Mi oficio es
escribir, y yo lo conozco bien y desde hace mucho tiempo. Confío en que no se
me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que
escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir me siento extraordinariamente
a gusto y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente
bien: utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien
firmes en mis manos. Si hago cualquier cosa, si estudio una lengua extranjera,
si intento aprender historia, o geografía, o taquigrafía, o si pruebo a hablar
en público, o a hacer punto, o a viajar, sufro y me pregunto continuamente cómo
hacen los otros estas mismas cosas, me parece siempre que debe haber una forma
buena de hacer estas mismas cosas que los demás conocen y es desconocida para
mí. Y me parece que soy sorda y ciega, y siento como una náusea en el fondo de
mí. Cuando escribo, por el contrario, no pienso nunca que quizá hay una forma
mejor de la que se sirven los otros escritores. Entendámonos: yo sólo puedo
escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo para
un periódico, de encargo, me va bastante mal. Lo que entonces escribo lo tengo
que buscar fatigosamente como fuera de mí. Puedo hacerlo un poco mejor que
estudiar una lengua extranjera o hablar en público, pero sólo un poco mejor. Y
tengo siempre la sensación de estafar al prójimo con palabras que tomo
prestadas o que robo aquí y allá. Y sufro y me siento exiliada. Por el
contrario, cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, por
caminos que conoce desde la infancia y entre los muros y los árboles que son
suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo
de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la
cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta
que muera. Estoy muy contenta de este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo.
Comprendí que era mi oficio hace mucho tiempo. Entre los cinco y los diez años
aún dudaba, y un poco imaginaba que podría pintar, otro poco que conquistaría
países a caballo y otro poco aún que inventaría nuevas máquinas muy
importantes. Pero desde los diez años lo he sabido ya siempre, y estaba
atareada a todas horas haciendo novelas y poesías. Todavía tengo aquellas
poesías. Las primeras son toscas y con versos equivocados, pero bastante
divertidas; y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo iba haciendo poesías
cada vez menos toscas, pero cada vez más aburridas y estúpidas. Yo no lo sabía,
sin embargo, y me avergonzaba de las poesías torpes, pero las que no eran tan
torpes e idiotas me parecían más bonitas, siempre pensaba que un día u otro algún
famoso poeta las descubriría y haría que las publicaran, y que escribiría
largos artículos sobre mí; imaginaba palabras y frases de estos artículos y, en
mi interior, los escribía yo enteros. Pensaba que ganaría el Premio Fracchia.
Había oído decir que era un premio para escritores. Como no podía publicar en
volumen mis poesías, dado que no conocía entonces a ningún poeta famoso, las
volvía a copiar cuidadosamente en un cuaderno y dibujaba una florecita en la
portada, y hacía el índice y todo. Me resultaba ya muy fácil escribir poesías.
