martes, 29 de abril de 2014

La voz de la luna

Por Federico Fellini


         No se trata de la acostumbrada Rímini; tampoco de Reggiolo, que nada tiene que ver en esto. Las cosas están así: antes de comenzar un film siempre busco la manera de que la llamada “búsqueda de locaciones” resulte a la postre unas buenas vacaciones. Es un ritual del cine muy simpático. Se va uno en compañía del camarógrafo, del director auxiliar y de un representante del productor, sabiendo de antemano que, al menos en mi caso, reconstruiré todo en el set, sin tener que salir de Cinecittá. Entonces, ¿para qué sirve todo esto? Es algo muy agradable andar de pueblo en pueblo; entrar a las haciendas, a los hotelitos, a las pensiones; visitar las bellas ciudades italianas de la provincia. Nos dejan algo, una huella perdurable, la misma que aparece en la irrealidad de la reconstrucción en el set. De esos vagabundeos me queda siempre un tenaz remordimiento, porque estoy consciente de que el cine italiano –incluso, desde luego el mío- no ha hecho un relato de Italia. Por los films norteamericanos sabemos muchas cosas de Estados Unidos. Sobre nuestro país, nada. Sólo algunas cosas de Roma; una Nápoles que es un “nacimiento” manierista; una Sicilia de oleografía sangrienta. Pero toda la interminable provincia italiana. . .
        
Volviendo al film y a la novela de Cavazzoni, Il poema del lunatici, debo decir que el libro sólo fue el punto de partida, el pretexto, aunque después el desarrollo poco tuvo que ver con la premisa inicial. Esa lectura hizo resonar en mis adentros viejas atmósferas, añoranzas, veleidades, intenciones, personajes, situaciones cinematográficas que nunca he realizado y que yacen allí desde hace muchos años sepultadas en ciertas profundidades de las que aún siguen irradiando y haciéndose oír.
        
Entre las cosas iniciales se halla la fascinación del campo. Cuando yo era un muchachito, en el verano iba a pasar unos dos meses en Gamberttola, un pueblito que está cerca de Rímini. El campo fue para mí un descubrimiento extraordinario. Un escenario fabuloso, casi mágico: los animales, los árboles, los chubascos, las estaciones del año, las relaciones entre los campesinos y las bestias, el río, que era solamente un riachuelo, el Marecchia, incluso los delitos salvajes y brutales de los campesinos.
        
Aún vivía la abuela Fraschina, semejante a la abuela de las fábulas, con la cara totalmente arrugada y el cuerpo perdido bajo tantos trapos, vestida de negro. Nos castigaba con una vara verde muy flexible; nos daba leves varazos que nosotros recibíamos con gritos lastimeros.
        
Desde hacía mucho tiempo deseaba hacer un film acerca de esos recuerdos, sobre ese mundo que me sugería una historia entre pánica y mágica. Pero tampoco resultó lo que esperaba, porque el libro de Cavazzoni sacó a flote otra vieja idea mía a la que dediqué mucho tiempo en los lejanos cincuenta, para hacer un guión inspirado en un relato de Mario Tobino sobre sus experiencias de psiquiatra en el manicomio de Magliano. El libro que tanto me turbó se llama Le libere donne di Magliano. Trasladar a un film esa isla que se llamaba hospital psiquiátrico, totalmente amurallado para proteger a la locura, a los delirios y persecuciones. En fin, sólo tenía ganas de hacer algo que no se pareciera a las películas anteriores.
        
En este absoluto vacío narrativo de un principio me ha dado confianza, tal vez debería decir arrogancia, la experiencia de mi película precedente, Intervista. Con ese film me pareció comprender que no tenía necesidad de historias ni de ideas; que bastaba con estar sentado junto a la cámara de cine, en un lugar donde se podía encender una lamparita, rodeada de un grupo de rostros confiados y deseosos de partir, de viajar . . . En fin, empleando una frase periodística, Intervista es una película que se hizo por sí misma.
         (...)
         Con frecuencia hablo del circo, pero también el teatro forma parte de la mitología de mi infancia. El teatro como existencia, elección de vida. Los viajes en tren, el debut, la provincia, el restaurante, la compañía, los actores, las actrices, los baúles del vestuario, los camerinos, las rivalidades, los amores. Me miraba a mí mismo y pensaba que jamás podría ser ingeniero ni obispo, como lo hubiera querido mi pobre mamá. Veía a los actores y pensaba que me gustaría ser actor o, no sé...quizás pintor, cualquier cosa que fuera artistoide. Me gustaba, sobre todo, su modo de vestir, su informalidad, debida tal vez a su manera de vivir tan irregular; las mujeres, los amores excéntricos de que tanto se hablaba.
        
Y precisamente por haber contado con dos actores, Benigni y Villaggio, que encarnan el arquetipo de los actores cómicos trashumantes, he formado un trío que me permitió adentrarme con mayor seguridad en una película que se hizo día con día. Agradezco a Benigni y a Villaggio su completa espontaneidad, la confianza puesta en la intuición de un itinerario que partía de la oscuridad para dirigirse a la oscuridad.
        
Baste con decir que jamás contaron con ningún diálogo. Yo llegaba a las sesiones de maquillaje con trozos de papel garabateados la noche anterior. Realicé un hermoso viaje del brazo de Arlequín y de Brighella, tal vez, del brazo de Lucignolo y de Pinocho. Sin saber aún qué era esa película ordené la construcción –con un celo exagerado, de maestro de obras- de la plaza completa de un pueblo de la Italia centro-septentrional. Quería cancelar todas las referencias típicas, quería una construcción hecha de elementos muy obvios, muy vistos. Tengo la ilusión de haber hecho no un pueblo, sino el pueblo, un superpueblo italiano con su plaza, en la cual asoman, amontonados, la iglesia gótica, la fortaleza renacentista, el palacete humbertino, el palacio racionalista del fascismo, la iglesia posmoderna, hecha de plástico transparente. Un conjunto de fachadas obvias, un pueblo donde es imposible vivir.
        
Y durante ese período me comportaba como si ese pueblo fuera a ser habitado en realidad. Con los arquitectos discutía acerca del empedrado; decidía por mi cuenta las tiendas que habría en los portales, lo que pondríamos en cada uno de los escaparates, el río, los tejados, las tejas, los balcones. Y mientras veía a trescientos o cuatrocientos obreros atareados en la construcción de un pueblo que pareciera verdadero, me preguntaba a mi mismo, ¿y ahora qué voy a relatar?
        
Y me respondía: ya verás que alguien asomará por esa ventana; bajo estos portales, alguien se pondrá a pasear, a ver los escaparates; el voceador anunciará las ediciones extra en su puesto de periódicos, y acaso el cura saldrá, tarde o temprano, por el atrio.
Aquí y allá puse unas molduras pintadas en algunas ventanas; con la vibración de los dos actores-personajes a mi alrededor una pequeña punta de la madeja empezó a salir . . . Y es un retrato de mi pueblo, de nuestro pueblo, tal y como me parece que lo vivimos.


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