Quizá nadie,
nunca, haya sentido pasión hacia una mina de lápiz. Hay circunstancias, sin
embargo, en las que puede resultar altamente deseable poseer una. Momentos en
que nos disponemos a hacernos con un propósito, con una excusa para pasear por
medio Londres entre el té y la cena. De la misma manera que el cazador del
zorro caza para preservar la cría de zorros, y el golfista juega para preservar
los espacios abiertos de la acción de los constructores, así cuando nos acomete
el deseo de callejear el lápiz sirve como pretexto, y al ponernos en pie
decimos: «Debo comprarme un lápiz», como si mediante esta excusa pudiéramos dar
rienda suelta al mayor placer de la vida urbana en invierno: dar una caminata
por las calles de Londres.
La hora debe ser
hacia el atardecer y la estación el invierno, porque en invierno el brillo de
champán del aire y la sociabilidad de las calles resultan agradecidos. No nos
vemos insultados como en verano por la añoranza de una sombra y la soledad y
los dulces aires de los campos de heno. La hora del atardecer nos confiere
también la irresponsabilidad que ofrecen la oscuridad y la farola. Ya no somos
nosotros mismos totalmente. Al salir de casa en un buen atardecer, entre las
cuatro y las seis, escondemos el yo por el que nos conocen nuestros amigos y
pasamos a ser parte de aquel amplio ejército republicano de anónimos
caminantes, cuya asociación es tan agradable después de la soledad de nuestra
habitación. Porque nos instalamos en ella rodeados de objetos que perpetuamente
expresan la rareza de nuestro propio carácter y refuerzan los recuerdos de
nuestra experiencia personal. Ese cuenco sobre la repisa de la chimenea, por
ejemplo, lo compramos en Mantua en un día de viento. Salíamos de la tienda
cuando la siniestra anciana tiró de nuestra falda y dijo que se moriría de
hambre cualquier día, pero, «¡Lléveselo!», exclamó, y metió el cuenco de
porcelana azul y blanca entre nuestras manos, como si quisiera que nunca le
recordaran su quijotesca generosidad. Así, con sentimientos de culpabilidad,
pero sospechando no obstante que no teníamos ni cinco, lo llevamos de vuelta
al hotelito, donde a medianoche el encargado se peleaba tan violentamente con
su mujer que todos nos asomamos al patio para mirar, y vimos las parras
entrelazadas con los pilares y las estrellas blancas en el cielo. Se estabilizó
el momento, sellado de forma indeleble como una moneda entre un millón que se
escurrían de forma imperceptible. También allí se encontraba el inglés
melancólico, que se levantaba entre tazas de café y mesitas de hierro y
revelaba los secretos de su alma, como hacen los viajeros. Todo esto —Italia,
la mañana de viento, las parras entrelazadas alrededor de los pilares, el inglés
y los secretos de su alma— se levanta en una nube del cuenco de porcelana que
hay sobre la repisa de la chimenea. Y allí, cuando nuestros ojos bajan hasta el
suelo, vemos esa mancha marrón sobré la alfombra. Fue obra de Mr. Lloyd George.
«¡Este hombre es un demonio!», dijo Mr. Cummings, mientras depositaba el
hervidor con el que iba a llenar la tetera, produciendo un redondel marrón en
la alfombra.
Pero cuando la
puerta se cierra detrás de nosotros, todo aquello se desvanece. Esa especie de
caparazón que nuestra alma ha segregado para cobijarse, para hacer por sí misma
una forma que la distinga de las otras, se rompe, y de todas esas arrugas y
rugosidades queda una ostra central de percepción, un enorme ojo. ¡Qué hermosa
es una calle en invierno! Se revela y se oscurece al mismo tiempo. En ella
podemos trazar vagamente avenidas simétricas y rectas de puertas y ventanas;
en ella, bajo las farolas, flotan islas de pálida luz a través de las que
pasan rápidamente vivaces hombres y mujeres, que, a pesar de su pobreza y su
desaliño tienen cierto aspecto de irrealidad, un aire de triunfo, como si
hubieran dado esquinazo a la vida y ésta, decepcionada ante su presa, anduviera
a ciegas sin ellos. Pero, a fin de cuentas, sólo nos deslizamos suavemente
sobre la superficie. El ojo no es un minero, ni un submarinista, ni un buscador
de un tesoro enterrado, Nos hace flotar mansamente, descansando, haciendo una
pausa, durante la cual la mente quizá duerme mientras mira.
