miércoles, 22 de octubre de 2014

Merodeo callejero: Una aventura londinense (1927) - Virginia Woolf

Quizá nadie, nunca, haya sentido pasión hacia una mina de lápiz. Hay circunstancias, sin embargo, en las que puede resultar altamente deseable poseer una. Momentos en que nos disponemos a hacernos con un propósito, con una excusa para pasear por medio Londres entre el té y la cena. De la misma manera que el cazador del zorro caza para preservar la cría de zorros, y el golfista juega para preservar los espacios abiertos de la acción de los constructores, así cuando nos acomete el deseo de callejear el lápiz sirve como pretexto, y al ponernos en pie decimos: «Debo comprarme un lápiz», como si mediante esta excusa pudiéramos dar rienda suelta al mayor pla­cer de la vida urbana en invierno: dar una caminata por las ca­lles de Londres.
La hora debe ser hacia el atardecer y la estación el invierno, porque en invierno el brillo de champán del aire y la so­ciabilidad de las calles resultan agradecidos. No nos vemos in­sultados como en verano por la añoranza de una sombra y la soledad y los dulces aires de los campos de heno. La hora del atardecer nos confiere también la irresponsabilidad que ofre­cen la oscuridad y la farola. Ya no somos nosotros mismos totalmente. Al salir de casa en un buen atardecer, entre las cua­tro y las seis, escondemos el yo por el que nos conocen nuestros amigos y pasamos a ser parte de aquel amplio ejérci­to republicano de anónimos caminantes, cuya asociación es tan agradable después de la soledad de nuestra habitación. Porque nos instalamos en ella rodeados de objetos que perpe­tuamente expresan la rareza de nuestro propio carácter y refuerzan los recuerdos de nuestra experiencia personal. Ese cuenco sobre la repisa de la chimenea, por ejemplo, lo compramos en Mantua en un día de viento. Salíamos de la tienda cuando la siniestra anciana tiró de nuestra falda y dijo que se moriría de hambre cualquier día, pero, «¡Lléveselo!», exclamó, y metió el cuenco de porcelana azul y blanca entre nuestras manos, como si quisiera que nunca le recordaran su quijotes­ca generosidad. Así, con sentimientos de culpabilidad, pero sospechando no obstante que no teníamos ni cinco, lo lleva­mos de vuelta al hotelito, donde a medianoche el encargado se peleaba tan violentamente con su mujer que todos nos asoma­mos al patio para mirar, y vimos las parras entrelazadas con los pilares y las estrellas blancas en el cielo. Se estabilizó el momento, sellado de forma indeleble como una moneda entre un millón que se escurrían de forma imperceptible. También allí se encontraba el inglés melancólico, que se levantaba en­tre tazas de café y mesitas de hierro y revelaba los secretos de su alma, como hacen los viajeros. Todo esto —Italia, la maña­na de viento, las parras entrelazadas alrededor de los pilares, el inglés y los secretos de su alma— se levanta en una nube del cuenco de porcelana que hay sobre la repisa de la chimenea. Y allí, cuando nuestros ojos bajan hasta el suelo, vemos esa mancha marrón sobré la alfombra. Fue obra de Mr. Lloyd George. «¡Este hombre es un demonio!», dijo Mr. Cummings, mientras depositaba el hervidor con el que iba a llenar la tete­ra, produciendo un redondel marrón en la alfombra.
