Llamémoslo nomás Ismael. Que en
ciertos lugares lo llamen Izmail o Ishmail, o lo escriban en alfabeto romano o
en cirílico, por ejemplo Ізмаїл o Измаил, y que
en ciertos períodos de la historia se haya llamado Ishmayl o Itzmayel, o sorpresivamente
Hacidar, es para nosotros irrelevante, y se explica por el paso sucesivo por
esa región de los besárabes, los genoveses, los otomanos, los rusos, los
moldavos, los rumanos, los alemanes y los ucranianos. Pero Ismael, con e, es el
nombre que recordaba mi tía abuela Dora en Buenos Aires en algún momento de la
década del ochenta, y ése es el nombre que seguiré recordando. Junto con Anchekrak.
Llegué a Odessa
una mañana destemplada de julio, cansado de haber dormido poco en el tren
nocturno desde Kiev. No había conseguido guías que no estuvieran en ruso, que
no hablo, y sólo traía un par de números de teléfono y direcciones que había
recabado en internet. Tardé casi una hora para descifrar el modo de
funcionamiento de los teléfonos públicos, después de que varias personas a las
que me acerqué prefirieran ignorar mis preguntas. Cuando finalmente pude
comunicarme con un hotel nadie hablaba inglés, y cuando llegué personalmente
después de un largo y caro viaje en taxi, estaba completo. Trabajosamente conseguí
el dato de otro hotel que se acomodara a mi modesto presupuesto, en el que
finalmente logré alojarme en una habitación medianamente derruida pero con un
gran ventanal con vista al Mar Negro. Todos conocían Ismael, el puerto en la
boca del delta del Danubio, pero nadie había oído hablar de Anchekrak.
Llegué a Ismael
dos días después. Tampoco eso había sido fácil, pero finalmente ahí estaba.
Bajé del ómnibus con mi mochila y mi desconcierto, en la temprana tarde de un
día de sol compacto y lúcido, sin la menor idea de lo que iba a hacer en tres
días en ese pueblo y sin siquiera saber si iba a encontrar un lugar donde
alojarme. Me acerqué a un taxista y pronuncié la única palabra que supuse me
podía ayudar en ese momento, “hotel”. Palabra que unos minutos después me dejó
en la puerta de un edificio gris, viejo y decaído, que carecía de cualquier
señal externa que lo identificara como tal. Seguía sin saber lo que iba a hacer
en ese pueblo, pero al menos ya tenía un colchón donde dormir.
Uno
de los dos nombres que mi tía-abuela judía había pronunciado no mucho antes de
morir en esa grabación de los años ochenta, el nombre del pueblo del que cien
años antes había salido, aún niña, su madre, la madre de la madre de mi madre,
era ahora para mí calles concretas con casas reales y con gente real, con
árboles y esquinas, alcantarillas y veredas que tocar y ver. Una estatua de
Lenin todavía firme en la plaza, viejitas vendiendo frutas en cajones de madera
en las veredas, gastados autos soviéticos de colores, parecidos a los viejos
Fiat de mi infancia en Buenos Aires, eso vi en mi primer paseo por los
alrededores del hotel. Pero nada que pudiera pasar por una oficina de turismo,
y más bien mi hotel, donde nadie hablaba inglés, parecía ser lo que más se
aproximaba. Vi que en el lobby había una especie de tienda escuálida que vendía
golosinas, galletitas, lapiceras y alguna postal del pueblo, y pregunté si no
vendían mapas de Ismael. Dos milagros: mapa en ucraniano o ruso se dice mapa, y
sí tenían, pero en ruso. Compré uno y lo abrí. Descifré el nombre de las
calles, ya que al menos había aprendido a deletrear el cirílico. Logré ubicar
el hotel en la avenida principal. Y vi, en uno de los rincones del mapa, una
estrella de David. ¿Sería la sinagoga del pueblo?