Qué hermosa es
una calle de Londres entonces, con sus islas de luz y sus largas grutas de
oscuridad, y a un lado tal vez un espacio salpicado de árboles, hierba crecida,
se repliega en sí mismo para dormir de forma natural y, cuando uno pasa por
delante de las barandillas de hierro, oye esos crujiditos y movimientos de
hojas y ramitas que parecen suponer el silencio de los campos que las rodean,
el ulular de una lechuza y, a lo lejos, el traqueteo de un tren en el valle.
Pero esto es Londres, nos recuerdan; en lo alto de los árboles desnudos cuelgan
estructuras rectangulares de luz amarilla y rojiza: ventanas; hay puntos de
brillo que arden fijamente como estrellas bajas: farolas; este solar, que
contiene el campo en él y su paz, es sólo una plaza de Londres, agredida por
oficinas y casas donde a esta hora unas luces altivas queman sobre mapas, sobre
documentos, sobre mesas de despacho donde unos oficinistas pasan el índice
humedecido por las carpetas de infinitas correspondencias; o más apagadamente
la luz de la lumbre ondula y la farola cae sobre la privacidad de alguna sala
de estar, sus butacas, sus periódicos, su porcelana, su mesa dispuesta, y la
figura de una mujer que cuenta cuidadosamente el número exacto de cucharadas de
té que... Mira hacia la puerta como si hubiera escuchado el timbre abajo y
alguien preguntara: «¿Hay alguien en casa?»
Pero debemos
detenernos, perentoriamente. Corremos el peligro de cavar
más hondo de lo que la mirada aprueba, estamos dificultando nuestro paso por la
suave corriente a fuerza de atrapar cierta rama o raíz. En cualquier momento,
el dormido ejército puede removerse y despertar en mil violines y trompetas a
modo de respuesta; el ejército de seres humanos puede moverse e imponer todas
sus rarezas y sufrimientos y miserias. Tardemos un poco más, contentémonos sólo
con lo superficial: el brillo
satinado de los autobuses; los carnales esplendores de las carnicerías con sus
ijadas amarillas y sus bistés morados; los ramos de flores azul y rojas que
brillan tan fieramente a través del cristal de los escaparates de las floristerías.
Porque el ojo
tiene esta extraña propiedad: sólo se posa sobre la belleza, como una mariposa
busca el color y disfruta del calor. En una noche de invierno como ésta, cuando
la naturaleza se ha afanado en limpiarse y pavonearse, nos devuelve el más
bonito de los trofeos, suelta pequeños terrones de esmeralda y coral, como si
la tierra entera estuviera hecha de piedras preciosas. Lo que no puede hacer
(hablamos del ojo medio y no profesional) es componer estos trofeos de manera
tal que hagan salir a la superficie los más oscuros ángulos y relaciones. De
ahí que al cabo de una dilatada dieta de esta dosis sencilla, azucarada, de
belleza pura y sin arreglar, llegamos al ser conscientes de la saciedad. Nos
detenemos ante la puerta de una zapatería y damos alguna pequeña excusa, que
nada; tiene que ver con la auténtica razón, para plegar la brillante
parafernalia de las calles y retirarnos a un cuarto más oscuro del ser, donde
podamos preguntar, mientras levantamos nuestro pie izquierdo obedientemente sobre
el taburete: «Entonces, ¿cómo te sientes siendo una enana?»