Pero cuando la puerta se cierra detrás de nosotros, todo aquello se desvanece. Esa especie de caparazón que nuestra alma ha segregado para cobijarse, para hacer por sí misma una forma que la distinga de las otras, se rompe, y de todas esas arrugas y rugosidades queda una ostra central de percepción, un enorme ojo. ¡Qué hermosa es una calle en invierno! Se revela y se oscurece al mismo tiempo. En ella podemos tra­zar vagamente avenidas simétricas y rectas de puertas y ven­tanas; en ella, bajo las farolas, flotan islas de pálida luz a tra­vés de las que pasan rápidamente vivaces hombres y mujeres, que, a pesar de su pobreza y su desaliño tienen cierto aspecto de irrealidad, un aire de triunfo, como si hubieran dado esquinazo a la vida y ésta, decepcionada ante su presa, anduviera a ciegas sin ellos. Pero, a fin de cuentas, sólo nos deslizamos suavemente sobre la superficie. El ojo no es un minero, ni un submarinista, ni un buscador de un tesoro enterrado, Nos hace flotar mansamente, descansando, haciendo una pausa, durante la cual la mente quizá duerme mientras mira.
Qué hermosa es una calle de Londres entonces, con sus is­las de luz y sus largas grutas de oscuridad, y a un lado tal vez un espacio salpicado de árboles, hierba crecida, se repliega en sí mismo para dormir de forma natural y, cuando uno pasa por delante de las barandillas de hierro, oye esos crujiditos y movimientos de hojas y ramitas que parecen suponer el silencio de los campos que las rodean, el ulular de una lechuza y, a lo lejos, el traqueteo de un tren en el valle. Pero esto es Londres, nos recuerdan; en lo alto de los árboles desnudos cuelgan es­tructuras rectangulares de luz amarilla y rojiza: ventanas; hay puntos de brillo que arden fijamente como estrellas bajas: farolas; este solar, que contiene el campo en él y su paz, es sólo una plaza de Londres, agredida por oficinas y casas donde a esta hora unas luces altivas queman sobre mapas, sobre documentos, sobre mesas de despacho donde unos oficinistas pasan el índice humedecido por las carpetas de infinitas correspondencias; o más apagadamente la luz de la lumbre ondula y la farola cae sobre la privacidad de alguna sala de estar, sus butacas, sus periódicos, su porcelana, su mesa dispuesta, y la figura de una mujer que cuenta cuidadosamente el número exacto de cucharadas de té que... Mira hacia la puerta como si hubiera escuchado el timbre abajo y alguien preguntara: «¿Hay alguien en casa?»
Pero debemos detenernos, perentoriamente. Corremos el peligro de cavar más hondo de lo que la mirada aprueba, estamos dificultando nuestro paso por la suave corriente a fuerza de atrapar cierta rama o raíz. En cualquier momento, el dormido ejército puede removerse y despertar en mil violines y trompetas a modo de respuesta; el ejército de seres humanos puede moverse e imponer todas sus rarezas y sufrimientos y miserias. Tardemos un poco más, contentémonos sólo con lo superficial: el brillo satinado de los autobuses; los carnales esplendores de las carnicerías con sus ijadas amarillas y sus bistés morados; los ramos de flores azul y rojas que brillan tan fieramente a través del cristal de los escaparates de las floristerías.
Porque el ojo tiene esta extraña propiedad: sólo se posa sobre la belleza, como una mariposa busca el color y disfruta del calor. En una noche de invierno como ésta, cuando la naturaleza se ha afanado en limpiarse y pavonearse, nos devuelve el más bonito de los trofeos, suelta pequeños terrones de esmeralda y coral, como si la tierra entera estuviera hecha de piedras preciosas. Lo que no puede hacer (hablamos del ojo me­dio y no profesional) es componer estos trofeos de manera tal que hagan salir a la superficie los más oscuros ángulos y relaciones. De ahí que al cabo de una dilatada dieta de esta dosis sencilla, azucarada, de belleza pura y sin arreglar, llegamos al ser conscientes de la saciedad. Nos detenemos ante la puerta de una zapatería y damos alguna pequeña excusa, que nada; tiene que ver con la auténtica razón, para plegar la brillante parafernalia de las calles y retirarnos a un cuarto más oscuro del ser, donde podamos preguntar, mientras levantamos nuestro pie izquierdo obedientemente sobre el taburete: «Enton­ces, ¿cómo te sientes siendo una enana?»
