Casi no hay cuadra en Tokyo en
la que no haya un lugar para comer. Estos lugares tienen en el exterior, frente
a la puerta de entrada, unas cortinas muy cortas, generalmente puestas a la
altura de la cara, que hacen que el interior sólo pueda ser entrevisto. Cuando
las cortinas se sacan y el local parece estar abierto, es que está cerrado.
Mientras que cuando las cortinas se interponen entre el local y uno, obstaculizando
la visión y el paso, es que está abierto. El principio básico del erotismo y la
estética (a saber, el hecho de que para que algo resulte más atractivo hay que
ocultarlo parcialmente), parece estar tan asentado en la sociedad y la cultura
japonesas, que hasta se aplica a las fondas de comida.
Lo primero que experimenta el
viajero en Japón es una confirmación de la propia existencia. Quien se sienta
angustiado con respecto a la realidad del propio yo, en Japón sentirá rápido
alivio, y hasta puede ocurrir que se sienta no sólo existir sino existir en
exceso: hasta tal punto la sola propia presencia obliga a los japoneses a la
reverencia, al pedido de perdón o de disculpas y al agradecimiento sin
descanso. Se entiende que el budismo y las disciplinas ascéticas y meditativas
del zen hayan sido tan valoradas a lo largo de la historia japonesa, ya que la
disolución del yo que propugnan en ningún otro lugar del mundo debe ser tan
difícil de conseguir. “¡Irashaimasé!” El grito repetido que es la señal
de bienvenida en cualquier negocio, local o restorán al que uno entre, brota de
un modo automático no tanto del individuo que lo emite sino del ser social
japonés, y se repite como un eco en el tiempo. Yuki me pregunta qué opino del
servicio en general ofrecido en los comercios japoneses. Digo sin dudar que no
puedo imaginar un servicio mejor. Me pregunta si no me parece exagerado. A
veces sí. El grito de bienvenida me resulta tan impersonal y afectado que
preferiría una recepción muda. No dejo de notar que esa legendaria hospitalidad
tiene mucho de retórica, es decir, de convención y de artificio, pero nunca es
vana. Que posee sustancia es fácil de verificar dirigiéndose a cualquier
persona en la calle con alguna pregunta, duda o dificultad. Los esfuerzos por
ayudar son tan genuinos que uno hasta termina entendiendo lo que le dicen en
japonés. Y también es espontánea. Un día, yendo de Himeji a Okiyama en un tren
casi colmado, me disponía a beber un néctar de durazno recién comprado, cuando
descubro que la pajita plástica que lo acompañaba, necesaria para beber de un
modo decoroso del recipiente de cartón, había desaparecido de la bolsita en la
que me lo habían vendido, por lo que me dispuse a tomar directamente del
cartón. Como si hubiera estado sentada esperando ese momento, como si esa
hubiera sido su función en el tren o incluso en el mundo, cuando me di vuelta
para ver quién me golpeaba en el hombro me encuentro con una señorita con la
mano extendida ofreciéndome justamente una pajita. En definitiva, la primera
lección aprendida por el viajero en Japón, amable y afantasmado lector, es de
orden ontológico y se resume en unas pocas palabras: los demás existen, yo
existo.
Como bien la describe una de mis
guías, Tokyo es menos una ciudad que un anillo de ciudades, interconectadas por
autopistas y ferrocarriles subterráneos o elevados. Una buena medida de sus
dimensiones se obtiene en las estaciones de subte. Como en todo el mundo, estas
estaciones tienen varias salidas. Comete un serio error el viajero que crea que
puede optar por cualquiera en la suposición de que no estarán separadas más que
por no demasiados metros y que una vez en la superficie corregirá la precisión
de su andar tentativo. Me pasó en Ueno, donde ya había estado unos días antes y
por cuyo enorme parque ya había paseado. Cuando volví a ir salí por una escalera
cualquiera, convencido de que a pesar de la vastedad de la estación saldría en
algún sector del parque y que rápidamente me orientaría. Después de caminar
varias cuadras sin ver ni rastros del parque, y ya preguntándome si no me habría
bajado en la estación equivocada, decidí desandar mi camino y salir por la
salida adecuada. Pareciera que cada salida correspondiera no tanto a distintas
partes de la ciudad como a ciudades diferentes, o incluso a ciudades de mundos
paralelos que sólo se contactan brevemente en las estaciones de subte. Tokyo es
un mandala urbano, un acertijo y un enigma, sólo apreciable desde la cuarta
dimensión de lo que vendrá.
