A ochenta millas de proa al viento
maestral, el hombre llega a la ciudad de Eufemia, donde los mercaderes de siete
naciones se reúnen en cada solsticio y en cada equinoccio. La barca que fondea
con una carga de jengibre y algodón en rama volverá a zarpar con la estiba
llena de pistacho y semilla de amapola, y la caravana que acaba de descargar
costales de nuez moscada y de pasas de uva ya lía sus albardas para la vuelta
con rollos de muselina dorada. Pero lo que impulsa a remontar ríos y atravesar
desiertos para venir hasta aquí no es sólo el trueque de mercancías que
encuentras siempre iguales en todos los bazares dentro y fuera del imperio del
Gran Khan, desparramadas a tus pies en las mismas esteras amarillas, a la
sombra de los mismos toldos espantamoscas, ofrecidas con las mismas engañosas
rebajas de precio. No sólo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también
porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, sentados sobre
sacos o barriles o tendidos en montones de alfombras, a cada palabra que uno
dice -como "lobo", "hermana", "tesoro escondido",
"batalla", "sarna,", "amantes" -los otros cuentan
cada uno su historia de lobos, de hermanas, de tesoros, de sarna, de amantes, de
batallas. Y tú sabes que en el largo viaje que te espera, cuando para
permanecer despierto en el balanceo del camello o del junco se empiezan a
evocar uno por uno todos los propios recuerdos, tu lobo se habrá convertido en
otro lobo, tu hermana en una hermana diferente, tu batalla en otra batalla, al
regresar de Eufemia, la ciudad donde en cada solsticio y en cada equinoccio
intercambiamos nuestros recuerdos.
De Las ciudades invisibles
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