Entró escoltada por dos mujeres que, como eran de estatu­ra normal, parecían benévolas gigantas a su lado. Sonrieron a las dependientas y parecían negar cualquier tipo de deformi­dad en ella mientras la tranquilizaban con su protección. Ella mostraba una expresión irritada pero justificativa, habitual en las caras de los deformes. Necesitaba su amabilidad, pero la resentía. Sin embargo, cuando las gigantas emplazaron a la dependienta y, con sonrisa indulgente, le pidieron zapatos para «esta dama» y la muchacha empujó el pequeño taburete delante de ella, la enana clavó su pie con una impetuosidad que parecía reclamar toda nuestra atención. ¡Mirad! ¡Mirad! Parecía pedirnos, adelantando el pie; porque he aquí que era el pie bien formado, perfectamente proporcionado, de una mujer adulta. Era arqueado, aristocrático. Toda su manera de ser cambió al mirarlo reposar sobre el taburete. Se veía tranquila y satisfecha. Su manera de ser se llenó de confianza en sí misma. Pidió un zapato tras otro; se probó un par tras otro. Se puso en pie e hizo piruetas delante de un espejo que sólo re­flejaba el pie dentro de zapatos amarillos, zapatos de color pardo, zapatos de piel de lagarto. Se recogió la faldita y dejó al descubierto sus pequeñas piernas. Ella pensaba que, a fin de cuentas, los pies son la parte más importante de una persona; las mujeres, decía para sí, han sido amadas sólo por sus pies. Al no «ver nada excepto sus bellos pies, se imaginaba, quizá, que el resto de su cuerpo armonizaba con ellos. Vestía pobremente, pero estaba dispuesta a derrochar todo el dinero en sus zapatos. Y como era la única ocasión en que no temía que la miraran sino que decididamente suspiraba por recibir atención, estaba dispuesta a utilizar cualquier truco para prolon­gar el momento. Mirad mi pie, parecía decir, cuando daba un paso aquí y allá. La dependienta, amable, debió de decirle algo halagador, porque de repente la cara de la enana se iluminó extasiada. Pero, a fin de cuentas, las gigantas, aunque eran be­nevolentes, también tenían cosas que hacer: ella debía tomar una decisión, debía resolver con cuáles se quedaba. Al final, escogió un par y, al caminar entre sus guardianas, con el paquete colgando de su dedo, se desvaneció el éxtasis, volvió a la realidad, regresó al previo malhumor, a la previa justificación, y cuando salió a la calle era sólo una enana.
Pero había hecho que los ánimos cambiasen; había convocado un ambiente que, cuando la seguimos por la calle, pare­cía crear a los jorobados, a los torcidos, a los deformes. Dos hombres barbudos, hermanos, aparentemente, totalmente cie­gos, que se aguantaban apoyando una mano en la cabeza de un niño muy pequeño que iba entre ellos, avanzaban por la ca­lle. Caminaban con el inflexible y trémulo paso de los ciegos, que parece prestar a su acercamiento algo del terror y lo ine­vitable del destino que se ha cernido sobre ellos. Cuando pa­saron, manteniéndose erguidos, el pequeño convoy parecía cortar en dos a los transeúntes con el ímpetu de su silencio, su franqueza, su desastre. Ciertamente, la enana había empezado un baile grotesco a base de cojear, al que toda la gente en la calle se había adaptado; la robusta dama apretadamente envuel­ta en brillante piel de foca; el niño deficiente mental que chu­paba el pomo de plata de su bastón; el anciano sentado en un peldaño como si, repentinamente superado por lo absurdo del espectáculo humano, se hubiera instalado a contemplarlo... todos se reunieron en la cojera y el zapateado del baile de la enana.
