Nuestros
interludios —uno alegre y otro grave— han terminado y volvemos al esquema
general del curso. Habíamos comenzado hablando de la historia y, tras
referirnos a los seres humanos, pasamos al argumento, que surge de la historia.
Ahora vamos a examinar un aspecto que surge principalmente del argumento y al
que contribuyen también los personajes y cualquier otro elemento presente.
Parece no haber un término literario para designar este nuevo aspecto; pero
como es un hecho que cuanto más se desarrollan las artes más dependen unas de
otras para definirse, recurriremos a la pintura y lo llamaremos forma.
Después tomaremos prestada la palabra de la música y hablaremos de ritmo.
Por desgracia, los dos términos son vagos; cuando la gente aplica ritmo
y forma a la literatura es probable que no consigan expresar lo que
quieren decir y no puedan terminar sus frases. Hay dos posibilidades: «Ya, pero
sin duda el ritmo...» O bien: «No sé, pero llamar forma a eso...»
Antes
de hablar de lo que entraña la forma y las cualidades que un lector debe
emplear para apreciarla, daré dos ejemplos de libros con formas tan definidas
que pueden resumirse con una imagen pictórica: un libro con forma de reloj de
arena y otro con forma de encadenamiento, como el antiguo baile de los
Lanceros.
Thais, de Anatole France, tiene forma de
reloj de arena.
Hay
dos personajes principales, Paphnuce, el asceta, y Thais, la cortesana. El
primero vive en el desierto, está salvado y es feliz cuando comienza el libro.
Thais lleva una vida de pecado en Alejandría y es un deber de Paphnuce el
salvarla. En la escena central del libro los dos se encuentran y Paphnuce logra
su propósito: Thais se retira a un monasterio y obtiene la salvación gracias a
él; sin embargo, éste se condena por conocer a Thais. Los dos personajes
convergen, se cruzan y retroceden con precisión matemática. En buena parte, el
libro nos gusta por esto. Tal es la forma de Thais..., tan simple, que
nos sirve de excelente punto de partida para acometer un difícil examen. La forma
coincide con la historia de Thais —en que los acontecimientos se
desenvuelven en su secuencia temporal— y coincide con el argumento
cuando observamos que los dos personajes, atados por sus anteriores acciones,
toman medidas fatales cuyas consecuencias no prevén. Pero, en tanto que la
historia apela a nuestra curiosidad y el argumento a nuestra inteligencia, la
forma apela a nuestro sentido estético, nos hace ver el libro en su conjunto.
No lo vemos como un reloj de arena —esto pertenece a la tosca jerga de la sala
de conferencias, que, a estas alturas de nuestra investigación, nunca debe tomarse
al pie de la letra—; simplemente sentimos un placer cuyo origen desconocemos, y
cuando el placer ha pasado, como ahora, nuestra mente queda libre para
explicarlo y podemos servirnos como ayuda de ese símil geométrico. Si no fuese
por ese reloj, ni la historia, ni el argumento, ni Thais, ni Paphnuce
ejercerían su fuerza plena; ninguno de ellos respiraría como lo hace. La forma,
que parece tan rígida, está conectada con la atmósfera, algo bastante fluido.
Veamos
ahora el libro con forma de encadenamiento: Roman Pictures, de Percy
Lubbock.
Roman Pictures es una
comedia social. El narrador es un turista que visita Roma; allí se encuentra a
Deering, un conocido, buena persona, que le reprende desdeñosamente por
dedicarse a mirar iglesias y le sugiere que explore la sociedad. El
protagonista sigue obedientemente su consejo y va pasando de una persona a
otra: cafés, estudios de artistas, los recintos del Vaticano y los del Quirinal
son recorridos, hasta que, finalmente, cuando cree haber llegado al final de su
periplo, en un palazzo sumamente aristocrático y derruido, se encuentra
nada más y nada menos que a su amiguete Deering. Es sobrino de la anfitriona,
pero lo había ocultado por un complicado esnobismo. El círculo se cierra, los
compañeros originales se reúnen y se saludan con confusión mutua que desemboca
en ligeras carcajadas.
