Por Jorge Luis Borges
Señoras, Señores:
El
panteísta irlandés Escoto Erígena dijo que la Sagrada Escritura
encierra un número infinito de sentidos y la comparó con el plumaje tornasolado
del pavo real. Siglos después un cabalista español dijo que Dios hizo la Escritura para cada uno
de los hombres de Israel y por consiguiente hay tantas Biblias como lectores de
la Biblia. Lo
cual puede admitirse si pensamos que es autor de la Biblia y del destino de
cada uno de sus lectores. Cabe pensar que estas dos sentencias, la del plumaje
tornasolado del pavo real de Escoto Erígena, y la de tantas Escrituras como
lectores del cabalista español, son dos pruebas, de la imaginación celta la
primera y de la imaginación oriental la segunda. Pero me atrevo a decir que son
exactas, no sólo en lo referente a la Escritura sino en lo referente a cualquier libro
digno de ser releído.
Emerson
dijo que una biblioteca es un gabinete mágico en el que hay muchos espíritus
hechizados. Despiertan cuando los llamamos; mientras no abrimos un libro, ese
libro, literalmente, geométricamente, es un volumen, una cosa entre las cosas.
Cuando lo abrimos, cuando el libro da con su lector, ocurre el hecho estético.
Y aun para el mismo lector el mismo libro cambia, cabe agregar, ya que
cambiamos, ya que somos (para volver a mi cita predilecta) el río de Heráclito,
quien dijo que el hombre de ayer no es el hombre de hoy y el de hoy no será el
de mañana. Cambiamos incesantemente y es dable afirmar que cada lectura de un
libro, que cada relectura, cada recuerdo de esa relectura, renuevan el texto.
También el texto es el cambiante río de Heráclito.
Esto
puede llevarnos a la doctrina de Croce, que no sé si es la más profunda pero sí
la menos perjudicial: la idea de que la literatura es expresión. Lo que nos
lleva a la otra doctrina de Croce, que suele olvidarse: si la literatura es
expresión, la literatura está hecha de palabras y el lenguaje es también un
fenómeno estético. Esto es algo que nos cuesta admitir: el concepto de que el
lenguaje es un hecho estético. Casi nadie profesa la doctrina de Croce y todos
la aplican continuamente.
Decimos
que el español es un idioma sonoro, que el inglés es un idioma de sonidos
variados, que el latín tiene una dignidad singular a la que aspiran todos los
idiomas que vinieron después: aplicamos a los idiomas categorías estéticas.
Erróneamente, se supone que el lenguaje corresponde a la realidad, a esa cosa
tan misteriosa que llamamos realidad. La verdad es que el lenguaje es otra
cosa.
Pensemos
en una cosa amarilla, resplandeciente, cambiante; esa cosa es a veces en el
cielo, circular; otras veces tiene la forma de un arco, otras veces crece y
decrece. Alguien –pero no sabremos nunca el nombre de ese alguien-, nuestro
antepasado, nuestro común antepasado, le dio a esa cosa el nombre de luna,
distinto en distintos idiomas y diversamente feliz. Yo diría que la voz griega Selene
es demasiado compleja para la luna, que la voz inglesa moon tiene algo
pausado, algo que obliga a la voz a la lentitud que
conviene a la luna, que se parece a la luna,
porque es casi circular, casi empieza con la misma letra con que termina. En
cuanto a la palabra luna, esa hermosa palabra que hemos heredado del latín, esa
hermosa palabra que es común al italiano, consta de dos sílabas, de dos piezas,
lo cual, acaso, es demasiado. Tenemos lua, en portugués, que parece
menos feliz; y lune, en francés, que tiene algo de misterioso.
Ya
que estamos hablando en castellano, elijamos la palabra luna. Pensemos
que alguien, alguna vez, inventó la palabra luna. Sin duda, la primera
invención sería muy distinta. ¿Por qué no detenernos en el primer hombre que
dijo la palabra luna con ese sonido o con otro?
Hay
una metáfora que he tenido ocasión de citar más de una vez (perdónenme la
monotonía, pero mi memoria es una vieja memoria de setenta y tantos años),
aquella metáfora persa que dice que la luna es el espejo del tiempo. En la
sentencia “espejo del tiempo” está la fragilidad de la luna y la eternidad
también. Está esa contradicción de la luna, tan casi traslúcida, tan casi nada,
pero cuya medida es la eternidad.