¿En qué hendeduras y grietas, podríamos preguntarnos, se aloja esta compañía mermada de tullidos y ciegos? Aquí, quizá, en los últimos pisos de estas estrechas y viejas casas entre Holborn y Soho, donde la gente tiene nombres tan extraños y lleva a cabo tantas curiosas actividades: son buscadores de oro, hacen fuelles de acordeón, forran botones o se ganan la vida de una forma aún más fantástica, traficando con tazas sin platos, manillas de paraguas de porcelana e imágenes muy co­loreadas de santos martirizados. Allí se alojan, y parece como si la dama con la chaqueta de piel de foca debiera pensar que la existencia es tolerable pasando el día con el que hace los fue­lles de acordeón, o el hombre que forra botones: la vida es tan maravillosa que, en conjunto, no puede ser trágica. No sienten rencor hacia nosotros, meditamos, por nuestra prosperidad; cuando, de repente, al volver la esquina, nos tropezamos con un judío barbudo, salvaje, muerto de hambre, notable por su miseria; o pasamos por delante del cuerpo giboso de una an­ciana que yace en el escalón de un edificio público cubierta con una capa, como una manta que se arroja apresuradamen­te sobre un caballo o un burro muerto. Ante tales imágenes la columna vertebral parece tensarse, los nervios que la recorren lanzan una repentina llamarada ante nuestros ojos, se formula una pregunta que nunca recibe respuesta. Demasiado a menudo estos abandonados eligen yacer a un paso de teatros, a un tiro de piedra de los organillos, casi, mientras llega la noche, casi ro­zando los trajes con lentejuelas y las brillantes piernas de co­mensales y bailarines. Yacen cerca de escaparates donde se ofrece comercio a un mundo de ancianas tumbadas en escalones, hombres ciegos, enanos que-cojean, sofás sustentados con cuellos dorados de orgullosos cisnes; mesas dispuestas con multicolores cestas de fruta; aparadores con tableros de mármol verde, que es el mejor para aguantar el peso de las cabe­zas de jabalí; y alfombras tan reblandecidas por la edad que sus claveles casi se han esfumado en un mar verde pálido.
Al pasar, echar un vistazo, todo parece accidental pero milagrosamente rociado de belleza, como si esta noche una ma­rea de actividad que depositara su peso tan puntual y prosaicamente sobre las aceras de Oxford Street, no nos hubiera echado en cara nada excepto un tesoro. Sin pensar en com­prar, el ojo es juguetón y generoso: crea, adorna, realza. Para que resalte en la calle, uno puede vaciar todas las habitaciones de una casa imaginaria y amueblarlas a su antojo, con sofá, mesa, alfombra. Esta alfombra irá bien para el vestíbulo. El ja­rrón de alabastro hay que ponerlo en la mesa tallada, junto a la ventana. Nuestro regocijo se reflejará en aquel grueso espe­jo redondo. Pero, después de construir y amueblar la casa, fe­lizmente uno no se siente obligado a poseerla; la puede des­mantelar en un abrir y cerrar de ojos, y construir y amueblar otra casa con otras sillas y otros espejos. O démonos gusto en los joyeros de antigüedades, entre bandejas de anillos y colla­res. Permitámonos escoger aquellas perlas, por ejemplo, y lue­go imaginar cómo cambiaría nuestra vida si nos las pusiéra­mos. Sucede al instante entre las dos y las tres de la mañana: las farolas proyectan su luz blanca sobre las desiertas calles de Mayfair. A esa hora sólo circulan coches, y uno tiene una sen­sación de vacío, de despreocupación, de retirada alegría. Luciendo perlas, luciendo seda, sales a un balcón que da a los jar­dines del Mayfair dormido. Hay pocas luces en los dormitorios de los grandes pares que regresan de la corte, de lacayos con medias de seda, de viudas que han apretado las manos de los estadistas. Un gato trepa por la pared del jardín. Se hace el amor de forma sibilante, seductora, en los lugares más oscu­ros de la habitación, tras espesas cortinas verdes. Él da vueltas tranquilamente como si se paseara por una terraza debajo de la que se extendieran los condados y municipios de Inglaterra bañados por el sol, el maduro primer ministro le cuenta a lady Fulanita de Tal, con rizos y esmeraldas, la auténtica historia de alguna gran crisis en los asuntos del país. Parece que estamos montados en el mástil más alto del barco más grande y, no obstante, sabemos al mismo tiempo que esta clase de cosas no importan: el amor no se prueba de esta manera, ni se lle­van a cabo los grandes logros de esta manera, por lo que juga­mos con el momento y nos arreglamos nuestras plumas en él con ligereza, mientras seguimos en el balcón contemplando cómo el gato trepa a la luz de la luna por la pared del jardín de la princesa María.