Lo
acertado de Roman Pictures no es la presencia del esquema de
encadenamiento —está al alcance de cualquier escritor—, sino su adecuación, el
estado de ánimo del autor. Lubbock impregna toda la obra de una serie de
pequeños impactos y trata a sus personajes con una rebuscada caridad que les
hace aparecer bastante peores que si no desperdiciara en ellos ninguna. Es una
atmósfera cómica, pero «sub-ácida», meticulosamente medida. Y, al final,
descubrimos con satisfacción que la atmósfera se exterioriza y que los dos
compañeros, al encontrarse en el salón de la marchesa, han hecho
exactamente lo que exigía el libro, lo que requería desde el principio: reunir
todos los incidentes dispersos con un hilo tejido de su propia sustancia.
Thais y Roman Pictures
proporcionan dos ejemplos fáciles de forma; pero no es frecuente la posibilidad
de comparar libros con objetos pictóricos con una mínima precisión; aunque haya
ciertos críticos que no saben lo que quieren decir, que hablan alegremente de
curvas, etc. De momento sólo podemos afirmar que la forma es un aspecto
estético de la novela y que, aunque puede nutrirse de cualquier cosa, de
cualquier elemento de la novela —personajes, escenas, palabras—, se nutre sobre
todo del argumento. Ya señalamos al hablar de éste que añadía sobre sí mismo la
calidad de la belleza —una belleza un poco sorprendida de su propia llegada—;
que sobre su limpia carpintería, quienes se molestaran en mirar podrían contemplar
la figura de la musa, y que la Lógica, cuando terminó de erigir su propia casa,
sentó los cimientos de otra. Este es el punto donde ese aspecto que denominamos
forma se halla en contacto más íntimo con su material, y éste será nuestro
punto de partida. Surge en gran medida del argumento, lo acompaña como una luz
a las nubes y permanece visible después de que ellas han partido.
La
belleza a veces conforma al libro, al libro en su conjunto, a la unidad; y
nuestro examen resultaría más fácil si esto siempre fuera así. Mas, a veces, no
lo es. Cuando no lo es hablaremos de ritmo. Pero, por el momento, nos
interesa solamente la forma.
Examinemos con cierto detalle otro
libro de tipo rígido, con unidad, y en este sentido un libro fácil, aunque
pertenezca a Henry James. En él veremos el triunfo de la forma, y también los
sacrificios que un autor debe hacer si desea que triunfe.
The Ambassadors, como
Thais, tiene forma de reloj de arena. Strether y Chad, como Paphnuce y Thais,
intercambian sus papeles, y, al final, cuando lo advertimos, es cuando el libro
nos resulta más satisfactorio.
El
argumento es complicado y subjetivo y se desarrolla en cada párrafo mediante la
acción, la conversación o la meditación. Todo está planeado, todo encaja en su
lugar: no existen personajes secundarios que, como los habladores alejandrinos
del banquete de Micias, sean solamente decorativos; todos contribuyen al tema
central, trabajan. El efecto final está establecido de antemano, pero se
manifiesta gradualmente ante el lector, y cuando se produce, el logro es
completo. Tal vez olvidemos los detalles de la intriga, pero la simetría que se
crea es permanente. Tracemos el crecimiento de esta simetría.
El
norteamericano Strether, hombre maduro y sensible, es enviado a París por su
vieja amiga la señora Newsome —con quien espera casarse— con la misión de hacer
regresar a su hijo Chad. que se está maleando en dicha ciudad, tan propia para
ello. Los Newsome son una familia de comerciantes que ha hecho fortuna
manufacturando un pequeño artículo de uso doméstico. Henry James nunca
especifica en qué consiste este pequeño artículo, y dentro de un momento
comprenderemos por qué. Wells lo dice claramente en Tono-Bungay,
Meredith también en Evan Harrington, Trollope lo explica sin tapujos al
hablar de la señorita Dunstable...; pero. para James. el indicar cómo amasaron
su fortuna sus personajes... no sirve. El artículo es innoble, ridículo, y eso
basta. Si usted quiere caer en la vulgaridad de atreverse a imaginarlo, de
pensar que es, por ejemplo, un abrochador. allá usted, lo hace corriendo su
propio riesgo; el autor permanece al margen.
Bien,
sea lo que sea, Charles Newsome debería haber vuelto para ayudar a producir
dicho artículo, y Strether se propone ir a recogerle. Es preciso rescatarle de
una vida inmoral, a la par que poco remuneradora.