Entró escoltada
por dos mujeres que, como eran de estatura normal, parecían benévolas gigantas
a su lado. Sonrieron a las dependientas y parecían negar cualquier tipo de
deformidad en ella mientras la tranquilizaban con su protección. Ella mostraba
una expresión irritada pero justificativa, habitual en las caras de los
deformes. Necesitaba su amabilidad, pero la resentía. Sin embargo, cuando las
gigantas emplazaron a la dependienta y, con sonrisa indulgente, le pidieron
zapatos para «esta dama» y la muchacha empujó el pequeño taburete
delante de ella, la enana clavó su pie con una impetuosidad que parecía
reclamar toda nuestra atención. ¡Mirad! ¡Mirad! Parecía pedirnos, adelantando
el pie; porque he aquí que era el pie bien formado, perfectamente
proporcionado, de una mujer adulta. Era arqueado, aristocrático. Toda su manera
de ser cambió al mirarlo reposar sobre el taburete. Se veía tranquila y
satisfecha. Su manera de ser se llenó de confianza en sí misma. Pidió un zapato
tras otro; se probó un par tras otro. Se puso en pie e hizo piruetas delante de
un espejo que sólo reflejaba el pie dentro de zapatos amarillos, zapatos de
color pardo, zapatos de piel de lagarto. Se recogió la faldita y dejó al
descubierto sus pequeñas piernas. Ella pensaba que, a fin de cuentas, los pies
son la parte más importante de una persona; las mujeres, decía para sí, han
sido amadas sólo por sus pies. Al no «ver nada excepto sus bellos pies, se
imaginaba, quizá, que el resto de su cuerpo armonizaba con ellos. Vestía
pobremente, pero estaba dispuesta a derrochar todo el dinero en sus zapatos. Y
como era la única ocasión en que no temía que la miraran sino que decididamente
suspiraba por recibir atención, estaba dispuesta a utilizar cualquier truco
para prolongar el momento. Mirad mi pie, parecía decir, cuando daba un paso
aquí y allá. La dependienta, amable, debió de decirle algo halagador, porque de
repente la cara de la enana se iluminó extasiada. Pero, a fin de cuentas, las
gigantas, aunque eran benevolentes, también tenían cosas que hacer: ella debía
tomar una decisión, debía resolver con cuáles se quedaba. Al final, escogió un
par y, al caminar entre sus guardianas, con el paquete colgando de su dedo, se
desvaneció el éxtasis, volvió a la realidad, regresó al previo malhumor, a la
previa justificación, y cuando salió a la calle era sólo una enana.
Pero había hecho
que los ánimos cambiasen; había convocado un ambiente que, cuando la seguimos
por la calle, parecía crear a los jorobados, a los torcidos, a los deformes.
Dos hombres barbudos, hermanos, aparentemente, totalmente ciegos, que se
aguantaban apoyando una mano en la cabeza de un niño muy pequeño que iba entre
ellos, avanzaban por la calle. Caminaban con el inflexible y trémulo paso de
los ciegos, que parece prestar a su acercamiento algo del terror y lo inevitable
del destino que se ha cernido sobre ellos. Cuando pasaron, manteniéndose
erguidos, el pequeño convoy parecía cortar en dos a los transeúntes con el
ímpetu de su silencio, su franqueza, su desastre. Ciertamente, la enana había
empezado un baile grotesco a base de cojear, al que toda la gente en la calle
se había adaptado; la robusta dama apretadamente envuelta en brillante piel de
foca; el niño deficiente mental que chupaba el pomo de plata de su bastón; el
anciano sentado en un peldaño como si, repentinamente superado por lo absurdo
del espectáculo humano, se hubiera instalado a contemplarlo... todos se
reunieron en la cojera y el zapateado del baile de la enana.
