sábado, 19 de abril de 2014

Algo pegajoso


Por Mario Levrero

Llevé la mano al bolsillo del saco, en ademán irreflexi­vo, y mis dedos rozaron un objeto inusual entre las habituales monedas: el caramelo que me había regala­do una niña. Lo saqué del bolsillo y comencé a quitar­le la envoltura, de celofán semitransparente, no sin di­ficultad. A veces los caramelos se ablandan con el ca­lor y la humedad y se pegan excesivamente al papel. Recordé que en mi infancia sentía una atracción es­pecial por ese tipo de caramelos un poco revenidos; tenían un gusto más dulce que los otros —o al menos así me parecía.
Por fin el caramelo, de un rojo opaco, quedó unido al papel apenas por un punto de su esférica superficie; lo llevé a la boca, separándolo con los dientes de la envoltura, y de ésta quise desprenderme luego sacu­diendo varias veces la mano con energía. No se desprendió; había quedado firmemente adherida al pulgar. Tomé entonces el papel con la otra mano y logré así liberar el pulgar derecho, pero no sin dejar pega­dos al papel tres dedos de la mano izquierda.
Iba por una calle concurrida. Traté de que nadie notara mi situación ridícula, aunque advertí algunas miradas divertidas o, al menos, interesadas en lo que estaba haciendo. No me había detenido, sino que ha­bía ido enlenteciendo notablemente el paso; retomé un ritmo más acelerado, mientras hacía jugar los de­dos de la mano izquierda para tratar de despegar el papelito. La mano se me fue untando de una sustan­cia gomosa, desagradable, y ahora el papel se adhe­ría con mucha facilidad por cualquiera de sus caras, y al fin quedó totalmente extendido —y pegado— so­bre la palma.
Faltaban todavía unas cuadras para llegar a casa. Allí tendría otros recursos, pero mientras tanto me sentía molesto, y por más que no me lo propusiera conscientemente la misma mano se ocupaba en for­ma automática de tratar de desprender la envoltura —como sucede con la lengua cuando detecta algo desacostumbrado en la boca: la pasta que puso el den­tista o, en este caso, el caramelo, que se iba desha­ciendo lentamente mientras la lengua lo traía y Ilevaba de un lado a otro, y la hacía chocar contra los dien­tes, queriendo sin duda desalojarlo de sus dominios.
El caramelo no tenía el gusto de aquellos de mi in­fancia; tampoco era de sabor vulgar. Se trataba de un sabor agradable, algo ácido, y traté de identificarlo con precisión; fui descartando varios productos, y concluí que debería tratarse de alguna sustancia con la cual no se fabrican habitualmente caramelos; sin embargo, me resultaba un sabor muy familiar. Me llevé la palma de la mano izquierda ante los ojos, bus­cando leer algo en la envoltura que seguía allí pegada.
Me pareció que era sólo un celofán poco transpa­rente, casi blancuzco o más bien grisáceo, sin ninguna clase de inscripciones; luego noté algo como un trazo muy leve, que podía ser tanto un dibujo como la impresión de unas letras. Debería mirarlo al trasluz y en la posición correcta para saber de qué se trataba. La circunstancia no me parecía la más propicia para intentarlo; temía que el papel se me pegara de una forma más incómoda o, peor aún, que se arruinara, transformándose en una bola o llenándose de arrugas irreversibles que ya no me permitieran volver a ex­tenderlo en forma plana para descifrar esa marca o lo que fuera. Y el gusto del caramelo me parecía aho­ra extraordinario, quería seguir probándolo siempre, y pensé que tal vez la niña que me lo había dado no sabría decirme dónde conseguir más.
A dos cuadras ya de casa, me encontré con Anto­nieta. Fue casi sobre la esquina, junto a la vidriera de la farmacia. Ambos nos detuvimos y quedamos mirándonos sin poder hablar.
Hacía seis años que habíamos estado juntos, una sola tarde, hacia el fin del verano. Era una chica extra­ña, enormemente bella y muy difícil de asir. El encuentro había sido puramente físico, en un estilo muy distinto a esas historias tan laboriosas que suelen tejérseme con las mujeres, y que a veces culminan en la relación física sólo después de un proceso a menu­do largo, casi alquímico, de fantasías, anhelos, citas, coloquios, desencuentros, esperanzas y frustraciones.
 En el caso de Antonieta se trató más bien de una ex­plosión que me había dejado sólo la memoria de un placer fugaz, y el enigma de su personalidad. Había tenido su cuerpo, y nada más; tan luego yo, colec­cionista de almas.
Y, había sido yo, precisamente, quien faltara a la cita convenida para el reencuentro. No importa ahora la causa; no había sido falta de interés, aunque al pa­recer ella lo pensó así pues luego no me buscó, y yo no sabía cómo encontrarla. Sospechaba que era casa­da, por el misterio en que se envolvía, pero no sabía de ella nada concreto, apenas el nombre, si es que real­mente ése era su nombre.
Durante un tiempo recorrí ciertos lugares bus­cando el encuentro casual o a veces, más sutilmen­te, me dejaba llevar por intuiciones que en otros ca­sos habían resultado acertadas. Después fueron sur­giendo otros intereses y su imagen se fue desvanecien­do del centro de atención; en realidad, nunca del to­do. No voy a decir que estuve buscándola durante seis años, pero tampoco voy a decir que la había ol­vidado por completo: simplemente había quedado allí, como una imagen estática, como un deseo con­tenido, como la idea un poco triste de todo un mun­do de posibilidades que se había disuelto; una mujer a quien, tal vez, habría podido amar.
Un ciclo no cerrado, no concluido con un adiós, ni un disgusto, ni un reproche; como una herida, leve ciertamente, pero herida al fin, que nunca cicatriza del todo. Algo pegajoso, como un cuento inconcluso.

  Montevideo,
27-28 de agosto de 1977

No hay comentarios:

Publicar un comentario