Strether
es un personaje típico de James: reaparece en casi todos los libros y
constituye una parte esencial de su construcción. Es el observador que trata de
influir en la acción y que, en virtud de su fracaso, obtiene nuevas
oportunidades de observación. Los demás personajes son los que un observador
como Strether es capaz de observar a través de unas lentes facilitadas por un
oculista quizá demasiado fino. Todo está ajustado a su visión pero no es un
quietista, ésa es la fuerza del mecanismo; nos lleva con él, nos movemos.
Cuando
desembarca en Inglaterra —y un desembarco es una experiencia exaltada y
duradera tan importante como Newgate para Defoe; la poesía y la vida se
polarizan en torno al desembarco—; cuando desembarca, decimos, aunque solamente
se trata de la vieja Inglaterra, Strether empieza a sentir dudas sobre su
misión; dudas que se acrecientan al llegar a París. Porque Chad Newsome. lejos
de haberse maleado ha mejorado. Es distinguido, y tan seguro de sí mismo que
sabe ser amable y cordial con el hombre que trae órdenes de llevárselo; sus
amigos son exquisitos, y por lo que se refiere a las «mujeres del caso» que su
madre había anticipado, no hay ni rastro de ellas. Es París lo que le ha
engrandecido y redimido..., y ¡qué bien comprende esto el propio Strether!
Su enorme desasosiego parecía nacer
de la posible idea de que una aceptación de París, por mínima que fuera, podría
mermar su autoridad. La vasta y resplandeciente Babilonia flotaba ante él
aquella mañana como un objeto inmenso e iridiscente, una joya dura y brillante
donde no se discriminarían las partes ni se señalarían fácilmente las
diferencias.
Centelleaba, tremolaba y se derretía
toda, y lo que un momento parecía ser superficie, un instante después parecía
profundidad; era un lugar al que, sin duda, Chad había cogido cariño. Así las
cosas, si a él, Strether, le gustaba hasta aquel extremo, ¿qué sería de ellos
existiendo ese vínculo?
Con
esta exquisita firmeza de trazos presenta James su ambiente. París irradia el
libro del principio al fin, es un personaje, aunque siempre incorpóreo: es la
escala con referencia a la cual se mide la sensibilidad humana. Cuando
terminamos de leer la novela y dejamos que sus incidentes se desdibujen para
que aparezca ante la vista su forma con mayor claridad, vemos a París
reluciente en el centro del reloj de arena. París. No algo tan crudo como el
bien o el mal. Strether lo ve y nota que Chad lo ve, y cuando se alcanza este
punto, la novela cambia de rumbo. Después de todo hay una «mujer del caso»:
detrás de París, interpretándolo para Chad, está la adorable y elevada figura
de madame de Vionnet. Ahora es imposible para Strether proseguir. Todo lo que
existe de noble y refinado en la vida se cristaliza en torno a madame de
Vionnet y se ve acentuado por su patetismo. La dama le suplica que no se lleve
a Chad. Strether lo promete —sin reticencia, pues su corazón le ha enseñado ya
esto— y permanece en París, no para combatirlo, sino para luchar en su favor.
Porque
la segunda tanda de embajadores ha arribado ya desde el Nuevo Mundo. La señora
Newsome, enfadada y perpleja por la impropia tardanza, ha enviado a París a la
hermana de Chad, a su hermano político y a Mamie, la muchacha con quien se
supone que aquél iba a casarse. La novela, dentro de sus ordenados límites, se
vuelve sumamente divertida. Se produce un magnífico enfrentamiento entre la
hermana de Chad y madame de Vionnet, en tanto que Mamie...
Aquí
tenemos a Mamie vista por los ojos de Strether.
Cuando era una niña, cuando no era
sino un «capullo», y más tarde flor en cierne, Strether había presenciado el
florecimiento de Mamie, sin cumplidos, en las puertas casi siempre abiertas de
su casa, donde la recordaba, primero entre las avanzadas, luego muy rezagada
—pues en cierta época él había impartido, en el saloncito de la señora
Newsome..., un curso de literatura inglesa jalonado por exámenes y meriendas—,
y por último, muy adelantada. Pero él no recordaba haber tenido con ella muchos
puntos de contacto, pues en Woollett el que la más fresca de las flores se
encontrase en el mismo cesto que las manzanas más estropeadas no formaba parte
de la naturaleza de las cosas. Pese a todo, allí sentado con la encantadora
joven, sentía crecer dentro de sí notablemente la confianza. Porque, dicho todo
lo anterior, Mamie era encantadora, y no lo era menos por el ostensible ejercicio
y hábito de la libertad y del aplomo. Era encantadora, Strether lo advertía,
aunque si no se lo pareciera habría estado en peligro de describirla como
«divertida». Sí, era divertida la maravillosa Mamie, sin imaginarlo siquiera.