Las
largas cuadras que tenía que caminar hasta la estrella que me guiaba, cuadras de
una calle pavimentada que pronto se hizo de tierra, estaban pobladas de casas
bajas con techos a dos aguas de madera, y sobre todo estaban cubiertas de
árboles con frutas: ciruelos, damascos, manzanos, perales, con sus frutos al
alcance de la mano, uvas, naranjos, higueras, como si remedaran una suerte de
edén renacido, seguramente un don de las aguas del Danubio. Llegué finalmente
al lugar señalado por la estrella, pero no vi nada que pudiera ser una
sinagoga, sino más bien unos terrenos descampados y una larga cerca de hojas de
metal, opacas y oxidadas. Caminé un rato. Me acerqué finalmente a la cerca, miré
por una rendija entre dos hojas de metal y vi que detrás había un cementerio. Entendí
el mapa. Toqué un timbre. Ladró un perro. Se acercó un hombre y abrió la
puerta. ¿Habla inglés? Respondió con un enfático no. Argentina, dije. Babushka
babushka. Ismael. La primera palabra la pronuncié señalándome, la segunda (casi
la única palabra rusa que conocía) la repetí haciendo un gesto circular con mi
índice sobre la cabeza, y la tercera la dije señalando el piso. Entendió
inmediatamente y me hizo pasar. Me dio a entender que llamaría por teléfono a
alguien que podría hablar conmigo. Un minuto después yo estaba hablando en
inglés con su esposa Olga. Ella vendría en un rato a buscarme; trabajaba en una
institución judía en la que seguramente iba a encontrar quien me ayudara.
Mientras Olga llegaba empecé a recorrer el cementerio, a buscar las tumbas que
pudiera haber de algún Liberman o algún Litvin, a caminar entre los muertos.
Después me enteraría de que ese cementerio era reciente, y que el que existía
antes de la segunda guerra había sido arrasado por los nazis, junto con las
sinagogas y los registros de judíos. El cementerio estaba hecho con los restos
del anterior, era también el cementerio de un cementerio. Olga, que casi no se
despegaría de mí en los tres días, me llevó a la asociación judía donde
trabajaba. El director me preguntó varias cosas, entre ellas si conocía
escritores rusos. Entendí que me preguntaba por los escritores rusos judíos,
pero le dije que claro que sí y empecé a nombrar a los escritores rusos que
conocía, judíos o no. De mi lista se quedó con Mandelstam, y empezó a recitarlo
de memoria en ruso, poemas completos de Mandelstam que el hombre conocía de
memoria. Tomaron nota de todos los datos que tenía y quedamos en que volvería
al día siguiente. A la mañana ya estaba Olga en el hotel, acompañada de una
mujer de la sinagoga local. Desayunamos juntos. No había oído hablar de
Anchekrak. Después me llevaron a la oficina nuevamente, me contaron de llamadas
telefónicas hechas e hicieron otras. Una viejita recordaba a unos Liberman que
tenían un estudio de fotografía en los años veinte, y unos Litvin que tenían
una librería. Pero nadie vivo en el pueblo llevaba ninguno de los dos
apellidos. Me llevaron a los archivos, un edificio decrépito en el que vi y
hojeé manuscritos del siglo dieciséis en una biblioteca comida por la humedad.
Los empleados venían a verme, se sacaban fotos, me traían viejos registros,
ofrecían su ayuda. Nadie había oído hablar de Anchekrak. Después me llevaron al
museo del pueblo, una construcción flamante. Había fotos de fines de siglo,
había un pupitre de escuela de esa época, había monedas que mis ancestros
habrían circulado. Me dejaron de vuelta en el hotel después de invitarme a una
espléndida cena.
Yo
estaba exultante. Había llegado con nada, un sudamericano venido de un puerto
lejano, de otro delta, y estaba recibiendo una generosidad inesperada. Era
sábado y quise seguir absorbiendo Ismael, que ya empezaba a ser para mí como un
talismán. Salí a explorar la noche. Fui a bares, caminé por las calles, llegué
hasta el puerto. Conversé en un bar con un joven que había pasado como
estudiante por Estados Unidos. Me recomendó ir a la discoteca del puerto, la
mejor del pueblo. Esas chicas, esas ropas cuidadas, esas piernas largas, las
sonrisas y las miradas de exploración seductora, los cuerpos bailando entre las
luces intermitentes, licores y sonidos armados para una felicidad no siempre
fingida decorada con la belleza mordaz de esas mujeres, un espectáculo nocturno
que contemplé durante más de una hora. Salí, volví hacia el pueblo, caminé, entré
a un par de bares, casi no tomé, y ya saciada la curiosidad decidí volver al hotel.