En
alemán, la voz luna es masculina. Así Nietzsche pudo decir que la luna
es un monje que mira envidiosamente a la tierra, o un gato, Kater, que
pisa tapices de estrellas. También los géneros gramaticales influyen en la
poesía. Decir luna o decir “espejo del tiempo” son dos hechos estéticos, salvo
que la segunda es una obra de segundo grado, porque “espejo del tiempo” está
hecha de dos unidades y “luna” nos da quizá aun más eficazmente la palabra, el
concepto de la luna. Cada palabra es una obra poética.
Se
supone que la prosa está más cerca de la realidad que la poesía. Entiendo que
es un error. Hay un concepto que se atribuye al cuentista Horacio Quiroga, en
el que dice que si un viento frío sopla del lado del río, hay que escribir
simplemente: un viento frío sopla del lado del río. Quiroga, si es que
dijo esto, parece haber olvidado que esa construcción es algo tan lejano de la
realidad como el viento frío que sopla del lado del río. ¿Qué percepción
tenemos? Sentimos que el aire se mueve, lo llamamos viento; sentimos que ese
viento viene de cierto rumbo, del lado del río. Y con todo esto formamos algo
tan complejo como un poema de Góngora o como una sentencia de Joyce. Volvamos a
la frase “el viento que sopla del lado del río”. Creamos un sujeto: viento;
un verbo: que sopla; en una circunstancia real: del lado del río. Todo esto está lejos de
la realidad; la realidad es algo más simple. Esa frase aparentemente prosaica,
deliberadamente prosaica y común elegida por Quiroga es una frase complicada,
es una estructura.
Tomemos
el famoso verbo de Carducci “el silencio verde de los campos”. Podemos pensar
que se trata de un error, que Carducci ha cambiado el sitio del epíteto; debió
haber escrito “el silencio de los verdes campos”. Astuta o retóricamente lo
mudó y habló del verde silencio de los campos. Vayamos a la percepción de la
realidad, ¿Qué es nuestra percepción? Sentimos varias cosas a un tiempo. (La
palabra cosa es demasiado sustantiva, quizá.) Sentimos el campo, la
vasta presencia del campo, sentimos el verdor y el silencio. Ya el hecho de que
haya una palabra para silencio es una creación estética. Porque el
silencio se aplicó a personas, una persona está silenciosa o una campaña está
silenciosas. Aplicar “silencio” a la circunstancia de que no haya ruido en el
campo, ya es una operación estética, que sin duda fue audaz en su tiempo.
Cuando Carducci dice “el silencio verde de los campos” está diciendo algo que
está tan cerca y tan lejos de la realidad inmediata como si dijera “el silencio
de los verdes campos”.
Tenemos
otro ejemplo famoso de hipálage, aquel insuperado verso de Virgilio “Ibant
oscuri sola sub nocte per umbra”; “iban oscuros bajo la solitaria noche por
la sombra”. Dejemos el per umbra que redondea el verso y tomemos “iban
oscuros [Eneas y la Sibila ] bajo la solitaria noche” (“solitaria” tiene
más fuerza en latín porque viene antes de sub). Podríamos pensar que se
ha cambiado el lugar de las palabras, porque lo natural hubiera sido decir
“iban solitarios bajo la oscura noche”. Sin embargo, tratemos de recrear esa
imagen, pensemos en Eneas y en la Sibila y veremos que está tan cerca de
nuestra imagen decir “iban oscuros bajo la solitaria noche” como decir “iban solitarios
bajo la oscura noche”.
El
lenguaje es una creación estética. Creo que no hay ninguna duda de ello, y una
prueba es que cuando estudiamos un idioma, cuando estamos obligados a ver las
palabras de cerca, las sentimos hermosas o no. Al estudiar un idioma, uno ve
las palabras con lupa, piensa ésta palabra es fea, ésta es linda, ésta es
pesada. Ello no ocurre con la lengua materna, donde las palabras no nos parecen
aisladas del discurso.