Era afable, nupcial —sin que, por lo que él sabía, hubiera un novio que lo
justificase—, hermosa, corpulenta, desenvuelta, locuaz, agradable y dulce, y,
casi, desconcertantemente tranquilizadora. Vestía, si se nos permite establecer
esta distinción, más al estilo de una anciana dama que al de una joven, si
suponemos que Strether pudiera atribuir a una señora mayor tal apego a la
vanidad. Además, las complicaciones de su peinado carecían de la ligereza de la
juventud, y tenía un gesto maduro de inclinarse un poquito, como para estimular
y premiar al interlocutor, mientras se cogía con cuidado sus sorprendentemente
finas manos. Todo lo cual, combinado, mantenía en torno a ella el encanto de su
«recepción», volvía a situarla a perpetuidad entre las ventanas y rodeada del
ruido de las bandejas de helado. Sugería la enumeración de todos aquellos
nombres..., gregarios especímenes de un tipo único que ella se alegraba de
conocer.
Mamie
es otro tipo de Henry James; en casi todas sus novelas hay un ejemplo: la
señora Gereth en The Spoils of Poynton, por ejemplo, o Henrietta
Stackpole en The Portrait of a Lady. Henry James es estupendo para
indicar al instante y recordarnos siempre que un personaje es un segundón, que
carece de sensibilidad y adolece de una mundanidad mal entendida; confiere a estos
personajes tal vitalidad que su carácter absurdo resulta delicioso.
Así
que Strether cambia de bando y abandona toda esperanza de casarse con la señora
Newsome; París gana la partida. Entonces descubre algo nuevo. ¿No está acabado
Chad en lo que se refiere a su elegancia interior? Ese París de Chad, ¿no es
después de todo una ciudad de jarana? Sus temores se ven confirmados.
Emprende
un paseo solitario por el campo, y al final de la jornada descubre a Chad con
madame de Vionnet. Están en una barca y fingen no verle: su relación, en el
fondo, es una aventura corriente y normal y ellos se sienten avergonzados.
Pretendían pasar juntos el fin de semana, sin que se supiera, en una posada
mientras su pasión sobrevive; porque no sobrevivirá. Chad se cansará de la
exquisita francesa; ella sólo forma parte de su diversión; volverá con su
madre, continuará fabricando el pequeño artículo doméstico y se casará con
Mamie. Todos lo saben y Strether lo descubre, aunque tratan de ocultarlo;
mienten, son vulgares... Incluso madame de Vionnet, incluso su patetismo, está
manchado de vulgaridad.
Era como un escalofrío para él,
producía espanto casi, que una criatura tan delicada fuera, en virtud de
fuerzas misteriosas, una criatura tan explotada. Pues, en último término, eran
misteriosas; ella había convertido a Chad en lo que era: así pues, ¿cómo podía
pensar que lo había vuelto infinito?
Le había mejorado, le había mejorado
al máximo, le había hecho como ningún otro; pero, a pesar de todo, pensaba
nuestro amigo con profunda extrañeza, no era más que Chad... La obra, por
admirable que fuera, era, sin embargo, de índole estrictamente humana. En suma,
resultaba maravilloso que aquel compañero de placeres meramente mundanos, de
comodidades, de aberraciones —como quiera que se las designase— dentro de la
experiencia normal, fuese valorado de manera tan trascendental...
Aquella noche le pareció más
anciana, menos inmune al paso del tiempo; pero seguía siendo, como siempre, la
criatura más fina y delicada, la aparición más maravillosa que le había sido
dado conocer en toda su vida; y, sin embargo, la veía allí, presa de una
preocupación vulgar. A decir verdad, se asemejaba a una criada que llora por su
apuesto galán. Con la diferencia de que ella se juzgaba a sí misma como no lo haría
la criada, y la debilidad de su sabiduría, lo deshonroso de su juicio, parecían
hundirla todavía más.