¿Qué es un escarbadiente? Yo diría
que es un cilindro delgado de madera con dos puntas afiladas para hacerle
cumplir su función. Descripto de esa manera, para un japonés es una redundancia
y una oportunidad perdida, e incluso un modesto escándalo. El japonés razona
que una única punta afilada es necesaria y suficiente para el correcto
funcionamiento del escarbadiente y procede a sacrificar la segunda en el altar
que lo acompaña desde hace siglos: el de la estética y el diseño. Sólo una vez
que ha hecho en ella dos prolijas ranuras anulares paralelas, que ha redondeado
el fragmento intermedio de madera, y que ha incluso delicadamente oscurecido el
extremo apenas convexo de esa punta del instrumento, es que el japonés puede
proceder con tranquilidad a extraer los fragmentos de yakitori que le
hayan quedado entre los dientes. Yuki se ríe.
El arroz es el gran enemigo del
fútbol japonés. Todos los lugares que en Argentina serían potreros, en Japón
son plantaciones de arroz: al costado de los caminos, junto a los puentes o las
vías del tren, en lotes vacíos entre edificios o construcciones. Lo que es
ciertamente de lamentar, ya que las dos veces que vi jóvenes jugando lo hacían
con habilidad y movimientos propios de la más pura y milenaria tradición
sudamericana, y casi todos, para mi sorpresa, juegan con las dos piernas. Sólo
tienen el defecto de la muy escasa presencia física. El día que agreguen a su
indudable comprensión estética del juego la decisión con la que encaran un
combate de sumo, serán rivales de temer.
Ninguna guía me había advertido
sobre un riesgo muy concreto que me esperaba no en las calles sino en las
veredas de Tokyo y de Kyoto: las bicicletas. El japonés se desplaza por las
veredas de su ciudad, sépalo el desprevenido lector, a toda velocidad. El
peligro es real, hasta el punto de que una noche fui arrollado por una
silenciosa bicicleta que me atacó desde atrás en las veredas de Kawaramachi
Dori, a orillas del Kamogawa. No importa adónde dirija uno sus pasos, se
encontrará con los ubicuos ciclistas haciendo girar sus dobles ruedas, tal vez como
permanentes recordatorios budistas de la rueda del karma y del dolor, y de su
contrarrueda y antídoto, la rueda del dharma y el conocimiento que hace
dos mil quinientos años echó a rodar un príncipe nepalés.
En un McDonald’s de Nara pedí un
poco de sal para mis papas fritas. Una vez comprendido el pedido, el estupor de
lo inesperado recorrió las caras de las empleadas. Hasta que una de ellas tomó
una bolsita de papel de las que usan para poner las papas fritas, tomó el gran
salero que usan para cocinar y virtió unos cuantos granos de sal en la bolsita,
que enrolló con cuidado y me entregó con una sonrisa, para alivio de sus
compañeras y para restauración del orden universal.
El jardín de Rikuji-en en Tokyo
está construido de modo que las distintas vicisitudes de sus senderos,
estanques, elevaciones y puentes aluden a ochenta y ocho poemas japoneses
célebres. Lo que me hace pensar en el teatro de títeres o bunraku, donde
el titiritero actúa a la vista del espectador. Lo que me hace pensar en el teatro
noh, donde los actores, cuando no usan la máscara, la imitan con su
cara. Lo que me hace pensar en el kabuki, en el que los actores
acostumbran imitar a los títeres del bunraku. Para los japoneses, la
idea de que la naturaleza imita al arte es de tal obviedad, que hace siglos que
su arte consiste en imitar a la naturaleza imitando al arte.
En los templos budistas y
shintoístas se practica la quema de inciensos. Grandes incensarios ubicados
frente a los principales recintos del templo convocan el fervor de los
creyentes, que los colman de grandes bastones de incienso de colores, y que
usan las manos para esparcir el humo sobre sus cuerpos y sus cabezas. Prácticas
similares en el cristianismo, el hinduismo y tantos credos del mundo, sugieren una
íntima conexión entre el humo y la religión. El misterio, lo entrevisto, lo que
es materia de revelación, el secreto, las posibles visitas desde el más allá,
se avienen a la compañía del humo y sus remedos de tiniebla. Ahí te ofrezco,
humeante y tenebroso lector, materia para tus cavilaciones.
