Siempre he oído decir
que el cuento es uno de los géneros literarios más difíciles; y siempre he
tratado de descubrir por qué la gente tiene tal impresión respecto de lo que
considero una de las formas más naturales y básicas de la expresión humana. Al
fin y al cabo, uno comienza a escuchar y a contar historias ya en la primera
infancia, y no parece haber nada demasiado complejo en ello. Sospecho que la
mayoría de ustedes se habrá pasado toda la vida contando historias; y sin
embargo aquí están -ansiosos por aprender cómo se hace-.
Hasta que la semana
pasada, cuando apenas si había apuntado algunas de estas serenas reflexiones
para exponerlas aquí hoy, recibí los manuscritos que siete de entre ustedes me
pidieron que leyese, y toda mi seguridad se trastocó.
Después de tal
experiencia estoy en condiciones de admitir, no que el cuento sea uno de los
géneros más difíciles, pero sí que resulta más difícil para unos que para
otros.
Aún me inclino a
pensar que la mayor parte de la gente posee una cierta capacidad innata para
contar historias; capacidad que suele perderse, sin embargo, en el curso del
camino. Por supuesto, la capacidad de crear vida con palabras es esencialmente
un don. Si uno lo posee desde el vamos, podrá desarrollarlo; pero si uno carece
de él, mejor será que se dedique a otra cosa.
No obstante, he
podido advertir que son las personas que carecen de tal don las que, con mayor
frecuencia, parecen poseídas por el demonio de escribir cuentos. Fuera como
fuese, estoy segura de que son ellas quienes escriben los libros y los
artículos sobre “cómo-se-escribe-un-cuento”. Una amiga mía, que sigue uno de
estos cursos por correspondencia, me ha dictado alguno de los títulos de sus
lecciones: “Recetas para escribir un cuento”, “Cómo crear un personaje”,
“¡Inventemos una trama!”. Esta forma de corrupción le cuesta sólo veintisiete
dólares.
Desde mi punto de
vista, hablar de la escritura de un cuento en términos de trama, personaje y
tema es como tratar de describir la expresión de un rostro limitándose a decir
dónde están los ojos, la boca y la nariz. He oído decir a algunos estudiantes:
“se me ocurren muy buenos argumentos, pero con los personajes no voy ni para
atrás ni para adelante”; o bien, tengo el tema para un cuento, pero no consigo
inventar la trama”, e incluso: “he descubierto una buena historia, pero carezco
de toda técnica”.
A propósito:
“técnica” es una palabra que no se les cae de la boca. Cierta vez debí hablar
en una asociación de escritores, y durante el debate posterior a la conferencia
un alma de Dios me preguntó: “¿podría usted indicarme, señorita, cuál es la
técnica apropiada para escribir un cuento del tipo marco-dentro-del-marco?” Yo
debí admitir que era tan ignorante como para no haber oído hablar ni una sola
vez de ello, pero esta persona me aseguró que tales cuentos existían, porque
ella misma había participado en un concurso que los premiaba, y cuyo premio era
de cincuenta dólares.
Pero dejando a un
lado la gente que carece de talento, existen personas que de hecho lo poseen,
pero que se pierden en vanos esfuerzos porque ignoran qué es en realidad un
cuento.
Supongo que las cosas
obvias son siempre las más difíciles de definir. Todo el mundo cree saber qué
es un cuento. Pero si ustedes piden a un alumno principiante que les escriba
uno, es muy probable que recojan cualquier cosa – una reminiscencia, un
episodio, una opinión, una anécdota – cualquier cosa menos un cuento. Un cuento
es una acción dramática completa –y en los buenos cuentos, los personajes se
muestran por medio de la acción, y la acción es controlada por medio de los
personajes-. Y como consecuencia de toda
la experiencia presentada al lector se deriva el significado de la historia.