De modo que también Strether los
pierde. Así lo expresa: «Esta, como veis, es mi única lógica. El no haber
sacado nada para mí de todo el asunto.» No es que ellos hayan retrocedido
moralmente. Es que él ha seguido adelante. El París que le habían revelado
podría mostrárselo ahora a ellos si tuvieran ojos para ver, porque la ciudad
posee una finura mayor de la que jamás hubieran podido captar por sí mismos; la
imaginación de Strether posee más valor espiritual que la juventud de ellos. La
forma del reloj de arena se completa: él y Chad han cambiado de papel, pero con
pasos más sutiles que Thais y Paphnuce y con una luz celeste que no procede de
la bien iluminada Alejandría, sino de esa joya que «centelleaba, tremolaba y se
fundía toda, y lo que un momento parecía ser superficie, un instante después
parecía profundidad».
La
belleza que impregna The Ambassadors es la recompensa que se merece un
gran artista después de un duro trabajo. James sabía exactamente lo que quería,
eligió el estrecho camino del deber estético y se vio coronado por el éxito en
toda la extensión de sus posibilidades. La forma se ha ido entretejiendo a sí
misma con modulación y una reserva que Anatole France nunca conseguiría. ¡Pero
a qué precio!
Tan
exorbitante es el precio, que muchos lectores, aunque pueden seguir el hilo de
lo que dice (se ha exagerado mucho su dificultad) y apreciar sus efectos, no
llegan a interesarse en James. No pueden aceptar su premisa de que la mayor
parte de la vida humana tiene que desaparecer para que él haga una novela.
En
primer lugar, James posee un elenco muy limitado de personajes. Hemos
mencionado ya dos: el observador que trata de influir en la acción y la intrusa
de segunda categoría (a quien, por ejemplo, se encomienda todo el brillante
comienzo de What Maisie Knew).
Luego
está el fracasado compasivo, tipo muy vivaz y frecuentemente femenino (en The
Ambassadors, María Gostrey desempeña este papel), y la maravillosa e
insólita heroína, a quien madame de Vionnet se aproxima y que se encarna
plenamente en Milly, de The Wings of the Dove. Hay a veces un malvado, a
veces un artista joven con impulsos generosos, y esto es más o menos todo. Para
tan grande novelista no es gran cosa.
En
segundo lugar, los personajes, además de ser escasos en número, están trazados
con líneas muy someras. Son incapaces de divertirse, de moverse con rapidez, de
carnalidad y de una pizca de heroísmo. No se despojan de sus ropas, y las
enfermedades que les aquejan son anónimas, como sus fuentes de ingresos; sus
criados son silenciosos o se parecen a ellos mismos; no conocemos una
explicación social del mundo que les sirva, porque en su mundo no hay gente
estúpida, ni barreras idiomáticas, ni pobres. Incluso sus sensaciones son
limitadas. Desembarcan en Europa, contemplan obras de arte, se miran unos a
otros, pero eso es todo. En las páginas de Henry James sólo pueden respirar
criaturas mutiladas; mutiladas, pero especializadas. Nos recuerdan a esas
exquisitas deformidades que plagaban el arte egipcio en la época de Akenatón:
enormes cabezas y piernas minúsculas que forman, sin embargo, figuras
fascinantes. En el siguiente reinado desaparecieron.
Ahora
bien, esta reducción radical, tanto en el número de seres humanos como en sus
atributos, se hace en aras de la forma. Cuanto más trabajaba, más convencido
estaba James de que una novela debía ser un todo —aunque no necesariamente
geométrico, como The Ambassadors—, que debía crecer a partir de un solo
tema, situación o gesto; que debía ocupar a los personajes, proporcionar el
argumento y también cerrar la novela desde fuera: pescar sus afirmaciones
desperdigadas en una red, darles cohesión como un planeta y atravesar
velozmente el firmamento de la memoria. Una forma debía surgir, pero todo lo
que surgiera de ella debía ser podado por considerarse una distracción
desenfrenada. ¿Pero qué hay más desenfrenado que el ser humano? Introduzcamos a
Tom Jones o a Emma, o incluso al señor Casaubon, en un libro de Henry James y
lo reduciremos a cenizas; en cambio, si introducimos a estos personajes en
otros libros, no provocarán más que una combustión parcial. Sólo los personajes
de Henry James encajan en los libros de Henry James, y aunque no estén muertos
—porque el autor sabe explorar muy bien ciertos recovecos selectos de la
experiencia—, sus personajes carecen del contenido que normalmente hallamos en
los de otros libros y en nosotros mismos. Y esta mutilación no se hace en aras
del Reino de los Cielos, porque en sus novelas no hay filosofía, ni religión
—excepto algún que otro toque de superstición—, ni profecía, ni el menor
provecho para lo sobrenatural. Se hace por buscar un efecto estético concreto,
que ciertamente se obtiene, pero a un precio muy elevado.