Escribía casi una al día. Me había dado cuenta de que si no tenía ganas de
escribir bastaba que leyera poesías de Pascoli, o de Gozzano, o de Corazzini,
para que inmediatamente me entraran ganas. Me salían pascolianas, gozzanianas o
corazzinianas, y luego, al final, muy dannunzianas, cuando descubrí que existía
también este poeta. No obstante, no pensaba nunca que escribiría poesías toda
la vida: quería escribir novelas más pronto o más tarde. En aquellos años
escribí tres o cuatro. Una se titulaba Märion o La Gitanilla, otra Molly y Dolly (humorística
y policíaca) y otra Una mujer (dannunziana,
escrita en segunda persona: la historia de una mujer abandonada por el marido;
me acuerdo de que había también una cocinera negra), y, más tarde, otra muy
larga y complicada con historias terribles de muchachas raptadas y de carrozas,
que me daba miedo hasta de escribirlo cuando estaba sola en casa: no recuerdo
nada, sólo recuerdo que había una frase que me gustaba muchísimo y que hizo que
se me saltaran las lágrimas al escribirla: «Él dijo: ¡Ah! ¡Isabel se va!». El
capítulo terminaba con esta frase, que era muy importante, pues la pronunciaba
el hombre que estaba enamorado de Isabel, pero que no lo sabía, pues todavía no
se lo había confesado a sí mismo. No recuerdo nada de este hombre, me parece
que tenía una barba rubia: Isabel tenía largos cabellos negros con reflejos
azules, no sé nada más; sólo sé que durante mucho tiempo me daba un escalofrío
de alegría cuando repetía para mí la frase: «¡Ah! ¡Isabel se va!» También
repetía a menudo una frase que había encontrado en una novela del apéndice del
diario «Stampa», frase que decía así: «Asesino de Gilonne, ¿dónde has metido a
mi hijo?». Pero de mis novelas no me sentía tan segura como de mis poesías. Al
releerlas descubría en ellas siempre un aspecto débil, algo equivocado que lo
estropeaba todo y que me era imposible modificar. Entre tanto, mezclaba un poco
lo moderno y lo antiguo, sin lograr situarlas bien en el tiempo: había
conventos y carrozas, y un aire de Revolución francesa, y también un poco de
policías con porras; y, de pronto, aparecía una pequeña burguesía gris con
máquinas de coser y gatos, como se ve en los libros de Carola Prosperi, que no
pegaba con las carrozas y los conventos. Vacilaba entre Carola Prosperi y
Víctor Hugo y las historias de Nick Carter: no sabía muy bien lo que quería
hacer. Me gustaba muchísimo también Annie Vivanti. Hay una frase en los
Devoradores, cuando ella escribe al
desconocido y le dice: «Mi vestido es marrón». También ésta es una frase que he
repetido mucho tiempo para mí. Durante el día murmuraba para mí estas frases
que me gustaban tanto: «Asesino de Gilonne», «Isabel se va», «mi vestido es
marrón», y me sentía inmensamente feliz.
Escribir poesías era
fácil. Mis poesías me gustaban mucho, me parecían casi perfectas. No comprendía
qué diferencia había entre ellas y las poesías verdaderas, ya publicadas, de
los verdaderos poetas. No comprendía por qué cuando se las daba a leer a mis
hermanos, soltaban la carcajada y me decían que sería mejor que me pusiera a
estudiar griego. Pensaba que quizá mis hermanos no entendían nada de poesía. Y,
mientras, tenía que ir a la escuela, y estudiar griego, latín, matemáticas,
historia, y sufría mucho y me sentía en exilio. Me pasaba los días escribiendo
mis poesías y copiándolas en los cuadernos, y no estudiaba las lecciones, y
entonces ponía el despertador a las cinco de la mañana. El despertador sonaba,
pero yo no me despertaba. Me despertaba a las siete, cuando ya no tenía tiempo
para estudiar y tenía que vestirme para ir a la escuela. No estaba contenta,
tenía siempre un miedo tremendo y una sensación de desorden y de culpa.
Estudiaba en la escuela: la historia, en la hora del latín; el griego, en la
hora de historia, y así siempre, de modo que no aprendía nada. Durante bastante
tiempo pensé que valía la pena, porque mis poesías eran muy bonitas, pero un
buen día me entró la duda de que no fueran tan bonitas, y empecé a aburrirme al
escribirlas, a buscar los temas con esfuerzo, y me parecía que había acabado ya
todos los temas posibles, que había usado ya todas las palabras y las rimas:
esperanza-lontananza, pensamiento-viento, misterio-cementerio,
añoranza-esperanza. No encontraba ya nada que decir. Entonces comenzó un
período muy malo para mí, y me pasaba las tardes manoseando palabras que no me
daban ya ningún placer, con una sensación de culpa y de vergüenza respecto a la
escuela; jamás me pasaba por la cabeza que me hubiera equivocado de oficio:
escribir, quería escribir, sólo que no comprendía por qué de pronto los días se
me habían hecho tan áridos y pobres de palabras.