El templo budista en cuyo
cementerio eligió ser enterrado el escritor Junichiro Tanizaki no es una
atracción turística, y por lo tanto carece de información que ofrecer al
visitante. Después de recorrer el cementerio y tratar infructuosamente de
ubicar la tumba, le pregunté a una mujer que barría el lugar. Intenté hablarle
en inglés, pero sólo obtuve su reacción temerosa. Nuestras lenguas
infranqueables resultaron compartir un único vocablo, pero ese vocablo fue
suficiente. Ni bien pronuncié la palabra “Tanizaki” sus ojos emitieron un
brillo y empezó a repetir “Tanizaki Junichiro”, tal vez sorprendida de que un
bárbaro de ojos redondos pronunciara ese nombre querido. Abandonó la pequeña
escoba y estiró su índice curvo y huesudo, haciendo señas para que la siguiera.
“Sákuro tri, sákuro tri”, me decía la mujer, caminando encorvada. Lo que
finalmente entendí que quería decir “árbol sagrado”, o sea “sacred tree”
en su inglés de fonética japonesa, y que se refería al ciruelo plantado junto
al par de lápidas que señalan la tumba de Tanizaki, colega en el amor de
Murasaki Shikibu y admirado apólogo de la sombra.
Yuki, la siempre entrevista y
fragmentaria Yuki, me explica que su nombre significa “nieve”, pero que esta
palabra se escribe con un carácter chino diferente del que corresponde a su
nombre, y que por lo tanto no es su nombre. Es decir, el nombre de una persona
en Japón no es la serie de sonidos que pronuncia cuando se lo preguntamos, sino
el o los caracteres chinos con que lo escribe. Me pregunto si sus manos serían sus
manos y su piel su piel, o si también necesitaban una escritura que las
revelara.
De la infinidad de comidas que
deleitan o sobresaltan el paladar del visitante, mi preferida es dragón en su
fuego. He aquí la receta: se caza un dragón joven y se lo cuelga de modo que la
boca apunte a una de sus patas traseras, por otra parte convenientemente elevada
de modo de frenar la irrigación. La furia que el cautiverio provoca en el
dragón le hace expulsar fuego de las fauces, lo que lentamente va cocinando la
pata. El dolor genera más llamas, lo que asegura una correcta cocción. Un
sablazo preciso del cocinero decapita al dragón y señala el momento en que la
pata está en el punto de cocción exacto. El acompañamiento consiste de arroz y
de una salsa que cambia de acuerdo a la estación. Algunas sectas shintoístas
argumentan que la verdadera delicia reside en comer la pata que quedó cruda,
porque no ha sufrido las consecuencias del fuego impuro de la ira. Los monjes
budistas se abstienen de la polémica, porque son vegetarianos.
El tren me lleva a Shimonoseki,
el puerto lejano desde el que un barco me va a cruzar a Corea. Llevo una carta
de Yuki, pero prometí no leerla hasta no salir de Japón. El tren va
prácticamente vacío. El guarda lo recorre regularmente. Noto con sorpresa que
cada vez que termina de recorrer un vagón, se da vuelta y hace una leve
reverencia, gira, abre la puerta del siguiente vagón, y antes de empezar a
recorrerlo hace otra leve reverencia, que repetirá en ese mismo vagón cuando
termine de recorrerlo y gire, antes de pasar al siguiente. El viajero, que al
principio se mostró complacido y hasta halagado por esas muestras de civilidad,
ahora se pregunta si no son más que movimientos automáticos, no diferentes de
los que las ruedas de ese mismo tren están haciendo ahora mismo al rodar sobre
las vías, indiferentes de su presencia. Esas reverencias, entiende el viajero,
no están en realidad dirigidas a él, sino al pasaje anónimo o incluso
potencial, al vagón, es decir, al vacío y a la ausencia. Y están hechas menos
por el guarda que por un ente indiferenciado que sólo se manifiesta a través
del guarda, y que es una especie de espíritu intangible, una emanación del
Japón que se dirige a sí misma, y se repite como un eco en el tiempo. El
viajero se replantea las primeras lecciones aprendidas, y se pregunta si será
cierto que efectivamente existe. Se pregunta incluso si será cierto que lo que
deja atrás es un país en el que estuvo, e intuye que no hay manera de discernir
y separar, dentro de ese todo que es un viaje, aquello que es viaje a la
ilusión, al espejismo y al engaño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario