Por Mario Levrero
Llevé la mano al
bolsillo del saco, en ademán irreflexivo, y mis dedos rozaron un objeto
inusual entre las habituales monedas: el caramelo que me había regalado una
niña. Lo saqué del bolsillo y comencé a quitarle la envoltura, de celofán
semitransparente, no sin dificultad. A veces los caramelos se ablandan con el
calor y la humedad y se pegan excesivamente al papel. Recordé que en mi
infancia sentía una atracción especial por ese tipo de caramelos un poco
revenidos; tenían un gusto más dulce que los otros —o al menos así me parecía.
Por fin el
caramelo, de un rojo opaco, quedó unido al papel apenas por un punto de su
esférica superficie; lo llevé a la boca, separándolo con los dientes de la
envoltura, y de ésta quise desprenderme luego sacudiendo varias veces la mano
con energía. No se desprendió; había quedado firmemente adherida al pulgar.
Tomé entonces el papel con la otra mano y logré así liberar el pulgar derecho,
pero no sin dejar pegados al papel tres dedos de la mano izquierda.
Iba por una calle
concurrida. Traté de que nadie notara mi situación ridícula, aunque advertí
algunas miradas divertidas o, al menos, interesadas en lo que estaba haciendo.
No me había detenido, sino que había ido enlenteciendo notablemente el paso;
retomé un ritmo más acelerado, mientras hacía jugar los dedos de la mano
izquierda para tratar de despegar el papelito. La mano se me fue untando de una
sustancia gomosa, desagradable, y ahora el papel se adhería con mucha
facilidad por cualquiera de sus caras, y al fin quedó totalmente extendido —y
pegado— sobre la palma.
Faltaban todavía
unas cuadras para llegar a casa. Allí tendría otros recursos, pero mientras
tanto me sentía molesto, y por más que no me lo propusiera conscientemente la
misma mano se ocupaba en forma automática de tratar de desprender la envoltura
—como sucede con la lengua cuando detecta algo desacostumbrado en la boca: la
pasta que puso el dentista o, en este caso, el caramelo, que se iba deshaciendo
lentamente mientras la lengua lo traía y Ilevaba de un lado a otro, y la hacía
chocar contra los dientes, queriendo sin duda desalojarlo de sus dominios.
El caramelo no
tenía el gusto de aquellos de mi infancia; tampoco era de sabor vulgar. Se
trataba de un sabor agradable, algo ácido, y traté de identificarlo con
precisión; fui descartando varios productos, y concluí que debería tratarse de
alguna sustancia con la cual no se fabrican habitualmente caramelos; sin
embargo, me resultaba un sabor muy familiar. Me llevé la palma de la mano
izquierda ante los ojos, buscando leer algo en la envoltura que seguía allí
pegada.
Me pareció que
era sólo un celofán poco transparente, casi blancuzco o más bien grisáceo, sin
ninguna clase de inscripciones; luego noté algo como un trazo muy leve, que
podía ser tanto un dibujo como la impresión de unas letras. Debería mirarlo al
trasluz y en la posición correcta para saber de qué se trataba. La
circunstancia no me parecía la más propicia para intentarlo; temía que el papel
se me pegara de una forma más incómoda o, peor aún, que se arruinara,
transformándose en una bola o llenándose de arrugas irreversibles que ya no me
permitieran volver a extenderlo en forma plana para descifrar esa marca o lo
que fuera. Y el gusto del caramelo me parecía ahora extraordinario, quería
seguir probándolo siempre, y pensé que tal vez la niña que me lo había dado no
sabría decirme dónde conseguir más.
A dos cuadras ya
de casa, me encontré con Antonieta. Fue casi sobre la esquina, junto a la
vidriera de la farmacia. Ambos nos detuvimos y quedamos mirándonos sin poder
hablar.
Hacía seis años
que habíamos estado juntos, una sola tarde, hacia el fin del verano. Era una
chica extraña, enormemente bella y muy difícil de asir. El encuentro había
sido puramente físico, en un estilo muy distinto a esas historias tan
laboriosas que suelen tejérseme con las mujeres, y que a veces culminan en la
relación física sólo después de un proceso a menudo largo, casi alquímico, de
fantasías, anhelos, citas, coloquios, desencuentros, esperanzas y
frustraciones.
En el caso de Antonieta se trató más bien de
una explosión que me había dejado sólo la memoria de un placer fugaz, y el
enigma de su personalidad. Había tenido su cuerpo, y nada más; tan luego yo,
coleccionista de almas.
Y, había sido yo,
precisamente, quien faltara a la cita convenida para el reencuentro. No importa
ahora la causa; no había sido falta de interés, aunque al parecer ella lo
pensó así pues luego no me buscó, y yo no sabía cómo encontrarla. Sospechaba
que era casada, por el misterio en que se envolvía, pero no sabía de ella nada
concreto, apenas el nombre, si es que realmente ése era su nombre.
Durante un tiempo
recorrí ciertos lugares buscando el encuentro casual o a veces, más sutilmente,
me dejaba llevar por intuiciones que en otros casos habían resultado
acertadas. Después fueron surgiendo otros intereses y su imagen se fue
desvaneciendo del centro de atención; en realidad, nunca del todo. No voy a
decir que estuve buscándola durante seis años, pero tampoco voy a decir que la
había olvidado por completo: simplemente había quedado allí, como una imagen
estática, como un deseo contenido, como la idea un poco triste de todo un mundo
de posibilidades que se había disuelto; una mujer a quien, tal vez, habría
podido amar.
Un ciclo no
cerrado, no concluido con un adiós, ni un disgusto, ni un reproche; como una
herida, leve ciertamente, pero herida al fin, que nunca cicatriza del todo.
Algo pegajoso, como un cuento inconcluso.
Montevideo,
27-28 de
agosto de 1977
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