¿En qué
hendeduras y grietas, podríamos preguntarnos, se aloja esta compañía mermada de
tullidos y ciegos? Aquí, quizá, en los últimos pisos de estas estrechas y
viejas casas entre Holborn y Soho, donde la gente tiene nombres tan extraños y
lleva a cabo tantas curiosas actividades: son buscadores de oro, hacen fuelles
de acordeón, forran botones o se ganan la vida de una forma aún más fantástica,
traficando con tazas sin platos, manillas de paraguas de porcelana e imágenes
muy coloreadas de santos martirizados. Allí se alojan, y parece como si la
dama con la chaqueta de piel de foca debiera pensar que la existencia es
tolerable pasando el día con el que hace los fuelles de acordeón, o el hombre
que forra botones: la vida es tan maravillosa que, en conjunto, no puede ser
trágica. No sienten rencor hacia nosotros, meditamos, por nuestra prosperidad;
cuando, de repente, al volver la esquina, nos tropezamos con un judío barbudo,
salvaje, muerto de hambre, notable por su miseria; o pasamos por delante del
cuerpo giboso de una anciana que yace en el escalón de un edificio público
cubierta con una capa, como una manta que se arroja apresuradamente sobre un
caballo o un burro muerto. Ante tales imágenes la columna vertebral parece
tensarse, los nervios que la recorren lanzan una repentina llamarada ante
nuestros ojos, se formula una pregunta que nunca recibe respuesta. Demasiado a
menudo estos abandonados eligen yacer a un paso de teatros, a un tiro de piedra
de los organillos, casi, mientras llega la noche, casi rozando los trajes con
lentejuelas y las brillantes piernas de comensales y bailarines. Yacen cerca
de escaparates donde se ofrece comercio a un mundo de ancianas tumbadas en
escalones, hombres ciegos, enanos que-cojean, sofás sustentados con cuellos
dorados de orgullosos cisnes; mesas dispuestas con multicolores cestas de
fruta; aparadores con tableros de mármol verde, que es el mejor para aguantar
el peso de las cabezas de jabalí; y alfombras tan reblandecidas por la edad
que sus claveles casi se han esfumado en un mar verde pálido.
Al pasar, echar
un vistazo, todo parece accidental pero milagrosamente rociado de belleza, como
si esta noche una marea de actividad que depositara su peso tan puntual y
prosaicamente sobre las aceras de Oxford Street, no nos hubiera echado en cara
nada excepto un tesoro. Sin pensar en comprar, el ojo es juguetón y generoso:
crea, adorna, realza. Para que resalte en la calle, uno puede vaciar todas las
habitaciones de una casa imaginaria y amueblarlas a su antojo, con sofá, mesa,
alfombra. Esta alfombra irá bien para el vestíbulo. El jarrón de alabastro hay
que ponerlo en la mesa tallada, junto a la ventana. Nuestro regocijo se
reflejará en aquel grueso espejo redondo. Pero, después de construir y amueblar
la casa, felizmente uno no se siente obligado a poseerla; la puede desmantelar
en un abrir y cerrar de ojos, y construir y amueblar otra casa con otras sillas
y otros espejos. O démonos gusto en los joyeros de antigüedades, entre bandejas
de anillos y collares. Permitámonos escoger aquellas perlas, por ejemplo, y
luego imaginar cómo cambiaría nuestra vida si nos las pusiéramos. Sucede al
instante entre las dos y las tres de la mañana: las farolas proyectan su luz
blanca sobre las desiertas calles de Mayfair. A esa hora sólo circulan coches,
y uno tiene una sensación de vacío, de despreocupación, de retirada alegría.
