Por Federico Fellini
No se trata de la
acostumbrada Rímini; tampoco de Reggiolo, que nada tiene que ver en esto. Las
cosas están así: antes de comenzar un film siempre busco la manera de que la
llamada “búsqueda de locaciones” resulte a la postre unas buenas vacaciones. Es
un ritual del cine muy simpático. Se va uno en compañía del camarógrafo, del
director auxiliar y de un representante del productor, sabiendo de antemano
que, al menos en mi caso, reconstruiré todo en el set, sin tener que salir de
Cinecittá. Entonces, ¿para qué sirve todo esto? Es algo muy agradable andar de
pueblo en pueblo; entrar a las haciendas, a los hotelitos, a las pensiones;
visitar las bellas ciudades italianas de la provincia. Nos dejan algo, una huella
perdurable, la misma que aparece en la irrealidad de la reconstrucción en el
set. De esos vagabundeos me queda siempre un tenaz remordimiento, porque
estoy consciente de que el cine italiano –incluso, desde luego el mío- no ha
hecho un relato de Italia. Por los films norteamericanos sabemos muchas cosas
de Estados Unidos. Sobre nuestro país, nada. Sólo algunas cosas de Roma; una
Nápoles que es un “nacimiento” manierista; una Sicilia de oleografía
sangrienta. Pero toda la interminable provincia italiana. . .
Volviendo al film y a la novela de Cavazzoni, Il
poema del lunatici, debo decir que el libro sólo fue el punto de partida,
el pretexto, aunque después el desarrollo poco tuvo que ver con la premisa
inicial. Esa lectura hizo resonar en mis adentros viejas atmósferas, añoranzas,
veleidades, intenciones, personajes, situaciones cinematográficas que nunca he
realizado y que yacen allí desde hace muchos años sepultadas en ciertas
profundidades de las que aún siguen irradiando y haciéndose oír.
Entre las cosas iniciales se halla la fascinación del
campo. Cuando yo era un muchachito, en el verano iba a pasar unos dos meses en
Gamberttola, un pueblito que está cerca de Rímini. El campo fue para mí un
descubrimiento extraordinario. Un escenario fabuloso, casi mágico: los
animales, los árboles, los chubascos, las estaciones del año, las relaciones
entre los campesinos y las bestias, el río, que era solamente un riachuelo, el
Marecchia, incluso los delitos salvajes y brutales de los campesinos.
Aún vivía la abuela Fraschina, semejante a la abuela
de las fábulas, con la cara totalmente arrugada y el cuerpo perdido bajo tantos
trapos, vestida de negro. Nos castigaba con una vara verde muy flexible; nos
daba leves varazos que nosotros recibíamos con gritos lastimeros.
Desde hacía mucho tiempo deseaba hacer un film acerca
de esos recuerdos, sobre ese mundo que me sugería una historia entre pánica y mágica. Pero tampoco
resultó lo que esperaba, porque el libro
de Cavazzoni sacó a flote otra vieja idea mía a la que dediqué mucho tiempo
en los lejanos cincuenta, para hacer un guión inspirado en un relato de Mario
Tobino sobre sus experiencias de psiquiatra en el manicomio de Magliano. El
libro que tanto me turbó se llama Le libere donne di Magliano. Trasladar
a un film esa isla que se llamaba hospital psiquiátrico, totalmente amurallado
para proteger a la locura, a los delirios y persecuciones. En fin, sólo tenía
ganas de hacer algo que no se pareciera a las películas anteriores.
En este absoluto vacío
narrativo de un principio me ha dado confianza, tal vez debería decir
arrogancia, la experiencia de mi película precedente, Intervista. Con ese film me pareció comprender que no
tenía necesidad de historias ni de ideas; que bastaba con estar sentado
junto a la cámara de cine, en un lugar donde se podía encender una lamparita,
rodeada de un grupo de rostros confiados y deseosos de partir, de viajar . . .
En fin, empleando una frase periodística, Intervista
es una película que se hizo por sí misma.
(...)
Con frecuencia hablo del
circo, pero también el teatro forma parte de la mitología de mi infancia. El teatro como existencia, elección de
vida. Los viajes en tren, el debut, la provincia, el restaurante, la compañía,
los actores, las actrices, los baúles del vestuario, los camerinos, las
rivalidades, los amores. Me miraba a mí mismo y pensaba que jamás podría ser
ingeniero ni obispo, como lo hubiera querido mi pobre mamá. Veía a los actores
y pensaba que me gustaría ser actor o, no sé...quizás pintor, cualquier cosa
que fuera artistoide. Me gustaba, sobre todo, su modo de vestir, su
informalidad, debida tal vez a su manera de vivir tan irregular; las mujeres,
los amores excéntricos de que tanto se hablaba.
Y precisamente por haber contado con dos actores,
Benigni y Villaggio, que encarnan el arquetipo de los actores cómicos
trashumantes, he formado un trío que me permitió adentrarme con mayor seguridad
en una película que se hizo día con día. Agradezco a Benigni y a Villaggio su
completa espontaneidad, la confianza
puesta en la intuición de un itinerario que partía de la oscuridad para
dirigirse a la oscuridad.
Baste con decir que jamás contaron con ningún diálogo.
Yo llegaba a las sesiones de maquillaje con trozos de papel garabateados la
noche anterior. Realicé un hermoso viaje del brazo de Arlequín y de Brighella,
tal vez, del brazo de Lucignolo y de Pinocho. Sin saber aún qué era esa
película ordené la construcción –con un celo exagerado, de maestro de obras- de
la plaza completa de un pueblo de la
Italia centro-septentrional. Quería cancelar todas las
referencias típicas, quería una construcción hecha de elementos muy obvios, muy
vistos. Tengo la ilusión de haber hecho no un pueblo, sino el pueblo, un
superpueblo italiano con su plaza, en la cual asoman, amontonados, la iglesia
gótica, la fortaleza renacentista, el palacete humbertino, el palacio
racionalista del fascismo, la iglesia posmoderna, hecha de plástico
transparente. Un conjunto de fachadas obvias, un pueblo donde es imposible
vivir.
Y durante ese período me comportaba como si ese pueblo
fuera a ser habitado en realidad. Con los arquitectos discutía acerca del
empedrado; decidía por mi cuenta las tiendas que habría en los portales, lo que
pondríamos en cada uno de los escaparates, el río, los tejados, las tejas, los
balcones. Y mientras veía a trescientos o cuatrocientos obreros atareados en la
construcción de un pueblo que pareciera verdadero, me preguntaba a mi mismo, ¿y
ahora qué voy a relatar?
Y me respondía: ya verás que alguien asomará por esa
ventana; bajo estos portales, alguien se pondrá a pasear, a ver los
escaparates; el voceador anunciará las ediciones extra en su puesto de
periódicos, y acaso el cura saldrá, tarde o temprano, por el atrio.
Aquí y allá puse unas molduras pintadas en algunas ventanas; con la
vibración de los dos actores-personajes a mi alrededor una pequeña punta de la
madeja empezó a salir . . . Y es un retrato de mi pueblo, de nuestro pueblo,
tal y como me parece que lo vivimos.
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