La primera cosa
seria que escribí fue un relato. Un relato breve, de cinco o seis páginas: me
salió como por milagro, en una noche, y cuando me fui a dormir estaba cansada,
aturdida, estupefacta. Tenía la impresión de que era algo serio, lo primero que
había hecho hasta entonces: las poesías y las novelas con muchachas y carrozas
me parecían de repente muy lejanas, de una época desaparecida para siempre,
criaturas ingenuas y ridículas de otra edad. En este nuevo relato había
personajes. Isabel y el hombre con la barba rubia no eran personajes: yo no
sabía nada de ellos salvo las frases y palabras de que yo me había servido respecto
a ellos, y estaban confiados al azar y al capricho de mi voluntad. Las palabras
y las frases de que me había servido, con ellos las había cogido casualmente:
era como si hubiese tenido un saco y hubiera sacado de él, ahora una barba,
luego una cocinera negra o cualquier otra cosa que se pudiera usar. Esta vez,
por el contrario, no había sido un juego. Esta vez había inventado personas con
nombres que no me habría sido posible cambiar: nada de ellos habría podido
cambiar, y sabía una cantidad de detalles suyos, sabía cómo había sido su vida
hasta el día de mi relato, aunque en mi relato no había hablado de ella porque
no había sido necesario. Y lo sabía todo sobre la casa, sobre el puente, sobre
la luna, sobre el río. Tenía diecisiete años entonces, y me habían suspendido
en latín, en griego y en matemáticas. Había llorado mucho al saberlo. Pero
ahora que había escrito el cuento, sentía un poco menos de vergüenza. Era
verano, una noche de verano. La ventana estaba abierta al jardín y volaban
mariposas oscuras en torno a la lámpara. Había escrito mi cuento en papel
cuadriculado, y me había sentido más feliz que nunca en toda mi vida y rica de
pensamientos y de palabras. El hombre se llamaba Maurizio; la mujer, Anna; y el
niño se llamaba Villi, y también estaban el puente, la luna y el río. Estas
cosas existían en mí. Y el hombre y la mujer no eran ni buenos ni malos, sino
cómicos y un poco miserables, y me parecía entonces descubrir que así debía ser
siempre la gente en los libros, cómica y miserable a la vez. Aquel cuento me
parecía bello lo mirara por donde lo mirara: no había ningún error, todo
sucedía a su tiempo, en el momento oportuno. Me parecía ya que podría escribir
millones de cuentos.
Y, verdaderamente,
he escrito un cierto número de cuentos, a intervalos de uno o dos meses, alguno
bastante bello y otros no. Y he descubierto que uno se cansa cuando escribe
algo en serio. Es mala señal si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir
algo en serio así a la ligera, como con una mano solo, alegremente, sin
molestarse apenas. No se puede salir del paso como si tal cosa. Uno, cuando
escribe algo serio, se mete dentro de ello, se hunde en ello hasta los ojos; y
si tiene sentimientos muy fuertes que inquietan su corazón, si es muy feliz o
muy infeliz por alguna razón, digamos terrestre, que no tiene nada que ver con
lo que está escribiendo, entonces, si lo que escribe vale y es digno de vivir,
cualquier otro sentimiento se adormece en él. No puede esperar conservar
intacta y fresca su cara felicidad, o su cara infelicidad; todo se aleja y se
desvanece, y se queda sólo con su página, ninguna felicidad y ninguna
infelicidad puede subsistir en él que no esté estrictamente ligada con esta
página suya: no posee otra cosa y no pertenece a nada más, y si no le sucede
así, entonces es señal de que su página no vale nada.