Luciendo perlas, luciendo seda, sales a un balcón que da a los jardines del
Mayfair dormido. Hay pocas luces en los dormitorios de los grandes pares que
regresan de la corte, de lacayos con medias de seda, de viudas que han apretado
las manos de los estadistas. Un gato trepa por la pared del jardín. Se hace el
amor de forma sibilante, seductora, en los lugares más oscuros de la habitación,
tras espesas cortinas verdes. Él da vueltas tranquilamente como si se paseara
por una terraza debajo de la que se extendieran los condados y municipios de
Inglaterra bañados por el sol, el maduro primer ministro le cuenta a lady
Fulanita de Tal, con rizos y esmeraldas, la auténtica historia de alguna gran
crisis en los asuntos del país. Parece que estamos montados en el mástil más
alto del barco más grande y, no obstante, sabemos al mismo tiempo que esta
clase de cosas no importan: el amor no se prueba de esta manera, ni se llevan
a cabo los grandes logros de esta manera, por lo que jugamos con el momento y
nos arreglamos nuestras plumas en él con ligereza, mientras seguimos en el
balcón contemplando cómo el gato trepa a la luz de la luna por la pared del
jardín de la princesa María.
Pero ¿qué podría
ser más absurdo? En realidad, pronto darán las seis, es una noche de invierno:
vamos andando hacia el Strand para comprar un lápiz. ¿Por qué, entonces,
también estamos en el balcón, lucimos perlas en junio? ¿Qué podría ser más
absurdo? Es la locura de la naturaleza, no la nuestra. Cuando ella atacó a su
principal obra maestra, la creación del hombre, sólo tenía que pensar en una
única cosa. En su lugar, volviendo la cabeza, mirando por encima del hombro, hacia
cada uno de nosotros, permitió que treparan los instintos y deseos que varían
profundamente con este ser fundamental, por lo que somos abigarrados, variados,
una mezcla: los colores se han ido. ¿Es el auténtico yo éste que se planta en
la acera en enero, o el que se asoma por el balcón en junio? ¿Estoy aquí o
allí? ¿O el auténtico yo no es ni éste ni aquél, ni aquí ni allí, sino algo tan
diverso y errabundo que sólo cuando damos rienda suelta a sus deseos y lo
dejamos hacer la suya sin impedimentos somos de verdad nosotros mismos? Las
circunstancias empujan a la unidad; por conveniencia un hombre debe ser un
todo. Cuando el buen ciudadano abre su puerta en la noche debe ser un banquero,
un golfista, un marido, un padre, no un nómada errando por el desierto, ni un
místico que mira al cielo, ni un libertino en los barrios bajos de San Francisco,
ni un soldado que encabeza una revolución, ni un paria que aúlla de
escepticismo y soledad. Cuando abre su puerta, debe pasarse los dedos por el
pelo y colocar el paraguas en el paragüero, como el resto. Pero aquí, muy
pronto, vemos las librerías de viejo. Encontramos asidero en estas frustrantes
comentes del ser; nos equilibramos después de los esplendores y las miserias de
las calles. La visión misma de la esposa del librero con su pie en el
guardafuego, sentada junto a un buen fuego de carbón, resguardada de la
puerta, resulta sensata y animada. Ella nunca lee, o sólo lee el periódico; su
conversación, cuando deja de vender libros, lo que hace encantada, se refiere a
sombreros: le gusta que un sombrero sea práctico, dice, así como bonito. Ah no,
no viven en la tienda: viven en Brixton. Necesita poder mirar un poco de verde.
En verano, coloca un jarrón con flores de su jardín sobre un polvoriento
montón de libros, para animar la tienda. Hay libros por todas partes, y siempre
nos invade la misma sensación de aventura. Los libros de segunda mano son
libros agrestes, libros sin hogar: han llegado juntos en vastas bandadas y
poseen un encanto que les falta a los domesticados volúmenes de la biblioteca.
Además, en esta fortuita compañía miscelánea podemos rozar a un completo extraño
que, con suerte, resultará ser el mejor amigo del mundo. Cuando alcanzamos un
libro de un blanco grisáceo en lo alto de un estante, atraídos por su aire de
desamparo y deserción, siempre existe la esperanza de conocer a un hombre que
hace cien años exploró a lomos de un caballo el mercado de la lana en los
Midlands y Gales; a un desconocido viajero que se detuvo en posadas, se tomó
su pinta de cerveza, advirtió la presencia de bonitas muchachas y serias
costumbres, escribió envaradamente, laboriosamente sobre ello por el puro
placer de hacerlo (él mismo se pagó la edición); fue infinitamente prosaico,
laborioso y directo, y dejó que se colara, sin él saberlo, el perfume de malvas
y de heno junto con un retrato suyo que le confiere un lugar en el cálido
rincón de la chimenea de la mente. Ahora podemos comprarlo por dieciocho
peniques. Está marcado tres chelines y seis peniques, pero la esposa del
librero, al ver la estropeada cubierta y el largo tiempo que ha estado allí el
libro, desde que lo compraron en la liquidación de la biblioteca de cierto
caballero de Suffolk, lo dejará por ese precio.