H.
G. Wells ha ilustrado esta idea con humor y quizá con profundidad. En Boon,
uno de sus libros más animados, pensaba sobre todo en Henry James y escribió
una magnífica parodia suya.
James empieza dando por
sentado que una novela es una obra de arte y debe ser juzgada por su unidad.
Alguien le inculcó esa idea al comienzo de los tiempos y él nunca la ha
descubierto. No descubre cosas. Ni siquiera parece querer descubrir cosas...
Acepta rápidamente, y luego... se explica... Los únicos motivos humanos vivos
que quedan en las novelas de Henry James son una cierta avidez y una curiosidad
enteramente superficial... Sus gentes van asomando su desconfiada nariz,
reuniendo un indicio tras otro, atando un cabo tras otro. ¿Han visto a algún
ser humano que haga esto? El tema sobre el que versa la novela está siempre
ahí. Es como una iglesia iluminada, sin feligreses que te distraigan, cuyas
luces y líneas convergen todas en el gran altar. Y sobre él, depositado con
suma reverencia, intensamente presente, hay un gatito muerto, una cáscara de
huevo, un trozo de cuerda... Como en su «Altar de los Muertos», donde no hay
nada en absoluto para los muertos... Porque si lo hubiera, no podría haber
velas, y el efecto se desvanecería.
Wells
le regaló Boon a James pensando, al parecer, que al maestro le agradaría
tanto como a él su sinceridad y honradez. Pero el maestro no quedó nada
satisfecho, y a raíz de ello se produjo una interesante correspondencia.
James se muestra cortés, evocador, desconcertado, profundamente agraviado y
verdaderamente formidable: reconoce que la parodia no «le ha colmado de
cariñoso júbilo», y termina lamentándose de poder sólo despedirse con un «...
suyo afectísimo, Henry James». Wells está también desconcertado, pero de otro
modo; no entiende por qué se ha disgustado. Pero, más allá de la comedia
personal, surge la gran importancia literaria del asunto. Se plantea la
cuestión de la aplicación de una forma rígida: reloj de arena,
encadenamiento, líneas convergentes de una catedral, líneas divergentes de una
rueda catalina, lecho de Procrusto..., la imagen que ustedes quieran con tal
que implique unidad. ¿Puede ello compaginarse con la inmensa riqueza de
materiales que la vida ofrece?
Wells y James estarían de acuerdo en
que no; Wells diría además que debe darse preeminencia a la vida, que no debe
cercenarse o dilatarse por culpa de la forma. Mis propios prejuicios me sitúan
del lado de Wells. Las novelas de James son bienes únicos, y el lector que no sabe
aceptar sus premisas se pierde sensaciones valiosas y exquisitas. Pero no
queremos más novelas suyas —especialmente si están escritas por otra persona—,
de la misma manera que tampoco queremos que el arte de Akenatón se extienda al
reinado de Tutankamón.
Se
advierte, pues, la desventaja de una forma rígida. Puede exteriorizar la
atmósfera o surgir de modo natural del argumento, pero cierra las puertas a la
vida y deja al novelista haciendo ejercicios, generalmente en el salón. La
belleza está ahí, mas se viste con un atuendo demasiado tiránico. En las obras
de teatro —en las de Racine, por ejemplo— quizás esté justificada, porque puede
ser una gran emperadora en el escenario y compensar la pérdida de los seres
humanos que conocíamos. Sin embargo, en la novela, a medida que su tiranía se
hace mayor, se vuelve más mezquina y causa pesares que a veces toman la forma
de libros como Boon. Dicho de otro modo, la novela no admite un
desarrollo artístico tan grande como la obra de teatro: su humanidad o la
crudeza de su material —elijan la frase que prefieran— suponen una verdadera
rémora. Para la mayoría de los lectores de novelas, la sensación que
experimentan ante la forma no es tan intensa que justifique los
sacrificios que cuesta; así que su veredicto es: «Hermoso el resultado, pero no
merece la pena.» No es éste, empero, el final de nuestra indagación. No
abandonaremos todavía la esperanza de la belleza. ¿No podemos introducirla en
la novela mediante otro sistema que no sea la forma? Avancemos un poco más, y con
timidez, hasta la idea de ritmo.