Por mi parte, prefiero decir que un cuento es un acontecimiento dramático que
implica a una persona en tanto persona y en tanto individuo, vale decir, en
tanto comparte con todos nosotros una condición humana general, y en tanto se
halla en una situación muy específica. Un cuento compromete, de modo dramático, el misterio de la personalidad
humana. Cierta vez presté un libro de cuentos a una vecina mía, de allá del
campo, y cuando me lo devolvió me dijo: Bueno, esas historias no hacen más que
mostrar lo que algunos de nuestros paisanos harían
en determinadas ocasiones”; yo me dije que era cierto; cuando ustedes escriban
cuentos, deberán conformarse con partir exactamente de este punto: mostrar lo
que harían ciertos y determinados tipos, y lo que harían pese a quien pese, contra viento y marea.
Ahora bien, éste es
un nivel muy modesto como punto de partida; y la mayor parte de la gente que
cree desear escribir cuentos no está dispuesta a arrancar de allí. Quieren
escribir acerca de determinados problemas, no de determinados individuos; o
sobre cuestiones abstractas, no sobre situaciones concretas. Tienen una idea, o
sentimiento, o un ego desbordante, o quieren Ser-Un-Escritor, o legar su
sabiduría al mundo de un modo lo suficientemente simple como para que el mundo
pueda comprenderla. Carecen en todos los casos de una historia; y aun cuando la
tuvieran, tampoco estarían dispuestos a escribirla; no los guía el propósito de
escribir una historia sino una teoría o una fórmula, o el de aplicar
determinada técnica.
Esto no quiere decir
que para escribir un cuento ustedes deban olvidar o resignar ninguna de las
posturas morales que sustentan. Las convicciones serán la luz que les ayudará a
ver, pero no aquello que ustedes deban enfocar, ni el sustituto de la propia
mirada. Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha
de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se
puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera.
Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene
su origen en el acto de ver y cuando no lo tiene, cuando nuestros juicios se
desligan de nuestra mirada, una confusión muy grande se produce en la mente,
confusión que por supuesto se traslada al cuento.
La ficción opera a
través de los sentidos. Y creo que una de las razones por las cuales a la gente
le resulta tan difícil escribir cuentos es que olvidan cuánto tiempo y
paciencia se requiere para convencer al lector a través de los sentidos. Ningún
lector creerá nada de la historia que el autor debe limitarse a narrar, a menos
que se le permita experimentar situaciones y sentimientos concretos. La primera
y más obvia característica de la ficción es que transmite de la realidad lo que puede ser
visto, oído,
olido, gustado y tocado.
Ahora bien, esto es
algo que no puede aprenderse sólo por la inteligencia; también debe adquirirse
por el hábito. Tal debe llegar a ser la forma en que ustedes mirarán las cosas.
El escritor de ficciones debe comprender que no se puede provocar compasión con
compasión, emoción con emoción, pensamientos con el pensamiento. Debe
transmitir todas estas cosas, sí, pero provistas de un cuerpo; el escritor debe
crear un mundo con peso y especialidad.
He notado que los
cuentos de los escritores principiantes están, en muchos casos, erizados de
emoción, pero que resulta muy difícil determinar a quién corresponde la emoción
referida. El diálogo suele operar sin el auxilio de personajes que uno pueda
ver de hecho, y un pensamiento incontenible se cuela por cada grieta de la historia.
La razón reside en que, por lo general, el aprendiz está interesado ante todo
en sus propios pensamientos y emociones y no en la acción dramática y es
demasiado perezoso o pretencioso como para descender a ese nivel de lo concreto
en donde la ficción opera. Piensa que la capacidad de juzgar reside en un sitio
y la impresión sensorial en otro. Pero para el escritor de ficciones, el acto
de juzgar comienza en los detalles que ve, y en el modo en que los ve.
Los escritores de
ficción a quienes no les preocupan estos detalles concretos pecan de lo que
Henry James llamó “especificación endeble”. El ojo se deslizará sobre sus
palabras mientras nuestra atención se va a dormir. Ford Madox Ford enseñaba que
uno no puede introducir un vendedor de diarios en una historia, ni siquiera por
el corto lapso en que tarda en vender un solo periódico, a menos que podamos
describirlo con el suficiente detalle como para que un lector lo vea.
Tengo una amiga que
está tomando clases de actuación en Nueva York con una dama rusa de gran
reputación en su campo. Mi amiga me escribe que, durante el primer mes, los
alumnos no hablan una sola línea, sólo aprenden a ver. Y es que aprender a ver
es la base de todas las artes, excepto de la música. Conozco a muchos
escritores de ficción que además pintan, no porque posean talento alguno para
la pintura, sino porque hacerlo les sirve de gran ayuda en su escritura. Los
obliga a mirar las cosas. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas
ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas.
No obstante, afirmar
que la ficción procede por el uso de detalles no implica el simple, mecánico
amontonamiento de éstos. Cada detalle debe ser controlado a la luz de un
objetivo primordial, cada detalle debe introducirse de modo que trabaje para
nosotros. El arte es selectivo. Todo lo que hay en él es esencial y genera
movimiento.
Ahora bien, todo esto
requiere su tiempo. Un buen cuento no debe tener menos significación que una
novela, ni su acción debe ser menos completa. Nada esencial para la experiencia
principal deberá ser suprimido en un cuento corto. Toda acción deberá poder
explicarse satisfactoriamente en términos de motivación; y tendrá que haber un
principio, un nudo y un desenlace, aunque no necesariamente en este orden. Se
me ocurre que mucha gente deduce que quiere escribir cuentos porque el cuento
es un género breve; pero que al decir “breve” entienden cualquier tipo de
brevedad. Creen que un cuento es una acción incompleta, fragmentaria, en la
cual se muestra muy poco y se sugiere mucho, y suponen que sugerir algo
equivale a omitirlo. Resulta muy difícil disuadir a un principiante de esta
convicción, porque cree que cuando omite algo está ejercitando su sutileza; y
cuando se le señala que no puede encontrarse en un texto nada que no haya sido
puesto de algún modo en él, nos mira como si fuéramos idiotas insensibles.
Quizá la cuestión
central que debe ser considerada en toda discusión acerca del cuento es qué se
entiende por brevedad. Que un cuento sea breve no significa que deba ser
superficial. Un cuento breve debe ser extenso en profundidad, y debe darnos la
experiencia de un significado. Tengo una tía que piensa que nada sucede en una
historia a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un
cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana, con el
sólo propósito de quedarse con el automóvil de esta anciana. Después de la
ceremonia, el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un
parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es
una historia completa. Ninguna otra cosa relacionada con el misterio de la
personalidad de ese hombre puede mostrarse a través de esa dramatización
específica. Y sin embargo, yo nunca pude convencer a mi tía de que ése fuera un
cuento completo. Mi tía quiere saber qué le sucedió a la hija idiota luego del
abandono.
Hace tiempo, esa
historia sirvió de base a un guión de TV, y el adaptador, que conoce bien su
negocio, hizo que el vagabundo cambiara a último momento de parecer y volviera
a recoger a la hija idiota, y que los dos juntos se alejaran, al fin, en el
automóvil, carcajeando a dúo como verdaderos dementes. Mi tía consideró que la
historia estaba por fin completa, pero yo experimenté otros sentimientos nada
apropiados para expresar en esta charla. Cuando ustedes quieran escribir un
cuento, deberán escribir sólo una historia; y siempre habrá gente que se niegue
a leer el cuento que ustedes han escrito.
Lo cual nos lleva a
abordar, naturalmente, la engorrosa cuestión del tipo de lector para el cual
cada uno escribe cuando escribe ficciones. Quizá cada uno de nosotros piense
que tiene una solución personal para este problema. Por mi parte, tengo una muy
buena opinión respecto del arte de la ficción, y una muy mala opinión que
aquello que suele llamarse “el lector promedio”. Me digo que no puedo escapar
de él, que tal es la personalidad cuya atención, se supone, debo cultivar; y al
mismo tiempo, se espera de mí que provea al lector inteligente de esa experiencia
profunda que él busca en la ficción. El caso es que, en concreto, ambos
lectores ideales no son sino aspectos de la propia personalidad del escritor; y
en un último análisis, el único lector acerca del cual uno puede saber algo es
uno mismo. Todos nosotros escribimos según nuestro propio nivel de
entendimiento; pero es una característica particular de la ficción que su
superficie literal pueda estar configurada de tal modo que brinde
entretenimiento en un plano obvio y físico, el plano de la evidencia física, a
un cierto tipo de lector; y al mismo tiempo, pueda brindar significado a la
persona preparada para experimentarlo.
El significado es lo
que impide que un cuento breve sea “corto”. Yo prefiero hablar de “significado”
del cuento a hablar del “tema” de un cuento. La gente habla del tema del cuento
como si el tema fuera un trozo de cuerda que anuda el extremo de una bolsa de
comida para aves. Creen que si se puede extraer el tema de un cuento, del mismo
modo que se quita el hilo que ata la bolsa de maíz, puede abrirse la historia y
dar de comer a las gallinas. Pero no es ésa la forma en que el significado
opera en la ficción.
Cuando ustedes puedan
enunciar el tema de un cuento, cuando puedan separarlo de la historia en sí
misma, podrán estar seguros de que ese cuento no es muy bueno. El significado
de un cuento debe estar corporizado en la historia, debe hacerse concreto en
ella. Una historia es una forma de decir algo que no puede decirse de ninguna
otra manera, y nos cuesta cada una de las palabras del relato decir cuál es su
tema. Uno cuenta un cuento porque una simple enunciación resultaría inadecuada.
Cuando alguien pregunta de qué trata un cuento, la única respuesta apropiada es
indicarle que lo lea. El significado de la ficción no es un significado
abstracto, sino un significado que se experimenta, y el único objetivo de hacer
enunciaciones acerca del significado de un cuento es ayudar a experimentar más
plenamente ese significado.
La ficción es un arte
que demanda la más estricta atención a lo real –tanto en el caso de un escritor
que se aboca a componer un cuento naturalista, como en el del que prefiere el
género fantástico-. Quiero decir: todos nosotros partimos siempre de lo que es
verdadero –o de lo que tiene una eminente posibilidad de serlo-. Incluso cuando
uno escribe un relato fantástico, la realidad es el único fundamento
conveniente. Algo es fantástico porque es tan real, tan real que es fantástico.
Gram. Greene ha dicho que él no podría escribir “me hallaba suspendido sobre un
pozo sin fondo” porque tal cosa no puede ser cierta, ni “bajando a todo correr
las escaleras salté dentro de un taxi”, porque eso tampoco puede ser posible.
Pero Elizabeth Bowen puede escribir, refiriéndose a uno de sus personajes,
“ella se llevó la mano a los cabellos como si oyera moverse algo en su
interior”, porque tal cosa es eminentemente posible.
Me atrevería incluso
a afirmar que la persona que escribe un relato fantástico debe mantenerse más
estrictamente atenta al detalle concreto que quienes escriben en una cuerda
naturalista –porque cuanto mayor sea el apoyo de un cuento en lo verosímil, más
convincentes resultarán sus características-.
Un buen ejemplo es el
relato titulado “La metamorfosis”, de Franz Kafka. Es la historia de un hombre
que despierta una mañana y descubre que, durante la noche, se ha convertido en
cucaracha, aunque sin perder su naturaleza humana. El resto del relato se ocupa
de su vida y sentimientos y de su eventual muerte como insecto dotado de
naturaleza humana; y si esta situación es aceptada por el lector, es porque los
detalles concretos del relato son absolutamente convincentes. Lo cierto es que
ese relato describe la naturaleza dual del hombre de un modo tan realista que
resulta casi intolerable. La verdad no ha sido distorsionada en el relato;
antes bien, una cierta distorsión ha sido efectuada como forma de llegar a la
verdad. Si admitimos, como es preciso hacerlo, que la apariencia no es lo mismo
que la realidad, deberemos entonces dar al artista la libertad de hacer ciertos
reacondicionamientos en la naturaleza de las cosas cuando éstos conducen a
ampliar la profundidad de la visión. El artista debe recordar siempre que
aquello que él recrea es naturaleza, y debe saber y ser capaz de describirlo
apropiadamente a fin de tener el poder de reinventarlo en su totalidad.