Así, al mirar
por la librería hacemos otras amistades igualmente repentinas y caprichosas con
lo desconocido y lo desaparecido, cuya única relación es, por ejemplo, este
librito de poemas, tan bonitamente impreso, tan bonitamente ilustrado, también,
con un retrato del autor. Porque era un poeta y se ahogó prematuramente, y su
verso, aunque apacible, convencional y moralizador, emite aún un suave sonido
aflautado como el del organillo que aquel viejo organillero con chaqueta de
pana toca resignadamente en una callejuela. Hay viajeros, también, una hilera
tras otra de ellos, que aún dan testimonio, como indomables solteronas que
fueron, de las incomodidades que padecieron en los crepúsculos admirables de
Grecia, cuando la reina Victoria era una niña. Una excursión por Cornualles,
con una visita a las minas de estaño, se consideró algo digno de un grueso
volumen. La gente subió lentamente por el Rin e hizo retratos respectivos con
tinta china, leyendo en la cubierta junto a un carrete de cuerda; midieron las
pirámides; estuvieron lejos de la civilización durante años; convirtieron
negros en pantanos pestilentes. Hacer las maletas y partir, explorar desiertos
y padecer fiebres, residir en la
India durante toda la vida, recorrer incluso China y luego
volver para llevar una existencia provinciana en Edmonton, aquí caigo y aquí me
levanto sobre el polvoriento suelo como un mar turbulento, tan inquietos como
son los ingleses, con las olas a la puerta de su casa. Las aguas del viaje y
la aventura parecen romper contra islitas de serio esfuerzo y constante laboriosidad,
que se elevan del suelo en una columna dentada. En estos montones de volúmenes
destinados a adoptar el color pardo, con monogramas dorados en la
contracubierta, sesudos clérigos propagaron los Evangelios; se oye a eruditos
hacer saltar, con sus escoplos y martillos, los antiguos textos de Eurípides y
Esquilo. Pensamiento, notas, propagación van a un ritmo prodigioso alrededor de
nosotros y sobre todas las cosas, como una puntual, eterna marea, que baña el
antiguo mar de la novela. Innumerables volúmenes nos hablan de cómo Arthur amó
a Laura y les separaron y luego fueron felices y comieron perdices, que era
como Victoria gobernaba estas islas.
El número de
libros en el mundo es infinito, y nos vemos forzados a dar una ojeada y asentir
y seguir después de un momento de conversación, un destello de comprensión,
cuando en la calle atrapamos una palabra al paso y de una frase casual
fabricamos una vida. Se refiere a una mujer que se llama Kate y hablan de cómo
«le dije a ella, de forma bastante directa, ayer por la noche... Si consideras
que no valgo un comino, le dije...» Pero quién es Kate, y a qué crisis en su
amistad se refiere este hombre, nunca lo sabremos; porque Kate se hunde bajo
el ardor de la volubilidad de ellos; y aquí, en la esquina, se abre otra página
del volumen de la vida a través de la visión de los dos individuos que departen
bajo la farola. Explican detalladamente el último telegrama de Newmarket en las
noticias de última hora de la prensa. ¿Acaso piensan que la fortuna nunca convertirá
sus harapos en pieles y velartes, los envolverá con cadenas de reloj y
plantará agujas de corbata de diamante donde ahora hay una deshilachada camisa
abierta? Pero a esta hora la principal corriente de viandantes pasa demasiado
rápido para que les formulemos tales preguntas. Están sumidos, en este breve
tránsito del trabajo al hogar, en un sueño narcótico, ahora que se ven libres
de la mesa de oficina y sienten el viento en sus mejillas. Se visten con
prendas brillantes que deben colgar y guardar bajo llave por el resto del día,
y son grandes aficionados al cricket, famosas actrices, soldados que han
salvado a su país cuando ha sido necesario. Sueñan, gesticulan, a menudo
musitan unas palabras, se arrastran por el Strand y cruzan el puente de Waterloo
donde se dirigirán, en trenes traqueteantes, hacia una remilgada torrecita en
Barnes o Surbiton, donde la visión del reloj en el vestíbulo y el olor de la
cena en la planta baja perforan el sueño.
