viernes, 15 de noviembre de 2013

Trece vistas de la nieve en Japón

Casi no hay cuadra en Tokyo en la que no haya un lugar para comer. Estos lugares tienen en el exterior, frente a la puerta de entrada, unas cortinas muy cortas, generalmente puestas a la altura de la cara, que hacen que el interior sólo pueda ser entrevisto. Cuando las cortinas se sacan y el local parece estar abierto, es que está cerrado. Mientras que cuando las cortinas se interponen entre el local y uno, obstaculizando la visión y el paso, es que está abierto. El principio básico del erotismo y la estética (a saber, el hecho de que para que algo resulte más atractivo hay que ocultarlo parcialmente), parece estar tan asentado en la sociedad y la cultura japonesas, que hasta se aplica a las fondas de comida.
Lo primero que experimenta el viajero en Japón es una confirmación de la propia existencia. Quien se sienta angustiado con respecto a la realidad del propio yo, en Japón sentirá rápido alivio, y hasta puede ocurrir que se sienta no sólo existir sino existir en exceso: hasta tal punto la sola propia presencia obliga a los japoneses a la reverencia, al pedido de perdón o de disculpas y al agradecimiento sin descanso. Se entiende que el budismo y las disciplinas ascéticas y meditativas del zen hayan sido tan valoradas a lo largo de la historia japonesa, ya que la disolución del yo que propugnan en ningún otro lugar del mundo debe ser tan difícil de conseguir. “¡Irashaimasé!” El grito repetido que es la señal de bienvenida en cualquier negocio, local o restorán al que uno entre, brota de un modo automático no tanto del individuo que lo emite sino del ser social japonés, y se repite como un eco en el tiempo. Yuki me pregunta qué opino del servicio en general ofrecido en los comercios japoneses. Digo sin dudar que no puedo imaginar un servicio mejor. Me pregunta si no me parece exagerado. A veces sí. El grito de bienvenida me resulta tan impersonal y afectado que preferiría una recepción muda. No dejo de notar que esa legendaria hospitalidad tiene mucho de retórica, es decir, de convención y de artificio, pero nunca es vana. Que posee sustancia es fácil de verificar dirigiéndose a cualquier persona en la calle con alguna pregunta, duda o dificultad. Los esfuerzos por ayudar son tan genuinos que uno hasta termina entendiendo lo que le dicen en japonés. Y también es espontánea. Un día, yendo de Himeji a Okiyama en un tren casi colmado, me disponía a beber un néctar de durazno recién comprado, cuando descubro que la pajita plástica que lo acompañaba, necesaria para beber de un modo decoroso del recipiente de cartón, había desaparecido de la bolsita en la que me lo habían vendido, por lo que me dispuse a tomar directamente del cartón. Como si hubiera estado sentada esperando ese momento, como si esa hubiera sido su función en el tren o incluso en el mundo, cuando me di vuelta para ver quién me golpeaba en el hombro me encuentro con una señorita con la mano extendida ofreciéndome justamente una pajita. En definitiva, la primera lección aprendida por el viajero en Japón, amable y afantasmado lector, es de orden ontológico y se resume en unas pocas palabras: los demás existen, yo existo.

Como bien la describe una de mis guías, Tokyo es menos una ciudad que un anillo de ciudades, interconectadas por autopistas y ferrocarriles subterráneos o elevados. Una buena medida de sus dimensiones se obtiene en las estaciones de subte. Como en todo el mundo, estas estaciones tienen varias salidas. Comete un serio error el viajero que crea que puede optar por cualquiera en la suposición de que no estarán separadas más que por no demasiados metros y que una vez en la superficie corregirá la precisión de su andar tentativo. Me pasó en Ueno, donde ya había estado unos días antes y por cuyo enorme parque ya había paseado. Cuando volví a ir salí por una escalera cualquiera, convencido de que a pesar de la vastedad de la estación saldría en algún sector del parque y que rápidamente me orientaría. Después de caminar varias cuadras sin ver ni rastros del parque, y ya preguntándome si no me habría bajado en la estación equivocada, decidí desandar mi camino y salir por la salida adecuada. Pareciera que cada salida correspondiera no tanto a distintas partes de la ciudad como a ciudades diferentes, o incluso a ciudades de mundos paralelos que sólo se contactan brevemente en las estaciones de subte. Tokyo es un mandala urbano, un acertijo y un enigma, sólo apreciable desde la cuarta dimensión de lo que vendrá.