Pero ¿qué podría ser más absurdo? En realidad, pronto darán las seis, es una noche de invierno: vamos andando hacia el Strand para comprar un lápiz. ¿Por qué, entonces, también es­tamos en el balcón, lucimos perlas en junio? ¿Qué podría ser más absurdo? Es la locura de la naturaleza, no la nuestra. Cuando ella atacó a su principal obra maestra, la creación del hombre, sólo tenía que pensar en una única cosa. En su lugar, volviendo la cabeza, mirando por encima del hombro, hacia cada uno de nosotros, permitió que treparan los instintos y deseos que varían profundamente con este ser fundamental, por lo que somos abigarrados, variados, una mezcla: los colores se han ido. ¿Es el auténtico yo éste que se planta en la acera en enero, o el que se asoma por el balcón en junio? ¿Estoy aquí o allí? ¿O el auténtico yo no es ni éste ni aquél, ni aquí ni allí, sino algo tan diverso y errabundo que sólo cuando damos rienda suelta a sus deseos y lo dejamos hacer la suya sin impedimentos somos de verdad nosotros mismos? Las circuns­tancias empujan a la unidad; por conveniencia un hombre debe ser un todo. Cuando el buen ciudadano abre su puerta en la noche debe ser un banquero, un golfista, un marido, un pa­dre, no un nómada errando por el desierto, ni un místico que mira al cielo, ni un libertino en los barrios bajos de San Fran­cisco, ni un soldado que encabeza una revolución, ni un paria que aúlla de escepticismo y soledad. Cuando abre su puerta, debe pasarse los dedos por el pelo y colocar el paraguas en el paragüero, como el resto. Pero aquí, muy pronto, vemos las librerías de viejo. Encontramos asidero en estas frustrantes comentes del ser; nos equilibramos después de los esplendores y las miserias de las calles. La visión misma de la esposa del librero con su pie en el guardafuego, sentada junto a un buen fuego de carbón, res­guardada de la puerta, resulta sensata y animada. Ella nunca lee, o sólo lee el periódico; su conversación, cuando deja de vender libros, lo que hace encantada, se refiere a sombreros: le gusta que un sombrero sea práctico, dice, así como bonito. Ah no, no viven en la tienda: viven en Brixton. Necesita poder mirar un poco de verde. En verano, coloca un jarrón con flo­res de su jardín sobre un polvoriento montón de libros, para animar la tienda. Hay libros por todas partes, y siempre nos invade la misma sensación de aventura. Los libros de segunda mano son libros agrestes, libros sin hogar: han llegado juntos en vastas bandadas y poseen un encanto que les falta a los do­mesticados volúmenes de la biblioteca. Además, en esta for­tuita compañía miscelánea podemos rozar a un completo ex­traño que, con suerte, resultará ser el mejor amigo del mundo. Cuando alcanzamos un libro de un blanco grisáceo en lo alto de un estante, atraídos por su aire de desamparo y deserción, siempre existe la esperanza de conocer a un hombre que hace cien años exploró a lomos de un caballo el mercado de la lana en los Midlands y Gales; a un desconocido viajero que se de­tuvo en posadas, se tomó su pinta de cerveza, advirtió la pre­sencia de bonitas muchachas y serias costumbres, escribió envaradamente, laboriosamente sobre ello por el puro placer de hacerlo (él mismo se pagó la edición); fue infinitamente pro­saico, laborioso y directo, y dejó que se colara, sin él saberlo, el perfume de malvas y de heno junto con un retrato suyo que le confiere un lugar en el cálido rincón de la chimenea de la mente. Ahora podemos comprarlo por dieciocho peniques. Está marcado tres chelines y seis peniques, pero la esposa del librero, al ver la estropeada cubierta y el largo tiempo que ha estado allí el libro, desde que lo compraron en la liquidación de la biblioteca de cierto caballero de Suffolk, lo dejará por ese precio.