La doncella se acercó al gentil caballero y le preguntó algo en ruso. El
caballero, sorprendido por la belleza de la dama, cuya piel era increíblemente
blanca, se disculpó y explicó que no hablaba la lengua. “Oh, es usted
extranjero. ¿No tendría usted por casualidad un cigarrillo para convidarme?”,
preguntó ella ahora en excelente inglés. El caballero se disculpó nuevamente y
contestó que no fumaba. “¿Y no me invitaría usted a beber algunos tragos para
conversar un poco y conocernos mejor?” El caballero no podía creer la inmensa
suerte que lo acompañaba, y aceptó complacido la propuesta de la hermosa joven
de blancura inolvidable. Fueron a un bar muy cercano, en el que había otros comensales
muy amables y hospitalarios, que al ver al hombre que llegaba de otras tierras
de a poco se fueron acercando a su mesa. Y le hacían preguntas sobre sus
orígenes y sus aventuras por esa región, y le ofrecían dulces para que comiera
y le convidaban bebidas blancas para que bebiera. Al otro día Olga y su
marido me vinieron a buscar al hotel. Les conté del encuentro con la muchacha,
el diálogo, el bar. Les conté que cuando vi que me trataban con excesiva
amabilidad y generosidad, supe que era una trampa y que tenía que irme de ahí
pronto. Sabía que el baño estaba afuera del bar, así que me levanté y pedí que
me disculparan unos minutos. Les conté que cuando salí del baño dos de ellos,
como lo temía, me estaban esperando, para asegurarse de que no me fuera. Estiré
la mano para despedirme y uno de ellos me la agarró con fuerza y me tiró hacia
él. Forcejeamos. Tiré para desprenderme y en cuanto tuve la mano libre salí
corriendo. Me siguieron, pero no hasta el hotel. Sería demasiado riesgoso para
ellos. Un empleado nocturno me abrió la puerta, me senté un rato en el lobby,
me trajeron un vaso de agua, subí a mi habitación y me tiré en la cama. Repasé
el episodio, mi estupidez y mi suerte. Y me pregunté si alguna vez lo tuviera
que escribir cómo lo escribiría, y me entretuve imaginándolo como cuento
infantil, como relato de terror, como alegoría religiosa, como parodia de Perec.
Anoté unas frases patéticas que tal vez use el día que lo escriba, o que tal
vez descarte. “Y yo, un imbécil, que había creído o sentido que estar en el
pueblo de la madre de la madre de mi madre no podía acarrear más que buena
fortuna, que haber llegado hasta los confines de la memoria de mi familia me
transformaba en una suerte de indestructible o de inmortal, en alguien habitado
por las fuerzas auspiciosas de la vida y por alguna magia devenido invulnerable
y omnipotente, etc. etc.” Me contaron del alemán al que unas semanas antes, en
otro bar, habían emborrachado y desvalijado, y al que además habían golpeado
hasta destrozarle la cara. Los blancos zahires de Ismael.
Teníamos que
pasar por el archivo: una empleada había descubierto, en una vieja enciclopedia
rumana, que Anchekrak era el nombre, que había cambiado unos ochenta años antes,
de una región al norte de Ismael, llamada Ackerman por los alemanes y que hoy
se llama Tarutino. Me regaló un viejo mapa rumano con el nombre impreso. Agradecí,
varias veces agradecí. Los tres fuimos a recorrer los alrededores del pueblo.
Paseamos, caminamos durante largas horas, comimos, conversamos. Compramos mi
pasaje a Kiev para el día siguiente. Llegamos al puerto hacia el final de la
tarde y nos sentamos en silencio a tomar algo. Miré. El aire limpio, el río
pasando con la calma de los siglos, arenas afirmadas por el sol, mujeres de
largas piernas volviendo de la playa, todo eso ahora formaba un cosmos, un súbito
cosmos frente a mí. Había llegado hasta ahí sin saber qué buscaba y me iba sin
saber qué había encontrado, pero lo intuía hecho de un material del que todo
participaba. Ahí, en esa región de Mar Negro y Danubio. Aguas prestigiadas de
historia y de mito y que parecían invitar a que se les atribuyera una voluntad
benéfica. Como si en su curso oscilante el Danubio transportara residuos destilados,
basuras cristalinas y memorias estilizadas de la historia, y lo depositara todo
a las puertas de su delta de barro; como si los sedimentos de los reinos que
atraviesa se hubieran formado por la precipitación de lo imperfecto y hubieran
dejado en la superficie de las aguas sólo las formas tangibles de las ninfas,
de las antiguas ofrendas a los dioses, del deleitable amor de los muertos, para
que el río las arrastre y las deposite en el confín de su curso, a modo de tributo
caprichoso ofrecido a divinidades ausentes, y todas ellas se encarnaran en los
frutos, en las mujeres, en las sombras y en las dichas de Ismael. El sol hacía
durar su retórica de luz. Una niña vino corriendo desde la playa hasta donde yo
estaba, se acercó, me miró, y volvió corriendo hacia el río.
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