Rosa Montero para El país - 2006
Era una tarde de enero del 2004 y yo estaba
escribiendo el segundo capítulo de mi novela Historia del Rey Transparente.
Había tenido un buen día de trabajo y me encontraba en uno de esos momentos de entusiasmo
que no son demasiado habituales en la redacción de un libro, porque escribir
una novela es a menudo como picar piedras, una labor árida, tenaz y fatigosa.
Pero esa tarde, ya digo, mi cabeza volaba sobre las palabras. La protagonista,
Leola, una campesina de quince años, sierva de un señor feudal del siglo XII,
acababa de quedarse sola y desamparada en un mundo devastado por las guerras.
Para protegerse, había entrado, de noche, en un campo de batalla, y había
rebuscado en el revoltijo de cadáveres, entre los caballos destripados y los
guerreros yertos, hasta encontrar a un hombre de hierro de su tamaño. Entonces,
aguantando las náuseas, se había puesto a pelarle a la luz de la luna, es
decir, a despojarle de su armadura, con la intención de revestirse con ella y
fingirse varón. Leola le iba desnudando poco a poco y yo iba nombrando cada
pieza: el cinto, la sobreveste bordada, las manoplas, las botas de cuero y las
brafoneras que cubrían sus piernas, la larga cota de malla y... Maldición, me
atranqué. Mi protagonista había llegado a la cabeza y tenía que arrancarle esa
especie de verdugo metálico con que los caballeros se protegían el cuello y el
cráneo. Y el problema era que yo no sabía cómo se llamaba. No tenía ni idea de
cómo nombrarlo.
Cabía la posibilidad de dejar ese espacio en blanco y seguir adelante; pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. El tropezón me había sacado de ese sueño diurno que es escribir una novela. Me había expulsado del fantasmagórico campo de batalla. Abrumada, me levanté de la mesa del ordenador y empecé a pasearme por la casa. Iba a ser dificilísimo encontrar el nombre de la dichosa pieza, y sin eso no podía continuar. Tenía la vaga idea de que en algunos números antiguos de Historia 16 y deLa Aventura de la Historia , dos revistas a
las que estoy suscripta desde hace años, habían salido un par de reportajes
sobre armaduras medievales. Pero tengo muchísimos números, todos desordenados y
repartidos caóticamente por la casa, de modo que revisarlos me podía llevar un
tiempo enorme. Y, además, tampoco era seguro que viniera el nombre del verdugo.
Mientras pensaba en todo esto, mis pies me habían llevado hasta el dormitorio. Llena de fastidio, agarré el último ejemplar deLa Aventura de la Historia , el
correspondiente a enero del 2004, que acababa de llegarme y que había dejado
junto a la cama para echarle un vistazo. Abstraída, abrí la revista por la
mitad: y casi solté un grito. Allí, justo en la página que había abierto, venía
un dibujo explicativo de la protección de la cabeza en las armaduras
medievales, detallando todas y cada una de las partes, desde la cofia hasta el
casco. Almófar. El maldito verdugo se llamaba almófar.
Sé que esta historia resulta difícil de creer, pero les aseguro que es totalmente cierta. Y también sé que, si un novelista me estuviera leyendo, no le extrañaría nada lo que digo. Porque la ficción está llena de coincidencias aparentemente mágicas. A todos nos suceden cosas rarísimas mientras escribimos. Por ejemplo, basta con que pongas que tu protagonista tiene una cicatriz que le cruza la mejilla, para que de la noche a la mañana empieces a toparte con una horda de hombres todos con el mismo tajo en el carrillo. Las novelas son los sueños de la humanidad, y el escritor, ya lo he mencionado antes, sueña su novela con los ojos abiertos. Lo que quiero decir es que ambas cosas, sueños y narraciones, nacen del mismo sustrato del subconsciente. Por eso el novelista escribe de lo que no sabe que sabe; por eso a menudo se sorprende de lo que ha hecho y se pregunta de dónde lo ha sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe muchas más cosas de las que sabes tú. Es de suponer que cuando recibí la revista yo ya había visto el reportaje sobre las armaduras, aunque sin registrarlo en la memoria; y que mi subconsciente dirigió mis pasos hacia allí y me hizo abrir por la página exacta. Claro que esto no justifica la feliz coincidencia de queLa Aventura de la Historia publicara
precisamente ese dibujo en el mes en que yo lo necesitaba, pero tampoco podemos
aspirar a explicárnoslo todo en esta vida.
Puesto que las novelas son sueños diurnos, uno debe serle fiel a esa voz interior. Es decir, debes escribir aquello que verdaderamente necesitas escribir, el libro que pugna por nacer dentro de tu cabeza. Tú no escoges los temas de tus novelas sino que los temas te escogen a ti, con la misma fuerza aparentemente autónoma e imperativa con que los verdaderos sueños pueblan tus noches. Historia del Rey Transparente nació hará siete u ocho años. De cuando en cuando me dan ataques de pasión lectora por un autor o por algún asunto, y en aquel entonces me había fascinado por el Medioevo. Durante un par de años leí muchos libros de historia y también textos de escritores de la época, como Chrétien de Troyes o María de Francia. Por eso, porque estaba sumergida en ese mundo y constituía mi hábitat mental, es por lo que se me ocurrió esta novela. La primera imagen, el pequeño huevecillo del que surgió todo, fue una escena que se encendió de repente dentro de mi cabeza: unos labriegos se encuentran arando un campo penosamente, sin ayuda animal, tirando ellos mismos del arado; y justo en el campo de al lado, a pocos metros, unos cuantos centenares de hombres de hierro se tajan y se matan, embebidos en su guerra particular.