Así, al mirar por la librería hacemos otras amistades igualmente repentinas y caprichosas con lo desconocido y lo desa­parecido, cuya única relación es, por ejemplo, este librito de poemas, tan bonitamente impreso, tan bonitamente ilustrado, también, con un retrato del autor. Porque era un poeta y se ahogó prematuramente, y su verso, aunque apacible, conven­cional y moralizador, emite aún un suave sonido aflautado como el del organillo que aquel viejo organillero con chaqueta de pana toca resignadamente en una callejuela. Hay viajeros, también, una hilera tras otra de ellos, que aún dan testimonio, como indomables solteronas que fueron, de las incomodida­des que padecieron en los crepúsculos admirables de Grecia, cuando la reina Victoria era una niña. Una excursión por Cornualles, con una visita a las minas de estaño, se consideró algo digno de un grueso volumen. La gente subió lentamente por el Rin e hizo retratos respectivos con tinta china, leyendo en la cubierta junto a un carrete de cuerda; midieron las pirámides; estuvieron lejos de la civilización durante años; convirtieron negros en pantanos pestilentes. Hacer las maletas y partir, ex­plorar desiertos y padecer fiebres, residir en la India durante toda la vida, recorrer incluso China y luego volver para llevar una existencia provinciana en Edmonton, aquí caigo y aquí me levanto sobre el polvoriento suelo como un mar turbulen­to, tan inquietos como son los ingleses, con las olas a la puer­ta de su casa. Las aguas del viaje y la aventura parecen romper contra islitas de serio esfuerzo y constante laboriosidad, que se elevan del suelo en una columna dentada. En estos montones de volúmenes destinados a adoptar el color pardo, con monogramas dorados en la contracubierta, sesudos clérigos propagaron los Evangelios; se oye a eruditos hacer saltar, con sus escoplos y martillos, los antiguos textos de Eurípides y Esquilo. Pensamiento, notas, propagación van a un ritmo prodigioso alrededor de nosotros y sobre todas las cosas, como una puntual, eterna marea, que baña el antiguo mar de la no­vela. Innumerables volúmenes nos hablan de cómo Arthur amó a Laura y les separaron y luego fueron felices y comieron perdices, que era como Victoria gobernaba estas islas.
El número de libros en el mundo es infinito, y nos vemos forzados a dar una ojeada y asentir y seguir después de un momento de conversación, un destello de comprensión, cuando en la calle atrapamos una palabra al paso y de una frase casual fabricamos una vida. Se refiere a una mujer que se llama Kate y hablan de cómo «le dije a ella, de forma bastante directa, ayer por la noche... Si consideras que no valgo un comino, le dije...» Pero quién es Kate, y a qué crisis en su amistad se re­fiere este hombre, nunca lo sabremos; porque Kate se hunde bajo el ardor de la volubilidad de ellos; y aquí, en la esquina, se abre otra página del volumen de la vida a través de la visión de los dos individuos que departen bajo la farola. Explican detalladamente el último telegrama de Newmarket en las noticias de última hora de la prensa. ¿Acaso piensan que la fortuna nunca convertirá sus harapos en pieles y velartes, los envolve­rá con cadenas de reloj y plantará agujas de corbata de dia­mante donde ahora hay una deshilachada camisa abierta? Pero a esta hora la principal corriente de viandantes pasa demasiado rápido para que les formulemos tales preguntas. Es­tán sumidos, en este breve tránsito del trabajo al hogar, en un sueño narcótico, ahora que se ven libres de la mesa de oficina y sienten el viento en sus mejillas. Se visten con prendas bri­llantes que deben colgar y guardar bajo llave por el resto del día, y son grandes aficionados al cricket, famosas actrices, sol­dados que han salvado a su país cuando ha sido necesario. Sueñan, gesticulan, a menudo musitan unas palabras, se arras­tran por el Strand y cruzan el puente de Waterloo donde se di­rigirán, en trenes traqueteantes, hacia una remilgada torrecita en Barnes o Surbiton, donde la visión del reloj en el vestíbulo y el olor de la cena en la planta baja perforan el sueño.