¿Qué es un escarbadiente? Yo diría que es un cilindro delgado de madera con dos puntas afiladas para hacerle cumplir su función. Descripto de esa manera, para un japonés es una redundancia y una oportunidad perdida, e incluso un modesto escándalo. El japonés razona que una única punta afilada es necesaria y suficiente para el correcto funcionamiento del escarbadiente y procede a sacrificar la segunda en el altar que lo acompaña desde hace siglos: el de la estética y el diseño. Sólo una vez que ha hecho en ella dos prolijas ranuras anulares paralelas, que ha redondeado el fragmento intermedio de madera, y que ha incluso delicadamente oscurecido el extremo apenas convexo de esa punta del instrumento, es que el japonés puede proceder con tranquilidad a extraer los fragmentos de yakitori que le hayan quedado entre los dientes. Yuki se ríe.

El arroz es el gran enemigo del fútbol japonés. Todos los lugares que en Argentina serían potreros, en Japón son plantaciones de arroz: al costado de los caminos, junto a los puentes o las vías del tren, en lotes vacíos entre edificios o construcciones. Lo que es ciertamente de lamentar, ya que las dos veces que vi jóvenes jugando lo hacían con habilidad y movimientos propios de la más pura y milenaria tradición sudamericana, y casi todos, para mi sorpresa, juegan con las dos piernas. Sólo tienen el defecto de la muy escasa presencia física. El día que agreguen a su indudable comprensión estética del juego la decisión con la que encaran un combate de sumo, serán rivales de temer.

Ninguna guía me había advertido sobre un riesgo muy concreto que me esperaba no en las calles sino en las veredas de Tokyo y de Kyoto: las bicicletas. El japonés se desplaza por las veredas de su ciudad, sépalo el desprevenido lector, a toda velocidad. El peligro es real, hasta el punto de que una noche fui arrollado por una silenciosa bicicleta que me atacó desde atrás en las veredas de Kawaramachi Dori, a orillas del Kamogawa. No importa adónde dirija uno sus pasos, se encontrará con los ubicuos ciclistas haciendo girar sus dobles ruedas, tal vez como permanentes recordatorios budistas de la rueda del karma y del dolor, y de su contrarrueda y antídoto, la rueda del dharma y el conocimiento que hace dos mil quinientos años echó a rodar un príncipe nepalés.

En un McDonald’s de Nara pedí un poco de sal para mis papas fritas. Una vez comprendido el pedido, el estupor de lo inesperado recorrió las caras de las empleadas. Hasta que una de ellas tomó una bolsita de papel de las que usan para poner las papas fritas, tomó el gran salero que usan para cocinar y virtió unos cuantos granos de sal en la bolsita, que enrolló con cuidado y me entregó con una sonrisa, para alivio de sus compañeras y para restauración del orden universal.

El jardín de Rikuji-en en Tokyo está construido de modo que las distintas vicisitudes de sus senderos, estanques, elevaciones y puentes aluden a ochenta y ocho poemas japoneses célebres. Lo que me hace pensar en el teatro de títeres o bunraku, donde el titiritero actúa a la vista del espectador. Lo que me hace pensar en el teatro noh, donde los actores, cuando no usan la máscara, la imitan con su cara. Lo que me hace pensar en el kabuki, en el que los actores acostumbran imitar a los títeres del bunraku. Para los japoneses, la idea de que la naturaleza imita al arte es de tal obviedad, que hace siglos que su arte consiste en imitar a la naturaleza imitando al arte.

En los templos budistas y shintoístas se practica la quema de inciensos. Grandes incensarios ubicados frente a los principales recintos del templo convocan el fervor de los creyentes, que los colman de grandes bastones de incienso de colores, y que usan las manos para esparcir el humo sobre sus cuerpos y sus cabezas. Prácticas similares en el cristianismo, el hinduismo y tantos credos del mundo, sugieren una íntima conexión entre el humo y la religión. El misterio, lo entrevisto, lo que es materia de revelación, el secreto, las posibles visitas desde el más allá, se avienen a la compañía del humo y sus remedos de tiniebla. Ahí te ofrezco, humeante y tenebroso lector, materia para tus cavilaciones.