Pero ahora hemos
llegado al Strand, y mientras vacilamos en el bordillo, una pequeña vara del
tamaño de nuestro dedo empieza a establecer su compás a través de la velocidad
y la abundancia de la vida. «La verdad es que debo...; la verdad es que
debo...» Así son las cosas. Sin investigar la demanda, la mente se encoge ante
el habitual tirano. Uno siempre debe hacer esto o aquello; no está permitido
que sencillamente disfrutemos. ¿No era por esta razón que, hace un tiempo,
fabricamos la excusa e inventamos la necesidad de comprar algo? Pero ¿qué era?
Ah, recordamos, era un lápiz. Vamos, pues, a comprar ese lápiz. En cuanto nos
decidimos a obedecer la orden, sin embargo, otro yo disputa el derecho del
tirano a insistir. Aparece el habitual conflicto. Extendida tras la vara del
deber vemos el Támesis, sombrío y tranquilo, en toda su anchura. Y vemos a
través de la mirada de alguien que se apoya en el Embankment15 en un
atardecer de verano, sin ninguna carga en el mundo. Olvidemos comprar un lápiz,
vayamos en busca de esta persona..., y pronto resulta que esta persona somos
nosotros mismos. Porque si pudiéramos estar allí donde estuvimos hace seis
meses, ¿acaso no estaríamos de nuevo como estábamos entonces: tranquilos,
distantes, contenidos? Intentémoslo, pues. Pero el río es más áspero y más gris
de lo que recordábamos. La corriente se dirige al mar. Arrastra con ella a un
remolcador y a dos barcazas, cuya carga de paja está apretadamente atada debajo
de las alquitranadas lonas. También hay, muy cerca de nosotros, una pareja que
se apoya contra la balaustrada con la curiosa falta de timidez propia de los
enamorados, como si la importancia del asunto en el que están metidos
reclamará, sin cuestionarla, la indulgencia de la raza humana. Las panorámicas
que vemos y los sonidos que oímos ahora no poseen la calidad del pasado; ni
compartimos la serenidad de la persona que, hace seis meses, estaba donde
estamos ahora nosotros. La suya es la felicidad de la muerte; la nuestra, la inseguridad de la vida. Él no
tiene futuro; en cuanto a nosotros, el futuro invade nuestra paz. Sólo cuando
nos volvemos hacia el pasado y tomamos de él el elemento de incertidumbre
podemos disfrutar de una paz perfecta. Cómo son las cosas, debemos girar sobre
los talones y atravesar de nuevo el Strand, debemos encontrar una tienda donde,
incluso a esta hora, estén dispuestos a vendernos un lápiz.