Pero ahora hemos llegado al Strand, y mientras vacilamos en el bordillo, una pequeña vara del tamaño de nuestro dedo empieza a establecer su compás a través de la velocidad y la abundancia de la vida. «La verdad es que debo...; la verdad es que debo...» Así son las cosas. Sin investigar la demanda, la mente se encoge ante el habitual tirano. Uno siempre debe ha­cer esto o aquello; no está permitido que sencillamente disfrutemos. ¿No era por esta razón que, hace un tiempo, fabricamos la excusa e inventamos la necesidad de comprar algo? Pero ¿qué era? Ah, recordamos, era un lápiz. Vamos, pues, a comprar ese lápiz. En cuanto nos decidimos a obedecer la orden, sin embargo, otro yo disputa el derecho del tirano a in­sistir. Aparece el habitual conflicto. Extendida tras la vara del deber vemos el Támesis, sombrío y tranquilo, en toda su an­chura. Y vemos a través de la mirada de alguien que se apoya en el Embankment15 en un atardecer de verano, sin ninguna carga en el mundo. Olvidemos comprar un lápiz, vayamos en busca de esta persona..., y pronto resulta que esta persona somos nosotros mismos. Porque si pudiéramos estar allí donde estuvimos hace seis meses, ¿acaso no estaríamos de nuevo como estábamos entonces: tranquilos, distantes, contenidos? Intentémoslo, pues. Pero el río es más áspero y más gris de lo que recordábamos. La corriente se dirige al mar. Arrastra con ella a un remolcador y a dos barcazas, cuya carga de paja está apretadamente atada debajo de las alquitranadas lonas. Tam­bién hay, muy cerca de nosotros, una pareja que se apoya con­tra la balaustrada con la curiosa falta de timidez propia de los enamorados, como si la importancia del asunto en el que es­tán metidos reclamará, sin cuestionarla, la indulgencia de la raza humana. Las panorámicas que vemos y los sonidos que oímos ahora no poseen la calidad del pasado; ni compartimos la serenidad de la persona que, hace seis meses, estaba donde estamos ahora nosotros. La suya es la felicidad de la muerte;  la nuestra, la inseguridad de la vida. Él no tiene futuro; en cuanto a nosotros, el futuro invade nuestra paz. Sólo cuando nos volvemos hacia el pasado y tomamos de él el elemento de incertidumbre podemos disfrutar de una paz perfecta. Cómo son las cosas, debemos girar sobre los talones y atravesar de nuevo el Strand, debemos encontrar una tienda donde, inclu­so a esta hora, estén dispuestos a vendernos un lápiz.
       15. La traducción de embankment serta «terraplén» o «dique», pero se refiere al Embankment de Londres, que se conoce como tal.