La
poesía, dice Croce, es expresión si un verso es expresión, si cada una de las
partes de que el verso está hecho, cada una de las palabras, es expresiva en sí
misma. Ustedes dirán que es algo muy trillado, algo que todos saben. Pero no sé
si lo sabemos; creo que lo sentimos por sabido porque es cierto. El hecho es que
la poesía no son los libros en la biblioteca, no son los libros del gabinete
mágico de Emerson.
La poesía es el encuentro del lector con el
libro, el descubrimiento del libro. Hay otra experiencia estética que es el
momento, muy extraño también, en el cual el poeta concibe la obra, en el cual
va descubriendo o inventando la obra. Según de sabe, en latín las palabras “
inventar” o “descubrir” son sinónimas. Todo esto está de acuerdo con la
doctrina platónica, cuando dice que inventar, que descubrir, es recordar.
Francis Bacon agrega que si aprender es recordar, ignorar es saber olvidar; ya
todo está, sólo nos falta verlo.
Cuando
yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un
concepto general; se más o menos el principio y el fin, y luego voy escribiendo
las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la
sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero
están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas.
Bradley
dijo que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de
descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen
poema pensamos que también nosotros hubiéramos podido escribirlo; que ese poema
preexistía en nosotros. Esto nos lleva a la definición platónica de la poesía: esa
cosa es liviana, alada y sagrada. Como definición es falible, ya que esa
cosa liviana, alada y sagrada podría ser la música (salvo que la poesía es una
forma de música). Platón ha hecho algo muy superior al definir la poesía: nos
da un ejemplo de poesía. Podemos llegar al concepto de que la poesía es la
experiencia estética: algo así como la revolución en la enseñanza de la poesía.
He
sido profesor de literatura inglesa en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires y he tratado de prescindir en lo posible de la historia de la literatura.
Cuando mis estudiantes me pedían bibliografía yo les decía: “no importa la
bibliografía; al fin de todo, Shakespeare no supo nada de bibliografía shakespiriana”.
Johnson no pudo prever los libros que se escribirían sobre él. “¿Por qué no
estudian directamente los textos? Si estos textos les agradan, bien; y si no
les agradan, déjenlos, ya que la idea de la lectura obligatoria es una idea
absurda: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria.. Creo que la poesía es
algo que se siente, y si ustedes no sienten la poesía, si no tienen sentimiento
de belleza, si un relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el
autor no ha escrito para ustedes. Déjenlo de lado, que la literatura es
bastante rica para ofrecerles algún
autor digno de su atención, o indigno hoy de su atención y que leerán mañana.”
Así
he enseñado, ateniéndome al hecho estético, que no requiere ser definido. El
hecho estético es algo tan evidente, tan inmediato, tan indefinible como el
amor, el sabor de la fruta, el agua. Sentimos la poesía como sentimos la
cercanía de una mujer, o como sentimos la cercanía de una montaña o de una
bahía. Si la sentimos inmediatamente, ¿a qué diluirla en otras palabras, que
sin duda serán más débiles que nuestros sentimientos?
Hay
personas que sienten escasamente la poesía; generalmente se dedican a
enseñarla. Yo creo sentir la poesía y creo no haberla enseñado; no he enseñado
el amor de tal texto, de tal otro: he enseñado a mis estudiantes a que quieran
la literatura, a que vean en la literatura una forma de felicidad. Soy casi
incapaz de pensamiento abstracto, ustedes habrán notado que estoy continuamente
apoyándome en citas y recuerdos. Mejor que hablar abstractamente de poesía, que
es una forma del tedio o de la haraganería, podríamos tomar dos textos en
castellano y examinarlos.
Elijo
dos textos muy conocidos porque ya he dicho que mi memoria es falible y
prefiero un texto que ya está, que ya preexiste en la memoria de ustedes. Vamos
a considerar aquel famoso soneto de Quevedo, escrito a la memoria de don Pedro
Téllez Girón, duque de Osuna. Lo repetiré lentamente y luego volveremos a él,
verso por verso:
Faltar pudo su patria al
grande Osuna,
pero
no a su defensa su hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de
quien él hizo esclava la
Fortuna.
Lloran sus invidias una a
una
con
las proprias naciones las extrañas;
su
tumba son de Flandres las campañas,
y su
epitafio la sangrienta Luna.
En sus exequias encendió al
Vesubio
Parténope y Trinacria al Mongibelo;
el
llanto militar creció en diluvio.