He escrito, pues,
breves cuentos durante un cierto período, un período que ha durado
aproximadamente seis años. Como había descubierto que existían los personajes,
me parecía que tener un
personaje bastaba para hacer un cuento. Así, siempre estaba a la caza de
personajes, estudiaba a la gente en el tranvía y por la calle, y cuando
encontraba una cara que me parecía apropiada para entrar en un cuento, tejía en
torno a ella particularidades morales y una pequeña historia. Estaba a la caza
también de detalles del vestir y del aspecto de las personas, o de los
interiores de las casas, o de los lugares; si entraba en una habitación por
primera vez, me esforzaba por describirla mentalmente y me esforzaba por
encontrar algún menudo detalle que fuera bien en un cuento. Tenía un cuadernito
en el que escribía ciertos detalles que había descubierto o leves comparaciones
o episodios que me prometía poner en los cuentos. En el cuadernito, por
ejemplo, escribía: «Él salía del baño arrastrando detrás, como una larga cola,
el cordón del albornoz»; «¡Cómo apesta el retrete en esta casa! ―le dijo la
niña―. Cuando vengo, nunca respiro ―añadió tristemente»; «Sus rizos como
racimos de uvas»; «Mantas rojas y negras sobre la cama deshecha»; «Cara pálida
como una patata pelada». Sin embargo, he descubierto que difícilmente estas
frases me servían cuando escribía un cuento. El cuadernito se convertía en una
especie de museo de frases, todas cristalizadas y embalsamadas, muy difícilmente
utilizables. He tratado infinitas veces de meter en algún cuento las mantas
rojas y negras o los rizos como racimos de uvas, pero no lo he logrado. El
cuadernito, pues, no podía servir. Comprendí, entonces, que en este oficio no
existe el ahorro. Si uno piensa: «Este detalle es bonito y no quiero
estropearlo en el cuento que estoy escribiendo ahora: aquí ya hay muchas cosas
buenas; me lo guardaré para otro cuento que voy a escribir», entonces, ese
detalle, se cristaliza en su interior y ya lo puede utilizar. Cuando uno
escribe un cuento, debe poner en él lo mejor de lo que posee y de lo que ha
visto, lo mejor de todo lo que ha recogido en su vida. Y los detalles se
gastan, se deterioran si se llevan con uno sin utilizarlos durante mucho
tiempo. No sólo los detalles, sino todo, todos los hallazgos y las ideas. En la
época en que escribía mis cuentos breves, con la afición a los personajes bien
captados y a los detalles minuciosos, en aquella época vi pasar una vez por la
calle un carro que llevaba un espejo, un gran espejo con marco dorado. Se
reflejaba en él el cielo verde del atardecer, y yo me paré a mirarlo mientras
pasaba, con una gran felicidad y la sensación de que ocurría algo importante.
Me sentía muy feliz incluso antes de ver el espejo, y de pronto me pareció que
pasaba la imagen de mi propia felicidad, el espejo verde y brillante en su
marco dorado. Durante mucho tiempo pensé que lo metería en cualquier cuento,
durante mucho tiempo recordar el carro con el espejo encima despertaba en mí ganas
de escribir. Pero jamás he logrado meterlo en nada y, en cierto momento, me di
cuenta de que había muerto dentro de mí. Y, sin embargo, ha sido muy
importante. Porque en la época en que escribía mis cuentos breves me detenía
siempre en personas y cosas grises y tristes, buscaba una realidad despreciable
y sin gloria. En ese gusto que entonces tenía de rebuscar menudos detalles
había una malignidad por parte mía, un interés ávido y mezquino por las cosas
pequeñas, pequeñas como pulgas, había una obstinada y chismosa búsqueda de
pulgas por parte mía. El espejo sobre el carro me pareció que me ofrecía nuevas
posibilidades, quizá la facultad de mirar una realidad más gloriosa y
brillante, una realidad más feliz, que no exigía minuciosas descripciones y hallazgos
astutos, sino que podía realizarse en una imagen resplandeciente y feliz.
En esos breves
cuentos que escribía entonces había personajes a los que, en el fondo, yo
despreciaba. Como había descubierto que es bonito que un personaje sea
miserable y cómico, a fuerza de comicidad y de conmiseración los convertía en
seres tan despreciables y carentes de gloria que ni siquiera yo podía amarlos.