 
Siempre es una aventura entrar en un lugar nuevo; porque las vidas y los caracteres de sus propietarios han destilado su atmósfera dentro de ella, y cuando entramos directamente nos encontramos frente a cierta nueva ola de emoción. Aquí, en la papelería, salta a la vista que la gente se ha peleado. Su ira se mascaba en el aire. Ambos se interrumpieron: la anciana —eran marido y mujer, evidentemente— se retiró a una habitación trasera; el anciano, cuya frente redondeada y sus ojos saltones habrían quedado bien en el frontispicio de algún in­folio isabelino, se quedó para despacharnos. «Un lápiz, un lápiz —repitió— claro, claro». Habló distraídamente, pero con la efusión de uno a quien habían excitado y cuya emociones ha­bían puesto a prueba. Empezó por abrir una caja tras otra, para cerrarlas a continuación. Dijo que resultaba muy difícil encon­trar algo cuando se tenían tantos artículos distintos. Se lanzó a contar una historia sobre cierto abogado que se había meti­do en problemas por culpa de su esposa. Él lo conocía desde hacía años: había tenido relación con los tribunales de justicia durante medio siglo, explicó, como si deseara que su esposa, que se hallaba en la habitación trasera, lo oyera. Hurgó en una caja de gomas. Al fin, exasperado por su incompetencia, abrió la puerta de par en par y exclamó con aspereza: « ¿Dónde guar­das los lápices?», como si su esposa los hubiera escondido. Apareció la anciana. Sin mirar a nadie, apoyó una mano, con un elegante ademán de justificada severidad, en la caja co­rrecta. Había lápices. ¿Cómo podía apañárselas él sin ella? ¿No le era indispensable? Para mantenerlos allí, uno al lado del otro en una forzada neutralidad, había que ser cuidadoso a la hora de elegir un lápiz: éste era blando, aquél demasiado duro. Los ancianos permanecían en silencio, observando. A medida que pasaba el tiempo, se tranquilizaban: disminuía su ardor, desaparecía su rabia. Sin intercambiar una palabra, po­nían punto final a la pelea. El anciano, que no habría desen­tonado en la portada de una obra de Ben Jonson, devolvía la caja al lugar correcto, nos daba las buenas noches y se mar­chaba con su esposa. Ella sacaría su labor; él leería su perió­dico; el canario los salpicaría con semillas. Habían dejado de reñir.
En los minutos que ha durado la búsqueda de un fantasma, una pelea tranquila y se ha adquirido un lápiz, las calles se han quedado totalmente vacías. La vida se ha retirado al piso de arriba, y se han encendido las luces. El pavimento estaba seco y era duro; la vía era de plata bruñida. Andando a casa a través de la desolación uno podía contar la historia de la enana, de los hombres ciegos, de la fiesta en la mansión de Mayfair, de la pelea en la papelería. En cada una de estas vidas era posible avanzar por un pequeño camino, lo bastante lejos para hacernos la ilusión de que no estamos atados a una sola mente, sino que brevemente podemos adaptarnos a los cuerpos y mentes de los otros. Una podía convertirse en una lavandera, en la patrona de un pub, en una cantante callejera. ¿Y qué hay más delicioso y maravilloso que abandonar las rígidas líneas de la personalidad y desviarse por esos senderos que conducen, entre zarzas y gruesos troncos, al corazón del bosque donde viven esas bestias salvajes, nuestro prójimo?
Es cierto: escaparse es el mayor de los placeres; emprender una caminata por las calles en invierno la mayor de las aven­turas. No obstante, cuando alcanzamos de nuevo el umbral de nuestra casa, es reconfortante tocar las viejas posesiones, los viejos prejuicios, que nos rodean; y el yo, que se ha esparcido por tantos rincones, que ha aleteado como una polilla en la llama de tantas inaccesibles linternas, abrigado y tranquilo. Aquí está otra vez la puerta habitual; aquí la silla, tal y como la de­jamos, y el cuenco de porcelana y el redondel marrón en la al­fombra. Y aquí —examinémoslo tiernamente, toquémoslo con reverencia— el único botín de guerra que hemos cobrado de todos los tesoros de la ciudad: una mina de lápiz.


1 comentario:

  1. Un dialogo interior que da vida y color a un paseo invernal por Londres. Cada encuentro, cada detalle, cada luz de este recorrido urbano consiguen transmitir una profunda humanidad.

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