Dióle el mejor lugar Marte
en su cielo;
murmuran con dolor su desconsuelo.
Lo primero que observo es que se trata
de un alegato jurídico. El poeta quiere defender la memoria del duque de Osuna,
que según él dice en otro poema “murió en prisión y muerto estuvo preso”.
El
poeta dice que España debe grandes servicios militares al duque y que le ha
pagado con la cárcel. Estas razones carecen de todo valor, ya que no hay razón
alguna para que un héroe no sea culpable o para que un héroe no sea castigado.
Sin embargo
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus
hazañas;
diéronle muerte y
cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna ,
es un momento demagógico. Conste que no estoy
hablando a favor ni en contra del soneto, estoy tratando de analizarlo.
Lloraron sus indivias una a
una
con las proprias naciones
las extrañas.
Estos
dos versos no tienen mayor resonancia poética; fueron puestos por la necesidad
de armar un soneto: están, además, las necesidades de la rima. Quevedo seguía
la difícil forma del soneto italiano que exige cuatro rimas. Shakespeare siguió
la más fácil del soneto isabelino, que exige dos. Agrega Quevedo:
Su
tumba son de Flandres las campañas,
y su
epitafio la sangrienta Luna.
Aquí está lo esencial. Estos versos deben su
riqueza a su ambigüedad. Recuerdo muchas discusiones sobre la interpretación de
estos versos. ¿Qué significa “su tumba son de Flandres las campañas”? Podemos
pensar en los campos de Flandres, en las campañas militares que libró el duque.
“Y su epitafio la sangrienta Luna” es uno de los versos más memorables de la
lengua española. ¿Qué significa? Pensamos en la luna sangrienta que figura en
el Apocalipsis, pensamos en la luna debidamente roja sobre el campo de batalla,
pero hay otro soneto de Quevedo, dedicado también al duque de Osuna, en el cual
dice: “a las lunas de Tracia con sangriento / eclipse ya rubrica tu jornada”.
Quevedo habrá pensado, en principio, el batallón otomano; la sangrienta luna
habrá sido la medialuna roja. Creo que todos estaremos de acuerdo en no
descartar ninguno de los sentidos; no vamos a decir que Quevedo se refirió a
las jornadas militares, a la foja de servicios del duque o a la campaña de
Flandres, o a la luna sangrienta sobre el campo de batalla, o a la bandera
turca. Quevedo no dejó de percibir los diversos sentidos. Los versos son
felices porque son ambiguos.
Luego:
En
sus exequias encendió al Vesubio
Parténope
y Trinacria al Mongibelo.
O sea que al Vesubio lo encendió Nápoles y
Sicilia al Etna. Qué raro que haya puesto estos nombres antiguos que parecen
alejar todo de los nombres tan ilustres de entonces. Y
El llanto militar
creció en diluvio.
Aquí
tenemos otra prueba de que una cosa es la poesía y otra el sentir racional; la
imagen de los soldados que lloran hasta producir un diluvio es notoriamente
absurda. No lo es el verso, que tienen sus leyes. El “llanto militar”, sobre
todo militar es sorprendente. Militar es un adjetivo asombroso
aplicado al llanto.
Luego:
Dióle el mejor lugar
Marte en su cielo.
Tampoco,
lógicamente, podemos justificarlo; no tiene sentido alguno pensar que Marte
alojó al duque de Osuna junto a César. La frase existe por virtud del
hipérbaton. Es la piedra de toque de la poesía: el verso existe más allá del
sentido.
murmuran
con dolor su desconsuelo.
Yo
diría que estos versos que me han impresionado durante años son, sin embargo,
esencialmente falsos. Quevedo se dejó arrastrar por la idea de un héroe llorado
por la geografía de sus campañas y por ríos ilustres. Sentimos que sigue falsa;
hubiera sido más verdadero decir la verdad, decir lo que dijo Wordsworth, por
ejemplo, al cabo de aquel soneto en que ataca a Douglas por haber hecho talar
una selva. Y dice, sí, que fue terrible lo que hizo Douglas con la selva, que
había derribado una noble horda, “una fraternidad de árboles venerables”, pero
sin embargo, agrega, nosotros nos dolemos de males que a la naturaleza misma no
le importan, ya que el río Tweed y las verdes praderas y las colinas y las
montañas continúan. Sintió que podía lograrse un mejor efecto con la verdad.
Diciendo la verdad, nos duele que hayan talado esos hermosos árboles, pero a la
naturaleza nada le importa. La naturaleza sabe (si es que existe un ente que se
llame naturaleza) que puede renovarlos y el río sigue corriendo.
Es
verdad que para Quevedo se trataba de las divinidades de los ríos. Quizá
hubiera sido más poética la idea de que a los ríos de las guerras del duque no
les importara la muerte del de Osuna. Pero Quevedo quería hacer una elegía, un
poema sobre la muerte de un hombre. ¿Qué es la muerte de un hombre? Con él
muere una cara que no se repetirá, según observó Plinio. Cada hombre tiene su
cara única y con él mueren miles de circunstancias, miles de recuerdos.
Recuerdos de la infancia y rasgos humanos, demasiado humanos. Quevedo no parece
sentir nada de esto. Había muerto en la cárcel su amigo, el duque de Osuna, y
Quevedo escribe este soneto con frialdad; sentimos su esencial indiferencia. Lo
escribe como un alegato contra el estado que condenó a prisión al duque.
Parecería que no lo quiere a Osuna; en todo caso, no hace que lo queramos
nosotros. Sin embargo, es uno de los grandes sonetos de nuestra lengua.
Pasemos
a otro, de Enrique Banchs. Sería absurdo decir que Banchs es mejor poeta que
Quevedo. Además, ¿qué significan esas comparaciones?
Consideremos
este soneto de Banchs y en qué reside su agrado:
Hospitalario
y fiel en su reflejo
donde
a ser apariencia se acostumbra
el
material vivir, está el espejo
como
un claro de luna en la penumbra.
Pompa
le da en las noches la flotante
claridad
de la lámpara, y tristeza
la
rosa que en el vaso agonizante
también
en él inclina la cabeza.
Si
hace doble al dolor, también repite
las
cosas que me son jardín del alma.
Y
acaso espera que algún día habite.
en
la ilusión de su azulada calma
el
Huésped que le deje reflejadas
frentes
juntas y manos enlazadas.
Este soneto es muy curioso, porque el espejo
no es el protagonista: hay un protagonista secreto que nos es revelado al fin.
Ante todo tenemos el tema, tan poético:
el espejo que duplica la apariencia de las cosas:
donde
a ser apariencia se acostumbra
el
material vivir...
Podemos recordar a Plotino. Quisieron hacerle
un retrato y se negó: “Yo mismo soy una
sombra, una sombra del arquetipo que está en el cielo. A qué hacer una sombra
de esa sombra.” Qué es el arte, pensaba Plotino, sino una apariencia de segundo
grado. Si el hombre es deleznable, cómo puede ser adorable una imagen del
hombre. Eso lo sintió Banchs; sintió la fantasmidad del espejo.
Realmente
es terrible que haya espejos: siempre he sentido el terror de los espejos. Creo
que Poe lo sintió también. Hay un trabajo suyo, uno de los menos conocidos,
sobre el decorado de las habitaciones. Una de las condiciones que pone es que
los espejos estén situados de modo que una persona sentada no se refleje. Esto
nos informa de su temor de verse en el espejo. Lo vemos en su cuento William
Wilson sobre el doble y en el cuento de Arthur Gordon Pym. Hay una
tribu antártica, un hombre de esa tribu que ve por primera vez un espejo y cae
horrorizado.
Nos
hemos acostumbrado a los espejos, pero hay algo de temible en esa duplicación
visual de la realidad. Volvamos al soneto de Banchs. “Hospitalario” ya le da un
rasgo humano que es un lugar común. Sin embargo, nunca hemos pensado que los
espejos son hospitalarios. Los espejos están recibiendo todo en silencio, con
amable resignación:
Hospitalario y fiel
en su reflejo
donde
a ser apariencia se acostumbra
el
material vivir, está el espejo
como
un claro de luna en la penumbra.
Vemos el espejo, también luminoso, y además lo compara como algo
intangible como la luna. Sigue sintiendo lo mágico y lo extraño del espejo:
“como un claro de luna en la penumbra”.
Luego:
Pompa le da en las
noches la flotante
claridad
de la lámpara...