|
Siempre es una aventura entrar en un lugar nuevo; porque las vidas y
los caracteres de sus propietarios han destilado su atmósfera dentro de ella, y
cuando entramos directamente nos encontramos frente a cierta nueva ola de
emoción. Aquí, en la papelería, salta a la vista que la gente se ha peleado. Su
ira se mascaba en el aire. Ambos se interrumpieron: la anciana —eran marido y
mujer, evidentemente— se retiró a una habitación trasera; el anciano, cuya
frente redondeada y sus ojos saltones habrían quedado bien en el frontispicio
de algún infolio isabelino, se quedó para despacharnos. «Un lápiz, un lápiz
—repitió— claro, claro». Habló distraídamente, pero con la efusión de uno a
quien habían excitado y cuya emociones habían puesto a prueba. Empezó por
abrir una caja tras otra, para cerrarlas a continuación. Dijo que resultaba muy
difícil encontrar algo cuando se tenían tantos artículos distintos. Se lanzó a
contar una historia sobre cierto abogado que se había metido en problemas por
culpa de su esposa. Él lo conocía desde hacía años: había tenido relación con
los tribunales de justicia durante medio siglo, explicó, como si deseara que su
esposa, que se hallaba en la habitación trasera, lo oyera. Hurgó en una caja de
gomas. Al fin, exasperado por su incompetencia, abrió la puerta de par en par y
exclamó con aspereza: « ¿Dónde guardas los lápices?», como si su esposa los
hubiera escondido. Apareció la anciana. Sin mirar a nadie, apoyó una mano, con un
elegante ademán de justificada severidad, en la caja correcta. Había lápices.
¿Cómo podía apañárselas él sin ella? ¿No le era indispensable? Para mantenerlos
allí, uno al lado del otro en una forzada neutralidad, había que ser cuidadoso
a la hora de elegir un lápiz: éste era blando, aquél demasiado duro. Los
ancianos permanecían en silencio, observando. A medida que pasaba el tiempo, se
tranquilizaban: disminuía su ardor, desaparecía su rabia. Sin intercambiar una
palabra, ponían punto final a la pelea. El anciano, que no habría desentonado
en la portada de una obra de Ben Jonson, devolvía la caja al lugar correcto,
nos daba las buenas noches y se marchaba con su esposa. Ella sacaría su labor;
él leería su periódico; el canario los salpicaría con semillas. Habían dejado
de reñir.
En los minutos
que ha durado la búsqueda de un fantasma, una pelea tranquila y se ha adquirido
un lápiz, las calles se han quedado totalmente vacías. La vida se ha retirado
al piso de arriba, y se han encendido las luces. El pavimento estaba seco y era
duro; la vía era de plata bruñida. Andando a casa a través de la desolación uno
podía contar la historia de la enana, de los hombres ciegos, de la fiesta en la
mansión de Mayfair, de la pelea en la papelería. En cada una de estas vidas era
posible avanzar por un pequeño camino, lo bastante lejos para hacernos la
ilusión de que no estamos atados a una sola mente, sino que brevemente podemos
adaptarnos a los cuerpos y mentes de los otros. Una podía convertirse en una
lavandera, en la patrona de un pub, en una cantante callejera. ¿Y qué hay más
delicioso y maravilloso que abandonar las rígidas líneas de la personalidad y
desviarse por esos senderos que conducen, entre zarzas y gruesos troncos, al
corazón del bosque donde viven esas bestias salvajes, nuestro prójimo?
Es cierto:
escaparse es el mayor de los placeres; emprender una caminata por las calles en
invierno la mayor de las aventuras. No obstante, cuando alcanzamos de nuevo el
umbral de nuestra casa, es reconfortante tocar las viejas posesiones, los
viejos prejuicios, que nos rodean; y el yo, que se ha esparcido por tantos
rincones, que ha aleteado como una polilla en la llama de tantas inaccesibles
linternas, abrigado y tranquilo. Aquí está otra vez la puerta habitual; aquí la
silla, tal y como la dejamos, y el cuenco de porcelana y el redondel marrón en
la alfombra. Y aquí —examinémoslo tiernamente, toquémoslo con reverencia— el
único botín de guerra que hemos cobrado de todos los tesoros de la ciudad: una
mina de lápiz.
Un dialogo interior que da vida y color a un paseo invernal por Londres. Cada encuentro, cada detalle, cada luz de este recorrido urbano consiguen transmitir una profunda humanidad.
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