El
ritmo a veces resulta bastante fácil. La Quinta sinfonía de Beethoven,
por ejemplo, empieza con ese ritmo de tatata-tán que todos podemos
escuchar y seguir con el pie. Pero la sinfonía, en su conjunto, posee además un
ritmo —basado principalmente en la relación entre sus movimientos— que algunas
personas saben escuchar, pero nadie puede seguir con los pies. Esta segunda
clase de ritmo es difícil, y sólo un músico podrá decir si es sustancialmente
el mismo que el primero. No obstante, lo que un hombre de letras como yo quiere
señalar es que esa primera clase de ritmo, el tatata-tán, puede hallarse
en algunas novelas embelleciéndolas. Del otro ritmo, el difícil, el de la Quinta
sinfonía en su conjunto..., no podemos citar un paralelismo en la novela,
pero es también posible que exista.
El
tipo de ritmo más sencillo es ilustrado por la obra de Marcel Proust.
La
última parte de la obra de Proust no ha sido todavía publicada, pero sus admiradores
afirman que, cuando salga a la luz, cada cosa quedará en su lugar, el tiempo
perdido será recuperado y precisado y resultará un todo perfecto. No lo creo.
La obra se nos antoja una confesión progresiva más que estética; en la
elaboración de Albertine el autor parece cansado. Cabe esperar alguna novedad,
pero nos sorprendería tener que revisar nuestra opinión con respecto a todo el
libro. La obra es caótica, está mal construida y no posee ni poseerá forma
exterior; sin embargo, mantiene su cohesión porque está hilvanada
interiormente, porque contiene ritmos.
Existen
varios ejemplos —la fotografía de la abuela es uno de ellos—, pero el más
importante desde el punto de vista de la unidad es la «pequeña frase» musical
de Vinteuil. Dicha frase contribuye más que ningún otro elemento —más incluso
que los celos que sucesivamente destruyen a Swann, al protagonista y a Charlus—
a hacernos sentir que nos hallamos en un mundo homogéneo. Oímos el nombre de
Vinteuil por primera vez en circunstancias odiosas. El músico, un oscuro
organista de provincias, ha muerto y su hija se dedica a denigrar su recuerdo.
La horrible escena proyectará sus repercusiones en varios sentidos, pero de
momento queda atrás.
Más
tarde nos encontramos en un salón de París. Están interpretando una sonata de
violín, y a oídos de Swann llega una breve frase musical del andante que se
desliza dentro de su vida. La melodía está siempre viva, pero adopta diversas
formas. Durante algún tiempo será testigo de los amores de Swann con Odette. La
relación fracasa, la frase cae en el olvido y también nosotros la olvidamos.
Luego, cuando Swann se halla destrozado por los celos, vuelve a aparecer; ahora
es testigo de su sufrimiento y también de su pasada felicidad sin perder su
carácter divino. ¿Quién escribió esa sonata? Al oír que es obra de Vinteuil,
Swann dice: «Yo conocí a un pobre organista que se llamaba así... No pudo ser
él.» Pero es él, y fue precisamente la hija de Vinteuil y su amigo quienes la
transcribieron y publicaron.
Esto
parece ser todo. La pequeña frase vuelve a cruzar el libro una y otra vez, pero
es como un eco, como un recuerdo; aunque nos gusta encontrarla, carece de
facultad de cohesión. Varios centenares de páginas más adelante, cuando
Vinteuil se ha convertido en una figura nacional y se habla de erigirle una
estatua en el pueblo donde vivió una existencia tan miserable y oscura, se
interpreta otra obra suya: un septeto póstumo. El protagonista escucha sumido
en un universo desconocido y terrible, presenciando una ominosa alborada que
tiñe de rojo el mar. De repente, sorprendiéndole a él y al lector, reaparece la
pequeña frase de la sonata: apenas logra escucharla, suena distinta, pero sirve
como orientación completa de que se halla de nuevo en el país de su infancia,
con la conciencia de que pertenece a lo desconocido.