La
“flotante claridad” quiere que las cosas no sean definidas; todo tiene que ser
impreciso como el espejo, el espejo de la penumbra. Tiene que ocurrir en la
tarde o en la noche. Y así:
... la flotante
claridad
de la lámpara, y tristeza
la
rosa que en el vaso agonizante
también
en él inclina la cabeza.
Para
que todo no sea vago, tenemos ahora una rosa, una precisa rosa.
Si
hace doble al dolor, también repite
las
cosas que me son jardín del alma
y
acaso espera que algún día habite
en
la ilusión de su azulada calma,
el
Huésped que le deje reflejadas
frentes
juntas y manos enlazadas...
Aquí
llegamos al tema del soneto, que no es el espejo sino el amor, el pudoroso
amor. El espejo no espera ver reflejadas frentes juntas y manos enlazadas, es
el poeta quien espera verlas. Pero una suerte de pudor lo lleva a decir todo
eso de manera indirecta, y esto está admirablemente preparado, ya que desde el
principio tenemos “hospitalario y fiel”, ya desde el principio el espejo no es
el espejo de cristal o de metal. El espejo es un ser humano, es hospitalario y
fiel y luego nos acostumbra a que veamos el mundo apariencial que al final se
identifica con el poeta. El poeta es el que quiere ver al Huésped, al amor.
Hay
una diferencial esencial con el soneto de Quevedo, y es que sentimos de
inmediato la vívida presencia de la poesía en aquellos dos versos
su tumba son de
Flandres las campañas
y
su epitafio la sangrienta Luna.
He hablado de los idiomas y de lo injusto que es comparar un idioma con
otro; creo que hay un argumento que es suficiente y es que si pensamos en un
verso, una estrofa española por ejemplo, si pensamos
quién hubiera tal
ventura
sobre
las aguas del mar
como
hubo el conde Arnaldos
la
mañana de San Juan,
no importa que esa ventura fuera un barco, no
importa el conde Arnaldos, sentimos que esos versos sólo pudieron haberse dicho
en español. El sonido del francés no me agrada, creo que le falta la sonoridad
de otros idiomas latinos, pero ¿cómo podría pensar mal de un idioma que ha
permitido versos admirables como el de Hugo,
L’hydre-Universe
tordant son corps écaillé d’astres,
cómo censurar a un idioma sin el cual serían
imposibles esos versos?
En
cuanto al inglés, creo que tiene el defecto de haber perdido las vocales
abiertas del inglés antiguo. Sin embargo, ello posibilitó a Shakespeare versos
como
And shake the yoke of inauspicious stars
From
this worldweary flesh,
que malamente se traduce por “y sacudir de
nuestra carne harta del mundo el yugo de las infaustas estrellas”. En español
no es nada; es todo, en inglés. Si tuviera que elegir un idioma (pero no hay
ninguna razón para que no elija a todos), para mí ese idioma sería el alemán,
que tiene la posibilidad de formar palabras compuestas (como el inglés y aún
más) y que tiene vocales abiertas y una música tan admirable. En cuanto al
italiano, basta la Comedia.
Nada
tiene de extraño tanta belleza desparramada por diversos idiomas. Mi maestro,
el gran poeta judeo-español Rafael Cansinos-Asséns, legó una plegaria al Señor
en la que dice “Oh, Señor, que no haya tanta belleza”; y Browning: “Cuando nos
sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de
Eurípides, y otra vez estamos perdidos.”
La
belleza está acechándonos. Si tuviéramos sensibilidad, lo sentiríamos así en la
poesía de todos los idiomas.
Yo
debí estudiar más las literaturas orientales; sólo me asomé a ellas a través de
traducciones. Pero he sentido el golpe, el impacto de la belleza. Por ejemplo,
esa línea del persa Jafez: “vuelvo, mi polvo será lo que soy.” Está en ella
toda la doctrina de la transmigración: “mi polvo será lo que soy”, renaceré
otra vez, otra vez, en otro siglo, seré Jafez, el poeta. Todo esto dado en unas
pocas palabras que he leído en inglés, pero no pueden ser muy distintas del
persa.
Mi
polvo será lo que soy es demasiado sencillo para haber sido cambiado.