El problema propio
del cuentista reside en cómo hacer que la acción que él describe revele tanto
como sea posible respecto del misterio de la existencia. Dispone solamente de
un espacio muy breve y no puede hacerlo por un procedimiento declarativo. Debe
conseguirlo mostrando, no diciendo; y mostrando lo concreto, de modo que su
problema es, en definitiva, saber cómo servirse de lo concreto de modo que
“trabaje doble turno”.
En la buena ficción,
ciertos detalles de la historia tienden a concentrar significados; cuando esto
sucede se vuelven simbólicos por la misma función que desempeñan. Yo escribí un
cuento titulado “Buena gente del campo”, en el cual, a una muchacha, doctora en
filosofía, un vendedor de Biblias, a quien ella ha tratado previamente de
seducir, le roba su pierna de madera. Ahora bien. Debo admitir que, contada de
esta manera, la situación no es ni más ni menos que un chiste de dudoso gusto.
Al lector promedio le agrada observar cómo a alguien se le roba su pierna de
madera. Pero sin dejar de atrapar su atención, y sin que al decir esto quiera
yo autoelogiarme, creo que esta historia consigue operar en otro nivel de
experiencia, desde el momento en que permite que en dicha pierna de madera
reconcentren varios significados. Al principio de la historia se nos hace
evidente que la doctora en filosofía, tanto en lo espiritual como en lo físico,
es una mutilada. No cree en nada más que en su propia creencia en nada, y
percibimos que en su alma hay una parte de madera que se corresponde con su pata de palo. Ahora bien, nada de esto se
dice. El escritor de ficciones declara tan poco como sea posible. Incluso puede
ignorar que está creando esta conexión de niveles; pero la conexión, como
quiera, existe, y tiene efectos sobre él. Con el transcurso del relato, la
pierna de madera continúa acumulando significados. El lector se entera de cómo
se siente esta chica respecto de su pierna, y qué siente su madre respecto de
ella, y que siente, también respecto de ella, una arrendataria de la familia. Y
así, para cuando el vendedor de Biblias llega, la pierna ha acumulado ya tanto
significado que, digamos, está cargada hasta el tope. Y cuando el vendedor de
Biblias se la roba, el lector comprende que se ha llevado con él parte de la
personalidad de la chica, y que le ha revelado, por primera vez, su aflicción
más profunda.
Si ustedes quieren
decir que la pierna de madera es un símbolo, pueden hacerlo. Pero es, ante
todo, una pierna de madera, y en tanto pierna de madera es absolutamente
imprescindible para el cuento. Tiene
lugar en el primer nivel, literal, de la historia, pero también opera en la
profundidad, tanto como en la superficie. Prolonga la historia en todas
direcciones; y ésta es, en pocas palabras la manera por la cual el cuento burla
su propia brevedad.
Ahora bien,
detengámonos por un momento en la manera
en que esto sucede. No quisiera que ustedes pensasen que, cuando me dispuse a
escribir ese cuento, me senté a la máquina y dije: “ahora voy a escribir un cuento
acerca de una joven doctora en filosofía con una pierna de madera, empleando la
pierna de madera como símbolo de otro tipo de aflicción”. Personalmente, dudo
de que haya muchos escritores que sepan lo que habrán de hacer cuando se
aprestan a escribir. Cuando empecé a trabajar en ese cuento, yo ignoraba
incluso que habría de incluir a una doctora en filosofía con una pierna de
madera. Simplemente, una mañana me encontré escribiendo una descripción de dos
mujeres de las cuales yo sabía ciertas cosas, y antes de que pudiera darme
cuenta había dotado a una de ellas de una hija con una pierna de madera. Con el
correr de la historia, introduje al vendedor de Biblias, pero sin tener la
menor idea de lo que habría de hacer con él. Yo ignoraba que él iba a robar esa
pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que sucediera; pero cuando
comprendí que tal cosa iba a suceder, descubrí que era inevitable. Este es un
cuento que produce un shock en el lector; y creo que una de las razones de ese
shock reside en que antes lo produjo en quien lo escribía.