Aquellos personajes míos tenían siempre tics o manías o una deformidad física o
un vicio un poco grotesco, tenían un brazo roto y colgado del cuello en un
vendaje negro, o tenían orzuelos, o eran balbucientes, o se rascaban el culo al
hablar, o cojeaban un poco. Siempre necesitaba caracterizarlos de alguna forma.
Era para mí un medio de salvarme del temor de que resultaran inciertos, un
medio de captar su humanidad, de la que, inconscientemente, dudaba. Porque
entonces no comprendía ―pero en la época del espejo sobre el carro empezaba a
comprenderlo confusamente― que no se trataba de personajes, sino de marionetas,
bastante bien pintadas y parecidas a los hombres de verdad, pero marionetas. Al
inventarlos, los caracterizaba inmediatamente, los marcaba con un detalle
grotesco, y en esto había algo un tanto malvado, había en mí entonces como un
resentimiento maligno respecto a la realidad. No era un resentimiento basado en
algo vivo, porque yo era entonces una muchacha feliz, sino que nacía como
reacción a la ingenuidad, se trataba de ese particular resentimiento que es la
defensa de la persona ingenua, siempre inclinada a creer que le toman el pelo,
ese resentimiento del campesino que acaba de llegar a la ciudad y ve ladrones
por todas partes. Al principio me sentía orgullosa de él, porque me parecía un
gran triunfo de la ironía sobre la ingenuidad y sobre esos abandonos patéticos
de la adolescencia que tanto se veían en mis poesías. La ironía y la
perversidad me parecían armas muy importantes en mis manos; me parecía que me
servían para escribir como un hombre, tenía horror de que se comprendiera que
era una mujer por las cosas que escribía. Creaba siempre personajes masculinos,
para que estuvieran lo más lejanos y separados de mí que fuera posible.
Había llegado a ser
bastante hábil en plantear un cuento, en eliminar de él todas las cosas
inútiles, en hacer que los detalles y las conversaciones surgieran en el
momento más oportuno. Hacía cuentos secos y lúcidos, bien llevados hasta el
final, sin hinchar nada, sin errores de tono. Pero ocurrió que, en un cierto
momento, me sentí harta. Las caras de las personas por la calle no me decían ya
nada interesante. Unos tenían orzuelos, otros llevaban el sombrero echado hacia
atrás, otros llevaban una bufanda en lugar de camisa, pero ya no me importaba
nada de todo esto. Estaba harta de mirar a las cosas y a la gente y de
describirlas mentalmente. El mundo callaba para mí. No encontraba ya palabras
para describirlo, no tenía ya palabras que me produjeran gran placer. No poseía
ya nada. Probaba a recordar el espejo, pero hasta esto estaba muerto en mí.
Llevaba dentro de mí una carga de cosas embalsamadas, de rostros mudos y
palabras de ceniza, de países y voces y gestos que no vibraban, que pesaban,
muertos, sobre mi corazón. Y, luego, me nacieron hijos, y, al principio, cuando
eran muy pequeños, no lograba comprender cómo se podía hacer para escribir
teniendo hijos. No comprendía cómo podría separarme de ellos para seguir a un
personaje dentro de un cuento. Había empezado a despreciar mi oficio. De vez en
cuando sentía una desesperada nostalgia de él, me sentía exiliada, pero me
esforzaba por despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme sólo de los niños.
Creía que era esto lo que debía hacer. Me preocupaba de la papilla de arroz, de
la papilla de cebada, de si había o no había sol, de si hacía o no hacía viento
para llevar a los niños de paseo. Los niños me parecían demasiado importantes
para que una se pudiera perder detrás de estúpidas historias, de estúpidos
personajes embalsamados. Pero sentía una feroz nostalgia y algunas veces, de
noche, casi lloraba recordando lo bonito que era mi oficio. Pensaba que
volvería a él algún día, pero no sabía cuándo; pensaba que tendría que esperar
a que mis hijos llegaran a hombres y se separaran de mí. Porque el que tenía
entonces por mis hijos era un sentimiento que aún no había aprendido a dominar.