No
estamos obligados a coincidir con las descripciones musicales de Proust —son
demasiado pictóricas para mi gusto—, pero lo que tenemos que admirar es su
empleo del ritmo en la literatura y su utilización de un elemento afín por
naturaleza al efecto que ha de producir, a saber: una frase musical. Escuchada
por varias personas —primero por Swann y luego por el protagonista—, la frase
de Vinteuil no está atada a nada; no es una bandera como las que utiliza George
Meredith: un cerezo de doble floración para acompañar a Clara Middleton o un
yate anclado en aguas tranquilas para Cecilia Halkett. Una bandera puede sólo
reaparecer; pero el ritmo puede desarrollarse, y esta breve frase musical posee
vida propia, es tan independiente de las vidas de sus oyentes como de la vida
del hombre que la compuso. Casi es un personaje, pero no del todo, y con ese
«no del todo» queremos decir que su poder se ha empleado para hilvanar el libro
de Proust desde el interior, para prestarle belleza y para arrebatar la memoria
al lector. Hay momentos en que la pequeña frase —desde su deprimente comienzo,
pasando por la sonata y hasta el septeto— lo significa todo para el lector, y
hay momentos en que no significa nada y se olvida. Esta es, a nuestro entender,
la función del ritmo en la novela: no estar presente todo el tiempo —como la
forma—, sino llenamos de sorpresa, frescor y esperanza con sus hermosas
apariciones y desapariciones.
Mal
llevado, el ritmo resulta sumamente aburrido; se endurece, formando un símbolo,
y en lugar de movemos con él, nos hace tropezar. Notamos exasperados que John,
el spaniel —o lo que sea— de Galsworthy, está otra vez tendido a nuestros pies;
incluso los cerezos y los yates de Meredith, aunque airosos, sólo abren las ventanas
hacia la poesía. Dudo que el ritmo puedan conseguirlo escritores que planean
sus libros de antemano; tiene que nacer de un impulso momentáneo, producirse
cuando se alcanza el intervalo correcto. Pero el efecto es exquisito; puede
obtenerse sin mutilar a los personajes y mitiga nuestra necesidad de una forma
exterior.
Baste
esto en cuanto al ritmo fácil en la novela: puede definirse como repetición más
variación e ilustrarse con ejemplos. Ahora, una cuestión más difícil. ¿Existe
en la novela algún efecto comparable al de la Quinta sinfonía en su
conjunto, en la que, cuando se detiene la orquesta, escuchamos algo que nunca
se ha llegado a ejecutar? El movimiento inicial, el andante y el
trío-scherzo-trío-finale-trío-finale que componen el tercer movimiento, todos
invaden la mente al mismo tiempo y se extienden unos a otros formando una
entidad común. Esta entidad común, este nuevo ser, es la sinfonía en su
conjunto, y se ha logrado principalmente (aunque no del todo) gracias a la
relación entre los tres grandes movimientos que la orquesta ha estado
ejecutando. A esta relación la llamamos rítmica. Si el término musical
apropiado es otro, no hace al caso; lo que tenemos que preguntamos ahora es si
existe alguna analogía de ello en la novela.
No
hemos encontrado ninguna. Mas puede haberla, porque es probable que la ficción
halle su paralelismo más próximo en la música.
La
situación del drama es distinta. El teatro puede mirar hacia las artes
plásticas y dejar que Aristóteles lo organice, pues no se halla tan
directamente comprometido con las exigencias de los seres humanos. Los seres
humanos tienen su gran oportunidad en la novela. Y le dicen al novelista:
«Recréenos si quiere, pero tenemos que entrar»; y el problema del novelista,
como ya hemos visto a lo largo del libro, consiste en hacerles pasar un mal
rato y cumplir además otros objetivos. ¿Adónde acudirá? A buscar ayuda, no;
desde luego. Buscará la analogía. La música, aunque no emplea seres humanos y
está gobernada por intrincadas leyes, ofrece, en su expresión final, una forma
de belleza que la ficción puede lograr a su modo. Expansión: ésta es la idea a
la que debe aferrarse el novelista. No conclusión. No rematar, sino extenderse.
Cuando la sinfonía ha terminado, sentimos que las notas y los tonos que la
componen se han liberado, que en el ritmo del conjunto encuentran su libertad
individual. ¿No es posible lo mismo en la novela? ¿Hay algo de ello en Guerra
y paz, el libro con que empezamos y con el que debemos terminar? ¡Un libro
tan desordenado! Sin embargo, cuando lo leemos, ¿no empezamos a escuchar
acordes musicales a nuestras espaldas? Y cuando lo hemos concluido, ¿no
sentimos que cada elemento —incluso el catálogo de las estrategias— mantiene
una existencia más larga de la que parecía posible en su momento?