Por otro lado, a
pesar de que este cuento nació de una manera aparentemente irracional, no
necesitó de casi ninguna corrección o reescritura. Es un cuento que estuvo bajo
control mientras se lo escribía; y ustedes me preguntarán cómo opera esta forma
de control, desde el momento en que no es enteramente consciente.
Creo que la repuesta
a esta pregunta es lo que Maritain llama el “hábito del arte”. Es un hecho que
toda la personalidad participa del proceso de escritura de una ficción –tanto
la conciencia como la mente inconsciente-. El arte es el hábito del artista. El
arte debe cultivarse como cualquier otro hábito, durante un largo período de
tiempo, por la experiencia; y enseñar cualquier tipo de escritura es, primordialmente,
ayudar al aprendiz a desarrollar el hábito del arte. Creo que el arte es mucho
más que una disciplina, aunque de hecho también lo sea; creo que es un modo de
mirar al mundo creado, y de usar los sentidos de modo que éstos puedan
encontrar en las cosas tantos significados como sea posible.
Por supuesto, no soy
tan ingenua como para suponer que la mayor parte de la gente que asiste a las
conferencias de los escritores pretende aprender o escuchar qué clase de visión
es necesaria para escribir historias que han de formar parte permanente de
nuestra literatura. E incluso en el caso de que ustedes quisieran escucharlo,
sus preocupaciones deben ser inmediatamente prácticas. Ustedes quieren saber
cómo pueden escribir un buen cuento, y más aún cuándo pueden decir que lo han
hecho; desean saber, entonces cuál es la forma de un cuento, como si la forma
fuera algo que existiese fuera de cada cuento y pudiera aplicarse, imponerse al
material. Por supuesto, cuanto más escriban, mejor comprenderán que la forma es
orgánica, que crece desde el material, que la forma de cada cuento es única. Un
buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido. Un cuento es bueno
cuando ustedes pueden seguir viendo más y más cosas en él, y cuando, pese a
todo, sigue escapándose de uno. En ficción, dos y dos es siempre más que
cuatro.
La única manera,
creo, de aprender a escribir cuentos es escribirlos, y luego tratar de
descubrir qué es lo que se ha hecho. El momento de pensar en la técnica es
aquél en el cual se tiene al cuento bajo los ojos. El maestro puede ayudar al
estudiante a mirar este trabajo individual y a discernir si ha escrito una
historia completa vale decir, una historia en la cual la acción ilumina
plenamente el significado.
Quizá lo más útil que
pueda hacer yo ahora es transmitirles algunos comentarios sobre esas siete
historias que ustedes me pidieron que leyera. Ninguna de esas observaciones se
aplican estrictamente a una historia en particular; son simples
puntualizaciones que no deben herir a nadie verdaderamente interesado en
reflexionar sobre la escritura.
La primera cosa en la
que cualquier escritor profesional repara al leer un texto es, naturalmente, en
el uso del lenguaje. Muy bien. El uso del lenguaje en estos cuentos, con una
sola excepción, es tal, que resultaría muy difícil distinguir unos de otros. Si
bien puedo señalar la caída en numerosos lugares comunes, no puedo recordar una
sola imagen o una metáfora. No quiero decir que no las hay en ninguno de los
siete cuentos; simplemente, digo que no son lo suficientemente efectivas como
para quedarse en nuestra mente.
En relación con esto,
reparé en otro aspecto que me produjo una considerable alarma. Excepto en uno
solo de los cuentos, prácticamente no se hace uno del habla local. Ahora bien,
éste es un Congreso de Escritores Sureños. Todos los remitentes de los sobres
en los que me llegaron los siete cuentos, señalan lugares de Georgia y
Tennessee. Y sin embargo, no hay en ellos signos distintivos de la vida sureña.