Pero luego lo aprendí poco a poco. Y no tardé tanto como creía. Todavía
preparaba el zumo de tomate y la sémola, pero mientras pensaba en las cosas que
iba a escribir. Vivíamos entonces en un pueblo muy bonito, en el sur. Recordaba
las calles de mi ciudad, y las colinas, aquellas calles y aquellas colinas se
unían a las calles y a las colinas y a los campos del pueblo donde estábamos, y
de todo ello nacía una naturaleza nueva, algo que yo podía amar de nuevo. Tenía
nostalgia de mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y comprendía
su sentido como quizá no me había ocurrido cuando vivía en ella, y amaba
también el pueblo donde estábamos, un pueblo polvoriento y blanco bajo el sol
del sur, vastos prados de hierba áspera y seca se extendían bajo mis ventanas,
y en el corazón soplaba con fuerza el recuerdo de los paseos de mi ciudad, de
los plátanos y de las casas altas, y todo esto empezaba a arder alegremente en
mi interior y sentía muchas ganas de escribir. Escribí un relato largo, el más
largo de todos los que había escrito. Empezaba a escribir de nuevo como quien
no ha escrito nunca, porque ya hacía mucho tiempo que no escribía, y las
palabras estaban como lavadas y frescas, todo era de nuevo como intacto y lleno
de sabor y de olor. Escribía por la tarde, cuando mis hijos estaban de paseo
con una muchacha del pueblo; escribía con avidez y con alegría, y era un otoño
bellísimo y yo me sentía cada día igualmente feliz. En el relato metía algunas
personas inventadas y otras reales, del pueblo; y me salían ciertas palabras
que allí decían siempre y que yo no sabía antes, ciertas imprecaciones y
ciertos modos de decir: y estas nuevas palabras crecían y fermentaban y daban
vida también a todas las demás viejas palabras. El personaje principal era una
mujer, pero muy, muy diferente de mí. No deseaba ya tanto escribir como un
hombre, pues había tenido niños, y me parecía que sabía muchas cosas sobre el
jugo de tomate, y también que aunque no las pusiera en el relato, era útil de
todas formas para mi oficio el que yo las supiera: de un modo misterioso y
remoto hasta esto era útil para mi oficio. Me parecía que las mujeres sabían
sobre sus hijos cosas que un hombre no puede saber jamás. Escribía mi relato
muy deprisa, como con miedo a que se me escapase. Yo lo llamaba novela, pero
quizá no era una novela. Por lo demás, hasta ahora siempre he escrito deprisa y
cosas más bien breves: y creo que he llegado a comprender por qué. Porque tengo
hermanos mucho mayores que yo y cuando era pequeña, si hablaba en la mesa, siempre
me decían que me callara. De esta forma me había acostumbrado a decir siempre
las cosas a toda prisa, precipitadamente y con el menor número posible de
palabras, siempre con el temor de que los otros empezaran de nuevo a hablar
entre sí y dejaran de escucharme. Puede que parezca una explicación un poco
estúpida, pero seguramente ha sido así.
