Prólogo (fragmento)
Memorias de una
niña gitana
Los primeros diez años de mi
infancia transcurrieron en un piso segundo, con un pasillo inmenso y muy poca
luz, de un edificio bastante corriente –una mancha roja de ladrillo visto,
apenas rota por las molduras blancas que dibujaban una ceja de yeso
descascarillado sobre cada balcón, completando cuatro ojos por planta-, un
ejemplar típico, casi vulgar, de las construcciones que, en el siglo pasado,
imprimieron carácter, y hasta personalidad, al barrio de Madrid donde ha
sucedido la mayor parte de los episodios de mi vida y de mis libros. La calle
Churruca, corta y estrecha, nace en la plaza Barceló y va a morir, casi sin
darse cuenta, en la calle Sagasti, al lado de la glorieta de Bilbao, que para
mí siempre ha sido y será el verdadero centro
de la ciudad. Muy cerca de la esquina con Apodaca, sobre la oscura
fachada de otra casa corriente, una placa pequeña, excesivamente discreta para
la mirada del transeúnte que no ande buscándola, identifica el último domicilio
del poeta Manuel Machado.
-Pues era tan bueno como su
hermano…-decía mi padre cada domingo, un instante antes de doblar la esquina,
camino de la calle de Fuencarral y la casa de mi abuelo.
Mi padre es poeta, y su padre
también lo era, y por eso yo empecé muy pronto a fijarme en las placas de las
calles y a aprenderme poemas de memoria, pero el motivo que se escondía tras
nuestra obligada visita de los domingos, una cita de puntualidad inquebrantable,
pertenecía al rango de los más prosaicos. Padre e hijo se reunían ante el
televisor para contemplar juntos el partido de la liga de fútbol que la primera
cadena retransmitiera aquella semana, sin fijarse mucho en la calidad de los
equipos que iban a enfrentarse, en su clasificación, o en cualquier otro
detalle que pudiera añadir o restar interés al espectáculo. Ellos veían el
fútbol, simplemente. Y todos los demás teníamos que estar callados.
La casa de mi abuelo –tan
característica del paisaje de mi barrio como la de mis padres, pero mejor, más
grande, casi señorial- podría haberse confundido con el escenario de muchas de
las novelas madrileñas de Galdós. En la zona exterior, las habitaciones
amplias, de altísimos techos, no desembocaban en pasillo alguno, sino que se
abrían unas a otras para formar una pequeña red de espacio compartido –todos
esos huecos ciegos que se designan airosamente como “gabinetes”- en la que era
muy difícil imponer un silencio uniforme. Para lograrlo, las mujeres de mi
familia, que pasaban el rato alrededor de una mesa camilla, cotilleando entre
susurros, desterraban a los niños al comedor, y nos obligaban a entretenernos
con la boca cerrada, unas cuartillas de papel y unos lápices de colores. En
esas circunstancias comenzó mi carrera literaria.
Ahora, cuando tengo la sensación de
estar empezando a dominar algunos trucos de este oficio, podría confesar que el
fútbol me hizo escritora, pero será más exacto –más sincero- declarar que
empecé a escribir porque nunca he sabido dibujar. Mi hermano Manuel pintaba
casas y cercas, chimeneas y animales, nubes y pájaros, niños y niñas montando a
caballo. Yo intentaba imitarle, pero apenas obtenía las amorfas siluetas de
algo vagamente parecido a una vaca con joroba sobre las cuatro patas de una
mesa sin tablero. Y me aburría. Y me ponía tan pesada como cualquier niño que
se aburre. Hasta que una tarde, alguien –mi madre, mi abuela, mi tía Charo, ya
no lo recuerdo bien- me ofreció una solución que resultaría definitiva. Desde
entonces, todos los domingos, invertía los noventa minutos del partido en
escribir el cuento. Porque yo sólo
tenía una historia que contar, yo escribía siempre el mismo cuento.
Mi familia conserva todavía algunas
versiones semanales de este relato, que siempre estaba escrito en tercera
persona aunque hablaba de mí más, y más explícitamente, que ningún otro texto
que haya llegado a escribir después. El argumento puede resumirse en media
docena de frases. Una niña burguesa – éste era un detalle importante-, nacida
en una casa auténtica –una casa “con tejado y paredes”, describía yo entonces-,
era apenas un bebé cuando su niñera la sacaba a pasear en su cochecito e,
inexplicablemente, la perdía en un parque. Cuando la caravana de un circo que
abandonaba la ciudad pasaba a su lado, una joven gitana se apiadaba del bebé
perdido y lo recogía para criarlo junto al resto de sus hijos. Pasaban los años
y la niña criada en el circo crecía sin sospechar su verdadero origen, hasta
que, diez o doce años después inexplicablemente, como antes la perdiera su
niñera, en el mismo parque de entonces, volvía a extraviarse. Esta vez, una
señora muy buena, muy rica y muy compasiva –que, por supuesto, era su verdadera
madre- se apiadaba de ella y la llevaba a su casa, adoptándola como una hija
más. Desde ese momento, la protagonista de mi cuento vivía sometida al tormento
de escuchar que no era hija de su madre porque la habían recogido por caridad,
y por eso sus hermanos la despreciaban: era una gitana. Hasta que, una mañana,
mirándola con ojos de cariño auténtico, la madre comprendía que la niña gitana
no podía ser sino su propia hija, perdida con tanto dolor, tantos años antes, y
recobrada ahora sin advertirlo siquiera. Tal descubrimiento precipitaba la
historia en un final tan feliz como abrupto. La protagonista se despedía del
lector dando cortes de manga a diestro y siniestro, en dirección a cada uno de
los habitantes de su casa.
Los inocentes recodos de esta
historia de ida y vuelta encierran el sentido de mi propio viaje hacia la
escritura. Entre todas las imágenes que guardo de mi infancia, ninguna me
conmueve tanto como la aplicación de esa niña muy gorda y muy morena, demasiado
morena –nueve, diez, once años vividos bajo el gratuito terror de haber sido
efectivamente recogida por caridad de unos gitanos-, mientras se afana en
silencio sobre una gran mesa de comedor, quieta y sola en la tarea de ajustar
cuentas con el mundo. Lo primero que escribí fue un cuento, y la pasión –entre
el miedo y la duda, la justicia y el amor- me llevó la mano. Porque yo no
quería ser la primera de la clase, no pretendía la admiración de mis
familiares, no buscaba elogios, ni ventajas, ni recompensas. Yo sólo aspiraba a
ser la verdadera hija de mi madre, a dormir tranquila por las noches, a
enderezar el mundo, y mi destino con él, de una buena vez y para siempre. Desde
entonces, escribo para vivir, y la pasión sigue llevándome la mano –con
frecuencia, hasta más de lo que yo quisiera-, pero apenas he acabado una docena
de cuentos en todos estos años.
(…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario