ojos vidriosos, lo siguió con la mirada y esperó a que la cuadrada figura
de anchas espaldas desapareciera por el recodo de la escalera de piedra del
primer piso.
El general entró en su habitación, se
lavó las manos y se acercó al pupitre alto y estrecho, cubierto de paño verde,
salpicado de manchas de tinta, donde había portaplumas, tinteros y cuadernos
con tapas de hule a cuadros, como los que utilizan los colegiales para hacer
los deberes, todos guardados con un orden milimétrico. En el centro del pupitre
había una lámpara de pantalla verde y la encendió porque la habitación estaba a
oscuras. Detrás de las persianas echadas, el verano quemaba el jardín lleno de
plantas secas y de hojas arrugadas, como un pirómano colérico que incendiara
toda la vegetación antes de desaparecer. El general sacó la carta del bolsillo,
alisó el papel con gran cuidado y, con las gafas caladas, volvió a leer las
frases cortas y rectas, escritas con letra fina, a la luz resplandeciente de la
lámpara. Juntó las manos por detrás mientras leía.
En una pared había un almanaque de
números enormes. Catorce de agosto. El general echó la cabeza hacia atrás, para
contar. Catorce de agosto. Dos de julio. Contaba el tiempo transcurrido entre
una fecha remota y aquel día. Cuarenta y un años, dijo en voz alta. Hacía rato
que hablaba en voz alta, aunque estaba solo en la habitación. Cuarenta años, repitió
después, un tanto confundido. Como un colegial que se enreda por lo difícil de
los deberes, se puso colorado, echó la cabeza atrás y cerró los ojos
humedecidos. Por encima de la chaqueta amarilla como el maíz tenía el cuello
hinchado y rojo. Dos de julio de mil ochocientos noventa y nueve, la fecha de
aquella cacería, musitó. Luego guardó silencio. Apoyó los codos en el pupitre,
con preocupación, como si fuera un colegial aplicado,volvió a mirar el texto de
la carta, aquellas pocas líneas. Cuarenta y uno, dijo al final, con la voz
ronca. Y cuarenta y tres días. Eso era.
A
continuación, como si ya se hubiese calmado, dio unos pasos por la habitación.
En el centro había una columna que sustentaba el techo abovedado. Antaño había
habido allí dos habitaciones: un dormitorio y un vestidor. Hacía muchísimos
años —ya sólo contaba las décadas, no le gustaban los números exactos, como si
todas las fechas le recordaran algo que prefiriese olvidar— había mandado
derribar el muro que separaba las dos estancias. Sólo se dejó intacta la
columna que soportaba las bóvedas del centro. La casa la había construido
doscientos años atrás un proveedor militar que abastecía de avena a la
caballería del ejército austriaco y que más tarde se hizo con el título de
duque. Fue entonces cuando mandó construir la mansión. El general había nacido
en la casa, en aquella habitación. La más oscura de las dos habitaciones, cuyas
ventanas daban al jardín, al huerto y a los edificios de la hacienda, era por
entonces la de su madre, y la más luminosa y alegre servía de vestidor. Hacía
ya décadas, al cambiarse él a esta ala del edificio, había mandado derribar el
tabique medianero y había convertido las dos habitaciones en una sola, más
grande, dominada por las sombras. Había diecisiete pasos desde la puerta hasta
la cama. Dieciocho desde la pared del jardín hasta el balcón. Los había contado
muchas veces, y lo sabía con certeza y precisión.
Vivía en aquella habitación, adaptado a
las dimensiones de las enfermedades que le acechaban. Le quedaba como hecha a
medida. Pasaban años y años sin que se desplazara a la otra parte del edificio,
ocupada por salones multicolores, verdes, azules y rojos, con arañas doradas en
el techo. Allí las ventanas daban al parque, a los castaños que asomaban tras
los cristales de ventanas y puertas, ascendiendo en semicírculo, orgullosos,
ante los balcones de piedra del ala sur de la mansión, elevando en primavera
sus flores rosadas y sus hojas verde oscuro. Unos angelitos regordetes de
piedra sostenían los pasamanos de los balcones. El general se pasaba las
mañanas en el lagar o en el bosque, se acercaba a diario al arroyo lleno de
truchas, incluso en las mañanas lluviosas y frías del invierno. Luego, al
volver a la casa, subía desde el porche a su dormitorio, donde le servían la
comida.
—Así que ha regresado —dijo en voz alta—.
Después de cuarenta y un años. Y cuarenta y tres días.
Se tambaleó de repente, como si se hubiese
agotado al pronunciar tales palabras, como si hubiera comprendido de pronto lo
mucho que eran cuarenta y un años y cuarenta y tres días. Se sentó en una de
las sillas tapizadas en cuero, un tanto destartaladas. En la mesilla había una campanilla
de plata al alcance de la mano: la agitó.
—Que suba Nini —le dijo al criado. Luego
añadió cortésmente—: Que haga el favor.
No se movió, se quedó sentado, con la
campanilla de plata en la mano, hasta que llegó Nini.
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