He dicho que,
entonces, cuando escribía lo que yo llamaba una novela, era una época muy feliz
para mí. No había ocurrido nunca nada grave en mi vida, ignoraba la enfermedad,
la traición, la soledad, la muerte. Nada se había derrumbado en mi vida, a no
ser cosas fútiles, nada caro a mi corazón me había sido arrancado. Había
sufrido sólo las ociosas melancolías de la adolescencia y la contrariedad de no
saber cómo escribir. Era feliz entonces de un modo pleno y tranquilo, sin miedo
y sin ansia, y con una total confianza en la estabilidad y en la consistencia
de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos más fríos, más
lúcidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a
crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos a la helada luz de las
cosas ajenas, apartamos los ojos de nuestra alma feliz y satisfecha y los
fijamos sin caridad en los otros seres, sin caridad, con un juicio burlón y
cruel, irónico y soberbio, mientras la fantasía y la energía inventiva actúan
con fuerza en nosotros. Con facilidad logramos hacer personajes, muchos
personajes, fundamentalmente diversos de nosotros, y logramos hacer historias
sólidamente construidas y como secadas a una luz clara y fría. Lo que nos falta
entonces, cuando somos felices con esa especial felicidad sin lágrimas, sin
ansia y sin miedo, lo que nos falta entonces es una relación íntima y afectuosa
con nuestros personajes, con los lugares y las cosas que contamos. Lo que nos
falta es la caridad. Aparentemente, somos mucho más generosos, en el sentido de
que encontramos siempre la fuerza para interesarnos por los demás, para
prodigar a los demás nuestros cuidados, no nos ocupamos tanto de nosotros
mismos porque no tenemos necesidad de nada. Pero ese interés nuestro por los
otros tan carente de afectuosidad no capta sino unos pocos aspectos bastante
exteriores de su persona. El mundo tiene una sola dimensión para nosotros, está
privada de secretos y de sombras, el dolor que nos es desconocido logramos
adivinarlo y crearlo en virtud de la fuerza fantástica de que estamos animados,
pero lo vemos siempre bajo esa luz estéril y fría de las cosas que no nos
pertenecen, que no tienen raíces dentro de nosotros.
Nuestra personal
felicidad o infelicidad, nuestra condición terrestre, tiene una gran
importancia en relación con lo que escribimos. He dicho antes que uno, en el
momento en que escribe, es empujado milagrosamente a ignorar las circunstancias
presentes de su propia vida. Es así, en efecto. Pero el ser felices o infelices
nos lleva a escribir de una u otra forma. Cuando somos felices, nuestra
fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz
nuestra memoria. El sufrimiento hace a la fantasía débil y perezosa; funciona,
pero desganadamente y con languidez, con los débiles movimientos de los
enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros dolientes y febriles;
nos es difícil apartar la mirada de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y
de la inquietud que nos llenan. En las cosas que escribimos afloran entonces
continuamente recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de
continuo y no logramos imponerle silencio. Entre nosotros y los personajes que
entonces inventamos, que nuestra fantasía languideciente logra a pesar de todo
inventar, nace una relación especial, afectuosa y casi maternal, una relación
cálida y húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y sofocante. Tenemos
raíces profundas y dolientes en todos los seres y en todas las cosas del mundo,
del mundo, que se ha vuelto lleno de ecos y de sobresaltos y de sombras, y nos
liga a ellas una devota y apasionada compasión. Nuestro riesgo, entonces, es
naufragar en un oscuro lago de agua muerta y estancada y arrastrar con nosotros
a las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el
remolino tibio y oscuro, entre ratones muertos y flores putrefactas. Hay un
peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las
cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un conjunto de crueldad, de
soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y
de oscuridad, y si no logramos obtener todo este conjunto, nuestro resultado es
pobre, precario y escasamente vital.
Pero, cuidado: no es
que uno pueda esperar consuelo de su tristeza escribiendo. Uno puede hacerse
ilusiones de que el propio oficio le acaricie y le acune. Ha habido en mi vida
interminables domingos desolados y vacíos, en los que deseaba ardientemente
escribir algo para consolarme de la soledad y del aburrimiento, para ser
acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no ha habido medio de que me
saliera una sola línea. Mi oficio, entonces, siempre me ha rechazado, no ha querido
saber nada de mí. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distracción.