El templo budista en cuyo cementerio eligió ser enterrado el escritor Junichiro Tanizaki no es una atracción turística, y por lo tanto carece de información que ofrecer al visitante. Después de recorrer el cementerio y tratar infructuosamente de ubicar la tumba, le pregunté a una mujer que barría el lugar. Intenté hablarle en inglés, pero sólo obtuve su reacción temerosa. Nuestras lenguas infranqueables resultaron compartir un único vocablo, pero ese vocablo fue suficiente. Ni bien pronuncié la palabra “Tanizaki” sus ojos emitieron un brillo y empezó a repetir “Tanizaki Junichiro”, tal vez sorprendida de que un bárbaro de ojos redondos pronunciara ese nombre querido. Abandonó la pequeña escoba y estiró su índice curvo y huesudo, haciendo señas para que la siguiera. “Sákuro tri, sákuro tri”, me decía la mujer, caminando encorvada. Lo que finalmente entendí que quería decir “árbol sagrado”, o sea “sacred tree” en su inglés de fonética japonesa, y que se refería al ciruelo plantado junto al par de lápidas que señalan la tumba de Tanizaki, colega en el amor de Murasaki Shikibu y admirado apólogo de la sombra.

Yuki, la siempre entrevista y fragmentaria Yuki, me explica que su nombre significa “nieve”, pero que esta palabra se escribe con un carácter chino diferente del que corresponde a su nombre, y que por lo tanto no es su nombre. Es decir, el nombre de una persona en Japón no es la serie de sonidos que pronuncia cuando se lo preguntamos, sino el o los caracteres chinos con que lo escribe. Me pregunto si sus manos serían sus manos y su piel su piel, o si también necesitaban una escritura que las revelara.

De la infinidad de comidas que deleitan o sobresaltan el paladar del visitante, mi preferida es dragón en su fuego. He aquí la receta: se caza un dragón joven y se lo cuelga de modo que la boca apunte a una de sus patas traseras, por otra parte convenientemente elevada de modo de frenar la irrigación. La furia que el cautiverio provoca en el dragón le hace expulsar fuego de las fauces, lo que lentamente va cocinando la pata. El dolor genera más llamas, lo que asegura una correcta cocción. Un sablazo preciso del cocinero decapita al dragón y señala el momento en que la pata está en el punto de cocción exacto. El acompañamiento consiste de arroz y de una salsa que cambia de acuerdo a la estación. Algunas sectas shintoístas argumentan que la verdadera delicia reside en comer la pata que quedó cruda, porque no ha sufrido las consecuencias del fuego impuro de la ira. Los monjes budistas se abstienen de la polémica, porque son vegetarianos.


El tren me lleva a Shimonoseki, el puerto lejano desde el que un barco me va a cruzar a Corea. Llevo una carta de Yuki, pero prometí no leerla hasta no salir de Japón. El tren va prácticamente vacío. El guarda lo recorre regularmente. Noto con sorpresa que cada vez que termina de recorrer un vagón, se da vuelta y hace una leve reverencia, gira, abre la puerta del siguiente vagón, y antes de empezar a recorrerlo hace otra leve reverencia, que repetirá en ese mismo vagón cuando termine de recorrerlo y gire, antes de pasar al siguiente. El viajero, que al principio se mostró complacido y hasta halagado por esas muestras de civilidad, ahora se pregunta si no son más que movimientos automáticos, no diferentes de los que las ruedas de ese mismo tren están haciendo ahora mismo al rodar sobre las vías, indiferentes de su presencia. Esas reverencias, entiende el viajero, no están en realidad dirigidas a él, sino al pasaje anónimo o incluso potencial, al vagón, es decir, al vacío y a la ausencia. Y están hechas menos por el guarda que por un ente indiferenciado que sólo se manifiesta a través del guarda, y que es una especie de espíritu intangible, una emanación del Japón que se dirige a sí misma, y se repite como un eco en el tiempo. El viajero se replantea las primeras lecciones aprendidas, y se pregunta si será cierto que efectivamente existe. Se pregunta incluso si será cierto que lo que deja atrás es un país en el que estuvo, e intuye que no hay manera de discernir y separar, dentro de ese todo que es un viaje, aquello que es viaje a la ilusión, al espejismo y al engaño.

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