Creo
que es un error estudiar la literatura históricamente, aunque quizá para
nosotros, sin excluirme, no pueda ser de otro modo. Hay un libro de un hombre
que para mí fue un excelente poeta y un mal crítico, Marcelino Menéndez y
Pelayo, que se excluyó de su antología.
La
belleza está en todas partes, quizá en cada momento de nuestra vida. Mi amigo
Roy Batholomew, que vivió algunos años en Persia y tradujo directamente del
farsí a Omar Jaiam, me dijo lo que yo ya sospechaba: que en el Oriente, en
general, no se estudian históricamente la literatura ni la filosofía. De ahí el
asombro de Deussen y Max Müller, que no pudieron fijar la cronología de los
autores. Se estudia la historia de la filosofía como diciendo Aristóteles
discute con Bergson, Platón con Hume, todo simultáneamente.
Concluiré
citando tres plegarias de marineros fenicios. Cuando la nave estaba a punto de
hundirse (estamos en el primer siglo de nuestra era), rezaban alguna de esas
tres. Dice una de ellas:
Madre
de Cartago, devuelvo el remo,
Madre de Cartago es
la ciudad de Tiro, de donde procedía Dido. Y luego, “devuelvo el remo”. Hay
aquí algo extraordinario: el fenicio que sólo concibe la vida como remero. Ha
cumplido su vida y devuelve el remo para que otros siga remando.
Otra
de las plegarias, más patética aún:
Duermo,
luego vuelvo a remar.
El hombre no concibe otro destino; y asoma la idea del tiempo cíclico.
Por
último, ésta que es harto conmovedora y que es distinta de las otras porque no
implica la aceptación del destino; es el hecho desesperado de un hombre que va
a morir, que va a ser juzgado por terribles divinidades y dice:
Dioses,
no me juzguéis como un dios
sino
como un hombre
a
quien ha destrozado el mar.
En estas tres
plegarias sentimos inmediatamente, o yo siento inmediatamente, la presencia de
la poesía. En ellas está el hecho estético, no en bibliotecas ni en
bibliografías ni en estudios sobre familias de manuscritos ni en volúmenes
cerrados.
He leído esas tres
plegarias de marineros fenicios en el cuento de Kipling “The Manner of Men”, un
cuento sobre San Pablo. ¿Son auténticas, como malamente se diría, o las
escribió Kipling, el gran poeta? Después de formularme la pregunta sentí
vergüenza, porque ¿qué importancia puede tener elegir? Veamos las dos
posibilidades, los dos cuernos del dilema.
En el primer caso,
se trata de plegarias de marineros fenicios, gente de mar, que sólo concebían
la vida en el mar. Del fenicio, digamos, pasaron al griego; del griego al
latín, del latín al inglés. Kipling las rescribió.
En el segundo, un
gran poeta, Rudyard Kipling, se imagina a los marineros fenicios; de algún
modo, está cerca de ellos; de algún modo, es ellos. Concibe la vida como
la vida del mar y lleva puestas en su boca esas plegarias. Todo ocurrió en el
pasado: los anónimos marineros fenicios han muerto, Kipling ha muerto. ¿Qué
importa cuál de esos fantasmas escribió o pensó los versos?
Una curiosa
metáfora de un poeta hindú, que no sé si puedo apreciar del todo, dice: “El
Himalaya, esas altas motañas del Himalaya [cuyas cumbres son, según Kipling,
las rodillas de otras motañas], el Himalaya es la risa de Shiva.” Las altas
montañas son la risa de un dios, de un dios terrible. La metáfora es, en todo
caso, asombrosa.
Tengo para mí que
la belleza es una sensación física, algo que sentimos con todo el cuerpo. No es
el resultado de un juicio, no llegamos a ella por medio de reglas; sentimos la
belleza o no la sentimos.
Voy a concluir con
un alto verso del poeta que en el siglo diecisiete tomó el nombre extrañamente
poético, real, de Ángelus Silesius. Viene a ser el resumen de todo cuanto he
dicho esta noche, salvo que yo lo he dicho por medio de razonamientos o de
simulados razonamientos: lo diré primero en español y después en alemán, para
que lo oigan ustedes:
La rosa sin porqué florece
porque florece.
Die Rose ist ohne warum; sie blühet weil sie blühet.
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