No es una compañía. Este oficio es un amo, un amo capaz de darnos de latigazos
hasta que nos salga sangre, un amo que grita y nos condena. Nosotros tenemos
que tragarnos saliva y lágrimas, y apretar los dientes, y limpiarnos la sangre
de nuestras heridas, y servirle. Servirle cuando él nos lo pide. Entonces, nos
ayuda también a mantenernos de pie, a mantener los pies bien firmes en la
tierra, nos ayuda a vencer la locura y el delirio, la desesperación y la
fiebre. Pero quiere ser él el que mande, y se niega siempre a oírnos cuando le
necesitamos.
Me ha sucedido
conocer bien el dolor después de aquella época en que estaba en el sur, un
dolor auténtico, irremediable, incurable, que ha destrozado toda mi vida, y
cuando he probado a recomponerla de algún modo, he visto que mi vida y yo nos
habíamos convertido en algo irreconocible respecto al tiempo anterior. Lo único
que no había cambiado era mi oficio, pero es profundamente falso decir que él
no había cambiado: los instrumentos seguían siendo los mismos, pero el modo en
que los usaba era otro. Al principio lo detestaba, me producía horror, pero
sabía muy bien que acabaría por volver a servirle y que me salvaría. Así, he
llegado a pensar a veces que, al fin y al cabo, no he sido tan desgraciada en
mi vida, y soy injusta cuando acuso al destino y le niego toda benevolencia
para conmigo, pues me ha dado tres hijos y mi oficio. Por lo demás, no podría
ni siquiera imaginar mi vida sin este oficio. Ha estado siempre ahí, ni por un
momento me ha dejado jamás, y cuando lo creía dormido, su mirada vigilante y
brillante seguía puesta en mí.
Así es mi oficio.
Dinero, ya veis que no produce mucho; más aún, siempre hace falta trabajar al
mismo tiempo en otro oficio para vivir. A veces también produce un poco, y
obtener dinero gracias a él es una cosa muy dulce, es como recibir dinero y
regalos de manos del ser amado. Así es mi oficio. Ya he dicho que no sé mucho
sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podrá darme; o, mejor, de
los resultados ya obtenidos conozco su valor relativo, no absoluto, desde
luego. Cuando escribo algo, en general pienso que es muy importante y que yo
soy un gran escritor. Creo que les pasa a todos. Pero hay un rincón de mi
espíritu en el que sé muy bien y siempre lo que soy, es decir, un pequeño,
pequeño escritor. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. Sólo que no quiero
pensar en nombres: he comprobado que si me pregunto: «un pequeño escritor,
¿como quién?», me entristece pensar en nombres de otros pequeños escritores.
Prefiero creer que ninguno ha sido jamás como yo, por muy pequeño escritor que
yo sea, aunque sea una pulga o un mosquito entre los escritores. Lo que es
importante, sin embargo, es tener la convicción de que es precisamente un
oficio, una profesión, algo que se hará por toda la vida. Pero, como oficio, no
es una broma. Hay en él innumerables peligros además de los que he dicho.
Estamos continuamente amenazados por graves peligros hasta en el acto mismo de
redactar nuestra página. Hay el peligro de ponerse de pronto a coquetear y a
cantar. Yo tengo siempre unas ganas locas de ponerme a cantar, y debo
mantenerme muy atenta para no hacerlo. Y hay el peligro de estafar con palabras
que no existen verdaderamente en nosotros, que hemos encontrado aquí y allá, al
azar, fuera de nosotros y que reunimos con habilidad porque hemos llegado a ser
bastante vivos. Hay el peligro de ser demasiado vivos y estafar. Es un oficio
bastante difícil, ya lo veis, pero es el más bonito que existe en el mundo. Los
días y las cosas de nuestra vida, los días y las cosas de la vida de los demás
a que nosotros asistimos, lecturas, imágenes, pensamientos y conversaciones: se
alimenta de todo esto y crece en nuestro interior. Es un oficio que se nutre
también de cosas horribles, come lo mejor y lo peor de nuestra vida, a su
sangre afluyen lo mismo nuestros sentimientos buenos que los malos. Se nutre de
nosotros y crece en nosotros.