Una cierta cantidad de topónimo salpican los textos, como Savannah o Atlanta o
Jacksonville, pero podrían ser fácilmente trocados por los de Pittsburg o
Passaic sin necesidad de realizar ninguna otra alteración en el cuento. Los
personajes hablan como si nunca hubieran escuchado otro lenguaje que el que
emana de un estudio de televisión. Lo cual indica que hay algo fuera de foco.
Dos calidades
conforman la obra de ficción. Una es el sentido del misterio y la otra el
sentido de los hábitos. Uno aprehende las costumbres de la textura de la
existencia que nos rodea. La gran ventaja de ser un escritor del Sur es que no
necesitamos mirar hacia ningún otro lugar en busca de costumbres: buenas o
malas, las tenemos, y en abundancia. En el Sur, habitamos una sociedad rica en
contradicciones, rica en ironía, rica en contrastes y particularmente rica en
su lenguaje. Y sin embargo, he aquí seis historias de sureños en las cuales
casi no se hace uso de los dones de la región.
Por supuesto, una de
las razones ha de residir en que ustedes han visto abusar tantas veces de tales
dones que se han vuelto excesivamente escrupulosos respecto de su uso. No obstante,
cuando la vida que de hecho nos rodea es ignorada totalmente, cuando las
particularidades de nuestra habla son desdeñadas de modo sistemático, es obvio
que algo funciona muy mal. El escritor debería preguntarse si no está buscando,
en fin, una forma de vida artificial.
Un modismo
caracteriza a una sociedad, y cuando se ignoran los modismos, se está muy cerca
de ignorar todo el tejido social que pudo forjar a un personaje significativo.
No se puede extirpar a un personaje de su sociedad y decir mucho acerca de él
como individuo, No se puede decir nada significativo acerca del misterio de una
personalidad a menos que se la inserte en un contexto social creíble y
significativo. Y la mejor forma de hacerlo es por medio del propio lenguaje de
ese personaje. Cuando alguien, en uno de los cuentos de Andrew Little, dice
desdeñosamente que tiene “una mula más vieja que Birmingham”, vemos en esa sola
frase un sentido de una sociedad y su historia. Gran parte de la obra de un
escritor del Sur ha sido realizada antes de que éste comience a escribir,
porque nuestra historia vive en nuestro lenguaje. En uno de los cuentos de
Eudora Welty, un personaje dice: “en el pago de donde vengo, hay zorros en vez
de perros de cuadra, búhos en vez de gallinas, pero cantamos la verdad…” Verán
que hay todo un libro en esa sola frase: y cuando el pueblo de nuestro distrito
puede hablar de esa manera y uno lo ignora, simplemente estamos desaprovechando
lo que es nuestro. El sonido de nuestra habla es demasiado claro como para que
se lo menosprecie con toda impunidad, y el escritor que trate de evadir esta
responsabilidad estará a punto de destruir la mejor parte de su poder creativo.
Otra cosa que he
observado en estas historias es que, en su mayoría, no profundizan demasiado en
un personaje, no revelan demasiado de su interioridad. No quiero decir que no
se metan en la mente del personaje, sino que, simplemente, no muestran que el
personaje está dotado de una personalidad. Una vez más, debemos remitirnos al
tema del lenguaje. Estos personajes carecen de un habla distintiva que los
revele; y a veces no tienen en realidad, rasgos distintivos. Al final, uno
siente que no nos ha sido revelada personalidad alguna. En la mayoría de los
buenos cuentos es la personalidad del personaje lo que crea la acción de la
historia. En la mayoría de esos cuentos, siento que el escritor ha pensado en
una acción y luego ha seleccionado un personaje para que la lleve a cabo.
Usualmente, existen más probabilidades de llegar a buen fin si se comienza de
otra manera. Si se parte de una personalidad real, un personaje real, estamos
en camino de que algo pase; antes de empezar a escribir, no se necesita saber
qué. En verdad, puede ser mejor que uno ignore qué sucederá. Ustedes deberían
ser capaces de descubrir algo en los cuentos que escriban. Porque si ustedes no
lo son, probablemente nadie lo será.
(Traducción
de Leopoldo Brizuela)
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