Yo no sabía todavía quiénes eran los campesinos, quiénes los guerreros, pero la imagen me resultaba tan inquietante y poderosa que echó raíces en mi imaginación y comenzó a desarrollarse. Tardó mucho tiempo en crecer. Cada escritor tiene su propio método, y el mío pasa por una primera etapa en la que la historia se va construyendo en mi mente y en un montoncito de cuadernos, en los que voy tomando notas a mano, hasta que tengo el esqueleto de la novela entera y empiezo a hacer fichas de la estructura, de los ingredientes, de los personajes. Así puedo pasarme unos cuantos años. Al cabo, cuando ya lo tengo todo claro, cuando creo saber hasta el número de capítulos y qué va a suceder en cada uno de ellos, me siento en el ordenador y, en el año y medio que suele llevarme la redacción final, la novela vuelve a cambiar profundamente. A decir verdad, ésa es la gracia de la cosa: que es un bicho vivo y siempre te sorprende.
Cabía la posibilidad de dejar ese espacio en blanco y seguir adelante; pero, por alguna razón, era incapaz de hacerlo. El tropezón me había sacado de ese sueño diurno que es escribir una novela. Me había expulsado del fantasmagórico campo de batalla. Abrumada, me levanté de la mesa del ordenador y empecé a pasearme por la casa. Iba a ser dificilísimo encontrar el nombre de la dichosa pieza, y sin eso no podía continuar. Tenía la vaga idea de que en algunos números antiguos de Historia 16 y de
Mientras pensaba en todo esto, mis pies me habían llevado hasta el dormitorio. Llena de fastidio, agarré el último ejemplar de
Sé que esta historia resulta difícil de creer, pero les aseguro que es totalmente cierta. Y también sé que, si un novelista me estuviera leyendo, no le extrañaría nada lo que digo. Porque la ficción está llena de coincidencias aparentemente mágicas. A todos nos suceden cosas rarísimas mientras escribimos. Por ejemplo, basta con que pongas que tu protagonista tiene una cicatriz que le cruza la mejilla, para que de la noche a la mañana empieces a toparte con una horda de hombres todos con el mismo tajo en el carrillo. Las novelas son los sueños de la humanidad, y el escritor, ya lo he mencionado antes, sueña su novela con los ojos abiertos. Lo que quiero decir es que ambas cosas, sueños y narraciones, nacen del mismo sustrato del subconsciente. Por eso el novelista escribe de lo que no sabe que sabe; por eso a menudo se sorprende de lo que ha hecho y se pregunta de dónde lo ha sacado; por eso, sospecho, suceden todas esas casualidades extraordinarias. Y es que tu subconsciente sabe muchas más cosas de las que sabes tú. Es de suponer que cuando recibí la revista yo ya había visto el reportaje sobre las armaduras, aunque sin registrarlo en la memoria; y que mi subconsciente dirigió mis pasos hacia allí y me hizo abrir por la página exacta. Claro que esto no justifica la feliz coincidencia de que
Puesto que las novelas son sueños diurnos, uno debe serle fiel a esa voz interior. Es decir, debes escribir aquello que verdaderamente necesitas escribir, el libro que pugna por nacer dentro de tu cabeza. Tú no escoges los temas de tus novelas sino que los temas te escogen a ti, con la misma fuerza aparentemente autónoma e imperativa con que los verdaderos sueños pueblan tus noches. Historia del Rey Transparente nació hará siete u ocho años. De cuando en cuando me dan ataques de pasión lectora por un autor o por algún asunto, y en aquel entonces me había fascinado por el Medioevo. Durante un par de años leí muchos libros de historia y también textos de escritores de la época, como Chrétien de Troyes o María de Francia. Por eso, porque estaba sumergida en ese mundo y constituía mi hábitat mental, es por lo que se me ocurrió esta novela. La primera imagen, el pequeño huevecillo del que surgió todo, fue una escena que se encendió de repente dentro de mi cabeza: unos labriegos se encuentran arando un campo penosamente, sin ayuda animal, tirando ellos mismos del arado; y justo en el campo de al lado, a pocos metros, unos cuantos centenares de hombres de hierro se tajan y se matan, embebidos en su guerra particular.
Yo no sabía todavía quiénes eran los campesinos, quiénes los guerreros, pero la imagen me resultaba tan inquietante y poderosa que echó raíces en mi imaginación y comenzó a desarrollarse. Tardó mucho tiempo en crecer. Cada escritor tiene su propio método, y el mío pasa por una primera etapa en la que la historia se va construyendo en mi mente y en un montoncito de cuadernos, en los que voy tomando notas a mano, hasta que tengo el esqueleto de la novela entera y empiezo a hacer fichas de la estructura, de los ingredientes, de los personajes. Así puedo pasarme unos cuantos años. Al cabo, cuando ya lo tengo todo claro, cuando creo saber hasta el número de capítulos y qué va a suceder en cada uno de ellos, me siento en el ordenador y, en el año y medio que suele llevarme la redacción final, la novela vuelve a cambiar profundamente. A decir verdad, ésa es la gracia de la cosa: que es un bicho vivo y siempre te sorprende.
No hay comentarios:
Publicar un comentario